La fiesta del chivo (31 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Sentémonos aquí, estaremos más cómodos.

Pero no lo lleva hacia los sillones de pesadas patas de tigre de su despacho, sino hacia un balcón de puertas entreabiertas. Lo obliga a salir con él, de modo que puedan hablar al aire libre, frente al runrún del mar, lejos de escuchas indiscretos. Hace un sol fuerte; la luminosa mañana arde de motores y bocinas que vienen del Malecón y las voces de los pregoneros ambulantes.

—¿Qué coño pasa, Mono? —murmura Cabral.

Quintana lo tiene siempre del brazo y ahora está muy serio. Advierte en su mirada un sentimiento difuso, de solidaridad o compasión.

—Sabes muy bien lo que pasa, Cerebrito, no seas pendejo. ¿No te diste cuenta que hace tres o cuatro días dejaron de llamarte «distinguido caballero» en los periódicos, que te rebajaron a «señor»? —le musita en el oído el Mono Quintana—. ¿No leíste El Caribe esta mañana? Eso es lo que pasa.

Por primera vez, desde que leyó la carta en El Foro Público, Agustín Cabral siente miedo. Verdad: ayer o anteayer alguien bromeó en el Country Club que la página de Sociales de La Nación, lo había privado del «distinguido caballero», algo que solía ser un mal presagio: al Generalísimo le divertían esas advertencias. Esto iba en serio. Era una tempestad. Tenía que valerse de toda su experiencia y astucia para que no se lo tragara.

—¿Vino de Palacio la orden de suspender la reunión del bufete directivo? —susurra. El vicepresidente, inclinado, pega su oreja a la boca de Cabral.

—¿De dónde iba a venir? Hay más. Se suspenden todas las comisiones en las que participas. La directiva dice: «Hasta que se regularice la situación del presidente del Senado».

Queda mudo. Ha ocurrido. Está ocurriendo aquella pesadilla que, de tanto en tanto, venía a lastrar sus triunfos, sus ascensos, sus logros políticos: lo han indispuesto con el jefe.

—¿Quién te la trasmitió, Mono?

La cara mofletuda de Quintana se contrae, inquieta, y Cabral entiende por fin de dónde viene lo de Mono. ¿Va a decirle el vicepresidente que no puede cometer esa infidencia? Bruscamente, se decide:

—Henry Chirinos —vuelve a tomarlo del brazo—. Lo siento, Cerebrito. No creo que pueda hacer mucho, pero, si algo puedo, cuenta conmigo.

—¿Te dijo Chirinos de qué me acusan?

—Se limitó a trasmitirme la orden y a perorar: No sé nada. Soy el modesto mensajero de una decisión superior.

—Tu papá sospechó siempre que el intrigante fue Chirinos, el Constitucionalista Beodo —recuerda la tía Adelina.

—Ese gordo negruzco y asqueroso fue uno de los que mejor se acomodó —la interrumpe Lucindita—. De cama y mesa de Trujillo y terminó de ministro y embajador de Balaguer. ¿Ves cómo es este país, Uranita?

—Me acuerdo mucho de él, lo vi en Washington hace unos años, de embajador —dice Urania—. Iba mucho a la casa cuando yo era niña. Parecía íntimo de papá.

—Y de Aníbal y mío —añade la tía Adelina—. Venía aquí con sus zalamerías, nos recitaba sus versitos. Andaba todo el tiempo citando libros, posando de culto. Nos invitó al Country Club una vez. Yo no quería creer que hubiera traicionado a su compañero de toda la vida. Bueno, la política es eso, abrirse camino entre cadáveres.

—El tío Agustín era demasiado íntegro, demasiado bueno, por eso se ensañaron con él.

Lucindita espera que la corrobore, que proteste también por esa infamia. Pero Urania no tiene fuerzas para simular. Se limita a escucharla, con aire compungido.

—En cambio, mi marido, que en paz descanse, se portó como un caballero, dio a tu papá todo su apoyo —lanza una risita sarcástica la tía Adelina—. ¡Vaya con el Quijote! Perdió el puesto en La Tabacalera, y jamás volvió a encontrar trabajo.

El loro Sansón revienta otra vez en una catarata de gritos y ruidos que parecen improperios.«Calla, marmota», lo riñe Lucindita.

—Menos mal que no hemos perdido el humor, muchachas —exclama Manolita.

—Localízame al senador Henry Chirinos y dile que quiero verlo de inmediato, Isabel —ordena el senador Cabral, entrando a su despacho. Y, dirigiéndose al doctor Goico—: Por lo visto, es el cocinero de este enredo.

Se sienta en su escritorio, se dispone a revisar de nuevo la agenda del día, pero toma conciencia de su situación.

¿Tiene sentido firmar cartas, resoluciones, memorándums, notas, como presidente del Senado de la República? Es dudoso que lo siga siendo. Lo peor, dar síntomas de desaliento ante sus subordinados. Al mal tiempo, buena cara. Toma 1 legajo y está empezando a releer el primer escrito cuando advierte que Parisito sigue allí. Las manos le tiemblan:

—Señor presidente, yo quisiera decirle —balbucea, roto por la emoción—. Pase lo que pase, estoy con usted. Para todo. Sé lo mucho que le debo, doctor Cabral.

—Gracias, Goico. Tú eres nuevo en este mundo y verás cosas peores. No te preocupes. Capearemos esta tempestad. Y, ahora, a trabajar.

—El senador Chirinos lo espera en su casa, señor presidente —Isabelita entra al despacho hablando—. Contestó él mismo. ¿Sabe qué me dijo? «Las puertas de mi casa están abiertas día y noche para mi gran amigo, el senador Cabral.»

Al salir del edificio del Congreso, la guardia le rinde el saludo militar habitual. Allí sigue el auto negro, funerario. Pero su asistente, el teniente Humberto Arenal, se ha esfumado. Teodosio, el chofer, le abre la puerta.

—A casa del senador Henry Chirinos.

El conductor asiente, sin abrir la boca. Después, cuando ya enfilan por la avenida Mella, en los linderos de la ciudad colonial, mirándolo por el espejo retrovisor le informa:

—Desde que salimos del Congreso, nos sigue un «cepillo» con caliés, doctor.

Cabral se vuelve a mirar: a quince o veinte metros divisa uno de los inconfundibles Volkswagen negros del Servicio de Inteligencia. En la luminosidad cegadora de la mañana no puede distinguir cuántas cabezas de caliés hay dentro. «Ahora me escolta la gente del SIM en lugar de mi asistente.» Mientras el auto se adentra en las callecitas angostas, atestadas de gente, de casitas de uno y dos pisos, con rejas en las ventanas y zócalos de piedra, de la ciudad colonial, se dice que el asunto es todavía más grave de lo que supuso. Si Johnny Abbes lo hace seguir, se ha tomado tal vez la decisión de detenerlo. La historia de Anselmo Paulino, calcada. Lo que tanto temía. Su cerebro es una fragua al rojo vivo. ¿Qué había hecho? ¿Qué había dicho? ¿En qué falló? ¿A quién ha visto últimamente? Lo trataban como enemigo del régimen. ¡Él, él!

El automóvil se detuvo en la esquina de Salomé Ureña con Duarte y Teodosio se bajó a abrirle la puerta. El «cepillo» se estacionó a pocos metros pero ningún callé descendió. Estuvo tentado de acercarse a preguntarles por qué seguían al presidente del Senado, pero se contuvo: ¿de qué serviría ese desplante con unos pobres diablos que obedecían órdenes?

La vieja casa de dos pisos, con balconcito colonial y ventanas con celosías, del senador Henry Chirinos se parecía a su dueño; el tiempo, la vejez, la incuria, la habían contrahecho, vuelto asimétrica; se anchaba excesivamente a media altura, como si le hubiera crecido una panza y fuera a reventar. Debía de haber sido en tiempos remotos una noble y recia mansión; estaba ahora sucia, abandonada, y parecía a punto de desmoronarse. Manchas y lamparones afeaban los muros y de sus techos colgaban telarañas. Apenas llamó, abrieron. Subió unas lóbregas escaleras que crujían, de pasamanos grasientos, y, en el primer rellano, el mayordomo le abrió una chirriante puerta de cristales: reconoció la nutrida biblioteca, los pesados cortinajes de terciopelo, altos anaqueles repletos de libros, la mullida alfombra descolorida, los cuadros ovalados y los hilos plateados de las telarañas que delataban las lanzas de luz solar que penetraban por los postigos. Olía a viejo, a humores rancios, hacía un calor infernal. Esperó a Chirinos de pie. Las veces que había estado aquí, tantos años, en reuniones, pactos, negociaciones, conspiraciones, al servicio del jefe.

—Bienvenido a tu casa, Cerebrito. ¿Un jerez? ¿Dulce o seco? Te recomiendo el fino amontillado. Está fresquito.

En pijama y envuelto en una aparatosa bata de paño verde, con ribetes de seda, que acentuaba las redondeces de su cuerpo, un orondo pañolón en el bolsillo y unas pantuflas de raso deformadas por sus juanetes, el senador Chirinos le sonreía. Los escasos cabellos revueltos y las legañas de su cara tumefacta, de párpados y labios amoratados, con una boquera de saliva reseca, revelaron al senador Cabral que no se había lavado aún. Se dejó palmear y conducir a los añosos confortables con mantones de hilo en el espaldar, sin responder a las efusiones del dueño de casa.

—Nos conocemos hace muchos años, Henry. juntos hemos hecho muchas cosas. Buenas y algunas malas. No hay dos personas en el régimen que hayan estado tan unidas, como tú y yo. ¿Qué ocurre? ¿Por qué se me está cayendo encima el cielo desde esta mañana?

Debió callarse, porque entró en la habitación el mayordomo, un viejo mulato tuerto, tan feo y descuidado como el dueño de casa, con una jarrita de cristal en la que había vaciado el jerez, y dos copitas. Las dejó sobre la mesilla y se retiró, renqueando.

—No lo sé —el Constitucionalista Beodo se golpeó el pecho—. No me creerás. Pensarás que yo he maquinado, inspirado, azuzado, lo que te pasa. Por la memoria de mi madre, lo más sagrado de esta casa, no lo sé. Desde que me enteré, ayer tarde, me he quedado de una pieza. Espera, espera, brindemos. ¡Porque este tollo se resuelva pronto, Cerebrito!

Hablaba con brío y emoción, el corazón en la mano y la sensiblería azucarada de los héroes de las radionovelas que la HIZ importaba, antes de la Revolución castrista, de la cMQ de La Habana. Pero Agustín Cabral lo conocía: era un histrión de alto nivel. Podía ser cierto o falso, no tenía cómo averiguarlo. Bebió un sorbito de jerez, con asco, pues nunca bebía alcohol en las mañanas. Chirinos se atusaba las cerdas de las narices.

—Ayer, despachando con el jefe, de pronto me ordenó instruir al Mono Quintanilla que, como vicepresidente del Senado, cancelara todas las reuniones hasta que se hubiera cubierto la vacancia de la Presidencia —prosiguió, accionando—. Pensé en un accidente, un paro cardíaco, no sé. «¿Qué le ha sucedido a Cerebrito, Jefe?» «Eso quisiera saber», me repuso, con esa sequedad que hiela los huesos. «Ha dejado de ser uno de los nuestros y se ha pasado al enemigo.» No pude preguntar más, su tono era contundente. Me despachó a cumplir el encargo. Y esta mañana leí, como todo el mundo, la carta en El Foro Público. De nuevo te lo juro por la memoria de mi santa madre: es todo lo que sé.

—¿Escribiste tú la carta de El Foro Público?

—Yo escribo correctamente el castellano —se indignó el Constitucionalista Beodo—. El ignaro cometió tres faltas de sintaxis. Las tengo señaladas.

—¿Quién, entonces?

Las cuencas adiposas del senador Chirinos derramaron sobre él una mirada compasiva:

—¿Qué coño importa, Cerebrito? Eres uno de los hombres inteligentes de este país, no poses de pendejo conmigo, que te conozco desde muchacho. Lo único que importa es que has enojado al jefe, por algo. Habla con él, excúsate, dale explicaciones, haz propósito de enmienda. Reconquista su confianza.

Cogió la jarrita de cristal, volvió a llenar su copa y bebió. El bullicio de la calle era menor que en el Congreso. Por el espesor de los muros coloniales o porque las angostas calles del centro ahuyentaban los automóviles.

—¿Excusarme, Henry? ¿Qué he hecho? ¿No dedico mis días y mis noches al jefe?

—No me lo digas a mí. Convéncelo a él. Yo lo sé muy bien. No te desanimes. Tú lo conoces. En el fondo, es un ser magnánimo. De entraña justiciera. Si no fuera desconfiado, no hubiera durado treinta y un años. Hay una equivocación, un malentendido. Debe aclararse. Pídele audiencia. Él sabe escuchar.

Hablaba meneando la mano, refocilándose con cada palabra que expulsaban sus labios cenizos. Sentado, parecía aun mas obeso que de pie: la enorme barriga había entreabierto la bata y latía con flujo y reflujo acompasados. Cabral imaginó aquellos intestinos dedicados, tantas horas en el día, a la laboriosa tarea de deglutir y disolver los bolos alimenticios que tragaba esa jeta voraz. Lamentó estar allí. ¿Acaso el Constitucionalista Beodo lo iba a ayudar? Si no tramó esto, en su fuero íntimo lo estaría celebrando como una gran victoria contra quien, por debajo de las apariencias, fue siempre un rival.

—Dándole vueltas, devanándome los sesos —añadió Chirinos, con aire conspirativo—, he venido a pensar que, tal vez, la razón sea la desilusión que produjo al Jefe la negativa de los obispos a proclamarlo Benefactor de la Iglesia católica. Tú estabas en la comisión que fracasó.

—¡Éramos tres, Henry! La integraban, también, Balaguer y Paino Pichardo, como ministro del Interior y Cultos. Aquellas gestiones fueron hace meses, poco después de la Pastoral de los obispos. ¿Por qué todo recaería sólo sobre mí?

—No lo sé, Cerebrito. Parece traído de los cabellos, en efecto. Yo tampoco veo razón alguna para que caigas en desgracia. Sinceramente, por nuestra amistad de tantos años.

—Hemos sido algo más que amigos. Hemos estado juntos, detrás del jefe, en todas las decisiones que han transformado este país. Somos historia viviente. Nos pusimos zancadillas, nos dimos golpes bajos, hicimos trampas para sacar ventaja uno sobre el otro. Pero, la aniquilación parecía excluida. Esto es otra cosa. Puedo terminar en la ruina, el descrédito, en la cárcel. ¡Sin saber por qué! Si has fraguado todo esto, felicitaciones. ¡Una obra maestra, Henry!

Se había puesto de pie. Hablaba con calma, de manera impersonal, casi didáctica. Chirinos se incorporó también, recostándose sobre uno de los brazos del sillón para izar su corpulencia. Estaban muy juntos, casi tocándose. Cabral vio un cuadrito en la pared, entre los estantes de libros, que era una cita de Tagore: «Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora». «Un cursi en todo lo que hace, toca, dice y siente», pensó.

—Franquezas valen franquezas —Chirinos le acercó la cara y Agustín Cabral se sintió aturdido con el vaho que escoltaba sus palabras—. Hace diez años, hace cinco, no hubiera vacilado en tramar cualquier cosa para sacarte de en medio, Agustín. Como tú a mí. Incluida la aniquilación. ¿Pero, ahora? ¿Para qué? ¿Tenemos alguna cuenta pendiente? No. Ya no estamos en competencia, Cerebrito, lo sabes tan bien como yo. ¿Cuánto le queda de oxígeno a este moribundo? Por última vez: no tengo nada que ver con lo que te ocurre. Espero y deseo que lo soluciones. Se vienen días difíciles y al régimen le conviene tenerte, para resistir los embates.

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