La fiesta del chivo (34 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Usted es la persona que más detesta a Abbes García dentro del régimen —lo interrumpió—. ¿Por qué?

El doctor Balaguer tenía la respuesta a flor de labios. —El coronel es un técnico en cuestiones de seguridad y presta un buen servicio al Estado —repuso—. Pero, por lo general, sus juicios políticos son temerarios. Con todo el respeto y la admiración que siento por Su Excelencia, me permito exhortarle a que deseche esas ideas. La expulsión, Y, todavía peor, la muerte de Reilly y Panal, nos traería una nueva invasión militar. Y el fin de la Era de Trujillo.

Como su tono era tan suave y cordial, y la música de sus palabras tan agradable, parecía que las cosas que el doctor Joaquín Balaguer decía no tuvieran la firmeza de juicio y la severidad que, a veces, como ahora, el minúsculo hombrecillo se permitía con el Jefe. ¿Se estaba excediendo? ¿Había sucumbido, como Cerebrito, a la idiotez de creerse seguro y necesitaba también un baño de realidad? Curioso personaje, Joaquín Balaguer. Estaba a su lado desde que, en 1930, lo mandó llamar con dos guardias al hotelito de Santo Domingo donde estaba alojado y se lo llevó a su casa por un mes, para que lo ayudara en la campaña electoral en la que tuvo como efímero aliado al líder cibaeño Estrella Ureña, de quien el joven Balaguer era ardiente partidario. Una invitación y una charla de media hora bastaron para que el poeta, profesor y abogado de veinticuatro años, nacido en el desairado pueblecito de Navarrete, se convirtiera en trujillista incondicional, en competente y discreto servidor en todos los cargos diplomáticos, administrativos y políticos que le confió. Pese a estar treinta años a su lado, la verdad, el inconspicuo personaje a quien Trujillo bautizó por eso en una época la Sombra, era todavía algo hermético para él, que se jactaba de tener un olfato de gran sabueso para los hombres. Una de las pocas certezas que abrigaba respecto a él era su falta de ambiciones. A diferencia de los otros del grupo íntimo, cuyos apetitos podía leer como en un libro abierto en sus conductas, iniciativas y lisonjas, Joaquín Balaguer siempre le dio la impresión de aspirar sólo a lo que a él se le antojaba darle. En los puestos diplomáticos en España, Francia, Colombia, Honduras, México, o en los ministerios de Educación, de la Presidencia, de Relaciones Exteriores, le pareció colmado, abrumado con esas misiones por encima de sus sueños y aptitudes, y que, por eso mismo, se esforzaba de manera denodada en cumplir bien. Pero —se le ocurrió de pronto al Benefactor— gracias a esa humildad, el pequeño vate y jurisconsulto había estado siempre en la cumbre, sin que, debido a su insignificancia, nunca pasara por períodos de desgracia, como los demás. Por eso era Presidente fantoche. Cuando, en 1957, se trató de designar un vicepresidente en la lista que encabezaba su hermano Negro Trujillo, el Partido Dominicano, siguiendo sus órdenes, eligió al embajador en España, Rafael Bonnelly. Súbitamente, el Generalísimo decidió reemplazar a ese aristócrata por el nimio Balaguer, con un argumento contundente: éste carece de ambiciones». Pero, ahora, gracias a su falta de ambiciones, este intelectual de delicadas maneras y finos discursos, era primer mandatario de la nación y se permitía despotricar contra el jefe del Servicio de Inteligencia. Habría que bajarle los humos, alguna vez.

Balaguer permanecía quieto y mudo, sin atreverse a interrumpir sus reflexiones, esperando que se dignara dirigirle la palabra. Lo hizo al fin, pero sin retomar el tema de la Iglesia:

—Siempre lo he tratado de usted ¿cierto? Es el único de mis colaboradores al que nunca he tuteado. ¿No le llama la atención?

La redonda carita se coloreó.

—En efecto, Excelencia —musitó, avergonzado—. Siempre me pregunto si no me tutea porque confía menos en mi que en mis colegas.

—Sólo en este momento me doy cuenta —añadió Trujillo, sorprendido—. Y, también, que usted nunca me dice jefe, como los demás. Pese a todos estos años juntos, para mí es usted bastante misterioso. Nunca he podido descubrirle las debilidades humanas, doctor Balaguer.

—Estoy lleno de ellas, Excelencia —sonrió el Presidente—. Pero, en vez de un elogio, parece que me lo reprochara.

El Generalísimo no estaba bromeando. Cruzó y descruzó las piernas, sin quitar a Balaguer la punzante mirada. Se pasó la mano por el bigotito mosca y los labios resecos. Lo escrutaba con obstinación.

—Hay algo inhumano en usted —monologó, como si el objeto de su comentario no estuviera presente—. No tiene los apetitos naturales en los hombres. Que yo sepa, no le gustan las mujeres, ni los muchachos. Lleva una vida más casta que la de su vecino de la avenida Máximo Gómez, el nuncio. Abbes García no le ha descubierto una querida, una novia, una cana al aire. De tal manera que la cama no le interesa. Tampoco el dinero. Apenas tiene ahorros; salvo la casita donde vive, carece de propiedades, de acciones, de inversiones, por lo menos aquí. No ha estado metido en intrigas y guerras feroces en que se desangran mis colaboradores, aunque todos intriguen contra usted. Yo tuve que imponerle los ministerios, las embajadas, la Vicepresidencia y hasta la Presidencia que ocupa. SI lo saco de aquí y lo mando a un puestecito perdido en Montecristi o Azua, se iría usted para allí, igual de contento. Usted no bebe, no fuma, no come, no corre tras las faldas, el dinero ni el poder. ¿Es usted así? ¿O esa conducta es una estrategia, con un designio secreto?

El rasurado semblante del doctor Balaguer volvió a escaldarse. Su tenue vocecita no vaciló al afirmar:

—Desde que conocí a Su Excelencia, aquella mañana de abril de 1930, mi único vicio ha sido servirlo. Desde aquel momento supe que, sirviendo a Trujillo, servía a mi país. Eso ha enriquecido mi vida, más de lo que hubiera podido hacerlo una mujer, el dinero o el poder. Nunca tendré palabras para agradecer a Su Excelencia que me haya permitido trabajar a su lado.

Bah, las lisonjas de siempre, las que cualquier trujillista menos leído hubiera dicho. Por un momento, imaginó que el menudo e inofensivo personaje le abriría su corazón, como en el confesionario, y le revelaría sus pecados, miedos, animosidades, sueños. A lo mejor no tenía ninguna vida secreta, y su existencia era la que todos conocían: funcionario frugal y laborioso, tenaz y sin imaginación, que modelaba en bellos discursos, proclamas, cartas, acuerdos, arengas, negociaciones diplomáticas, las ideas del Generalísimo, y poeta que producía acrósticos y loas a la belleza de la mujer dominicana y el paisaje de Quisqueya que engalanaban los Juegos Florales, las efemérides, los concursos de la Señorita República Dominicana y los festejos patrióticos. Un hombrecito sin luz propia, como la luna, al que Trujillo, astro solar, iluminaba.

—Ya lo sé, usted ha sido un buen compañero —afirmó el Benefactor—. Desde esa mañana de 1930, sí. Lo mandé llamar por sugerencia de mi esposa de entonces, Bienvenida. ¿Su pariente, no?

—Mi prima, Excelencia. Aquel almuerzo decidió mi vida. Me invitó usted a acompañarlo en la gira electoral, me hizo el honor de pedirme que lo presentara en los mítines de San Pedro de Macorís, la capital y de La Romana. Fue mi debut como orador político. Mi destino tomó otro rumbo, a partir de allí. Hasta entonces, mi vocación eran las letras, la enseñanza, el foro. Gracias a usted, la política tomó la delantera.

Un secretario tocó la puerta, pidiendo permiso para entrar. Balaguer consultó con la mirada y el Generalísimo lo autorizó. El secretario —traje entallado, bigotito, pelos aplastados por la gomina— traía un memorándum firmado por quinientos setenta y seis vecinos notables de San Juan de la Maguana, «para que se impida el retorno a esa prelatura de monseñor Reilly, el obispo felón». Una comisión presidida por el alcalde y el jefe local del Partido Dominicano quería entregarlo al Presidente. ¿La recibiría? Consultó de nuevo y el Benefactor asintió.

—Que tengan la bondad de esperar —indicó Balaguer—. Recibiré a esos señores cuando termine de despachar con Su Excelencia.

¿Sería Balaguer tan católico como se decía? Corrían incontables chistes sobre su soltería y la manera pía y reconcentrada que adoptaba en las misas, tedeum y procesiones; él lo había visto acercarse a comulgar con las manos juntas y los ojos bajos. Cuando se hizo la casa en que habitaba con sus hermanas, en la Máximo Gómez, contigua a la nunciatura, Trujillo hizo escribir a la Inmundicia Viviente una carta a El Foro Público burlándose de esa vecindad y preguntándose qué compadrazgos se traía el diminuto doctorcito con el enviado de Su Santidad. Por su fama de beato y sus excelentes relaciones con los curas, le encargó diseñar la política del régimen con la Iglesia católica. Lo hizo muy bien; hasta el domingo 25 de enero de 1960, en que se leyó en las parroquias la Carta Pastoral de esos pendejos, la Iglesia había sido una sólida aliada. El Concordato entre la República Dominicana y el Vaticano, que Balaguer negoció y Trujillo firmó en Roma, en 1954, resultó un formidable espaldarazo para su régimen y su figura en el mundo católico. El poeta y jurisconsulto debía sufrir con esta confrontación, que duraba ya año y medio, entre el gobierno y las sotanas. ¿Sería tan católico? Siempre defendió que el régimen se llevara bien con los obispos, curas y el Vaticano alegando razones pragmáticas y políticas, no religiosas: la aprobación de la Iglesia católica legitimaba las acciones del régimen ante el pueblo dominicano. A Trujillo no debía ocurrirle lo que a Perón, cuyo gobierno empezó a desmoronarse cuando la Iglesia le puso la puntería. ¿Tenía razón? ¿La hostilidad de esos eunucos ensotanados acabaría con Trujillo? Antes, Panal y Reilly irían a engordar tiburones al farallón.

—Voy a decirle algo que le va a complacer, Presidente —dijo, de pronto—. Yo no tengo tiempo para leer las pendejadas que escriben los intelectuales. Las poesías, las no~ velas. Las cuestiones de Estado son demasiado absorbentes. De Marrero Aristy, pese a trabajar tantos años conmigo, nunca leí nada. Ni Over, ni los artículos que escribió sobre mí, ni la Historia dominicana. Tampoco he leído las centenas de libros que me han dedicado los poetas, los dramaturgos, los novelistas. Ni siquiera las boberías de mi mujer las he leído. Yo no tengo tiempo para eso, ni para ver películas, oír música, ir al ballet o a las galleras. Además, nunca me he fiado de los artistas. Son deshuesados, sin sentido del honor, propensos a la traición y muy serviles. Tampoco he leído sus versos ni sus ensayos. Apenas he hojeado su libro sobre Duarte, El Cristo de la libertad, que me envió con dedicatoria tan cariñosa. Pero, hay una excepción. Un discurso suyo, hace siete años. El que pronunció en Bellas Artes, cuando lo incorporaron a la Academia de la Lengua. ¿Lo recuerda?

El hombrecito se había encendido todavía más. Irradiaba una luz exaltada, de indescriptible júbilo:

—«Dios y Trujillo: una interpretación realista» —murmuró, bajando los párpados.

—Lo he releído muchas veces —chilló la meliflua vocecita del Benefactor—. Me sé párrafos de memoria, como poesías.

¿Por qué esta revelación al Presidente fantoche? Era una debilidad, a las que nunca sucumbía. Balaguer podía jactarse de ello, sentirse importante. No estaban las cosas para desprenderse de un segundo colaborador en tan corto intervalo. Lo tranquilizó recordar que, acaso el mayor atributo de este hombrecillo era no sólo saber lo conveniente, sino, sobre todo, no enterarse de lo inconveniente. Esto no lo repetiría, para no ganarse enemistades homicidas entre los otros cortesanos. Aquel discurso de Balaguer lo estremeció, lo llevó a preguntarse muchas veces si no expresaba una profunda verdad, una de esas insondables decisiones divinas que marcan el destino de un pueblo. Aquella noche, al oír los primeros párrafos que, embutido en el chaqué que llevaba con su poca apostura, el nuevo académico leía en el escenario del Teatro de Bellas Artes, el Benefactor no les prestó mayor atención. (Él también vestía de chaqué, como toda la concurrencia masculina; las damas iban de traje largo y por doquier destellaban joyas y brillantes.) Aquello parecía una síntesis de la historia dominicana desde la llegada de Cristóbal Colón a la Hispaniola. Comenzó a interesarse cuando, en las palabras educadas y la elegante prosa del conferencista, fue asomando una visión, una tesis. La República Dominicana sobrevivió más de cuatro siglos —cuatrocientos treinta y ocho años a adversidades múltiples —los bucaneros, las invasiones haitianas, los intentos anexionistas, la masacre y fuga de blancos (sólo quedaban sesenta mil al emanciparse de Haití) gracias a la Providencia. La tarea fue asumida hasta entonces directamente por el Creador. A partir de 1930, Rafael Leonidas Trujillo Molina relevó a Dios en esta ímproba misión.

—«Una voluntad aguerrida y enérgica que secunda en la marcha de la República hacia la plenitud de sus destinos la acción tutelar y bienhechora de aquellas fuerzas sobrenaturales» —recitó Trujillo, con los ojos entrecerrados—. «Dios y Trujillo: he ahí, pues, en síntesis, la explicación, primero de la supervivencia del país y, luego, de la actual prosperidad de la vida dominicanas

Entreabrió los ojos y suspiró, con melancolía. Balaguer lo escuchaba arrobado, empequeñecido por la gratitud.

—¿Cree usted todavía que Dios me pasó la posta? ¿Que me delegó la responsabilidad de salvar a este país? —preguntó, con una mezcla indefinible de ironía y ansiedad.

—Más que entonces, Excelencia —replicó la delicada y clara vocecita—.Trujillo no hubiera podido llevar a cabo la sobrehumana misión, sin apoyo trascendente. Usted ha sido, para este país, instrumento del Ser Supremo.

—Lástima que esos obispos pendejos no se hayan enterado —sonrió Trujillo—. Si su teoría es cierta, espero que Dios les haga pagar su ceguera.

Balaguer no fue el primero en asociar la divinidad a su obra. El Benefactor recordaba que, antes, el profesor de leyes, abogado y político don Jacinto B. Peynado (a quien Puso de Presidente fantoche en 1938, cuando, debido a la matanza de haitianos, hubo protestas internacionales contra su tercera reelección) colocó un gran letrero luminoso en la puerta de su casa: «Dios y Trujillo». Desde entonces, enseñas idénticas lucían en muchos hogares de la ciudad capital y del interior. No, no era la frase; eran los argumentos justificando aquella alianza lo que había sobrecogido a Trujillo como una aplastante verdad. No era fácil sentir en sus hombros el peso de una mano sobrenatural. Reeditado cada año por el Instituto Trujilloniano, el discurso de Balaguer era lectura obligatoria en las escuelas y texto central de la Cartilla Cívica, destinada a educar a escolares y universitarios en la Doctrina Trujillista, que redactó un trío elegido por él: Balaguer, Cerebrito Cabral y la Inmundicia Viviente.

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