La Forja (12 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Forja
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Saryon contempló al niño. Sus pensamientos eran confusos, se sentía compungido. Había oído en algún sitio que todos los bebés nacen con los ojos azules, pero los de aquella criatura eran de un azul turbio y oscuro. ¿Se parecía a su madre, de la que se decía que era extraordinariamente hermosa? Saryon recordó haber oído que la Emperatriz tenía los ojos castaños; y tenía una larga cabellera negroazulada, tan exuberante que no precisaba de la magia para hacerla brillar como el ala de un cuervo. Pensando en ello y examinando la rizada cabeza de pelo negro, Saryon vio que en la sien del pequeño empezaban a aparecer ampollas. Instintivamente movió una mano para tocarla, mientras sus labios formaban las frases de la oración curativa que intensificaría la Energía curativa que había en el propio cuerpo del bebé, y entonces se detuvo, recordando: aquel niño no poseía Energía curativa en su interior. Allí no había Vida.

El joven Diácono sostenía un cadáver en sus brazos.

El Príncipe emitió un profundo y entrecortado suspiro. Pareció como si fuera a llorar, pero en vez de ello continuó chupándose el puño y aquello pareció satisfacerle. Apretándose contra Saryon, lo miró con aquellos enormes ojos de negras pestañas.

«A partir de este momento —pensó Saryon, encogiéndosele de pena el corazón—, yo seré la última persona que lo tendrá en brazos, que le palmeará la espalda, que le pasará los dedos por la diminuta cabeza de sedosos cabellos.» Las lágrimas se agolparon en sus ojos, y miró a su alrededor con impotencia, implorando en silencio que algún otro lo librara de aquella carga. Pero nadie lo hizo. Nadie lo miró siquiera, a excepción del Patriarca Vanya, quien arrugó el entrecejo, al ver que no se obedecían sus órdenes.

Saryon abrió la boca para hablar, para cuestionar aquella cruel decisión, pero la voz se le quebró en la garganta. Vanya había dicho que debían obedecer sin saber la razón; el Patriarca asumiría toda la responsabilidad. ¿Lo conmoverían las súplicas de un Diácono? ¿De un Diácono que había caído en desgracia? No era probable. Saryon no podía hacer más que inclinarse y salir de la habitación, mientras seguía palmeando torpemente la espalda del Príncipe de una forma que parecía tranquilizarle. Sin embargo, una vez en el pasillo, el joven Diácono descubrió que no tenía ni idea de qué dirección tomar en aquella inmensa Catedral. Todo lo que sabía era que, de alguna manera, debía llegar al Palacio Real. Al final del vestíbulo, Saryon vislumbró la oscura sombra de un Ejecutor, y vaciló. El Señor de la Guerra podía indicarle cómo llegar a Palacio. De hecho, podía enviarlo allí utilizando su poder.

Contemplando a la enlutada figura, Saryon sintió un escalofrío y, dando media vuelta, echó a andar deprisa en dirección opuesta. «Yo mismo encontraré el camino hasta el Palacio Real —pensó con repentina y frustrada cólera—. Al menos, si voy andando, le podré ofrecer a la pobre criatura todo el consuelo que pueda antes de... antes de...»

Lo último que Saryon oyó, mientras se alejaba por el pasillo, fue la voz del Patriarca Vanya.

—Mañana por la mañana, el Emperador y la Emperatriz harán público que están de acuerdo en que el niño está Muerto, y yo me llevaré al bebé a El Manantial. Allí, mañana por la tarde, se iniciará la Vigilia. Espero, por el bien de todos, que termine rápidamente.

Por el bien de todos.

Al día siguiente, el Diácono Saryon se encontraba en la hermosa Catedral de Merilon, escuchando el llanto de un niño Muerto y el cuchicheo de sus planes, esperanzas, visiones y sueños que le decían adiós.

Ahora ya no habría festejos en Merilon, ni presentaciones en sociedad. La gente estaba aturdida. Las fiestas de gala habían cesado bruscamente al difundirse la noticia. Los
Sif-Hanar
envolvieron a la ciudad en una neblina gris; los artistas y los artesanos abandonaron la ciudad y a los estudiantes se los hizo volver de nuevo a la Universidad. Los nobles revoloteaban por entre aquella atmósfera fantasmal, yendo de casa en casa, hablando muy bajo e intentando encontrar a alguien que recordara el ritual a seguir durante el sombrío Período de la Vigilia. Muy pocos sabían cómo se realizaban tales cosas. Hacía años que no había nacido ningún Heredero de la Corona; nadie recordaba haber oído que alguno muriera.

El Patriarca Vanya, desde luego, se sabía todo el ceremonial al dedillo, y finalmente se dieron a conocer las instrucciones. Antes de que Saryon ocupara su lugar en la Catedral, vestido de
Azul Llanto
, la ciudad entera había sufrido una mutación, para lo cual los
Pron-alban
, los artesanos, y los
Quin-alban
, los hacedores de hechizos, habían trabajado febrilmente toda la noche.

La neblina gris permaneció sobre la ciudad y se intensificó hasta que los rayos del sol no pudieron atravesar el manto mágico que cubría el silencio sepulcral de sus calles y se elevaba por entre las rosadas plataformas de mármol. Los alegres colores que habían decorado las resplandecientes paredes de cristal de las viviendas desaparecieron, siendo reemplazados por tapices de un gris lúgubre, haciendo que pareciera como si a la niebla se le hubiera dado forma y consistencia. Incluso el gran Dragón de Seda huyó, refugiándose en su madriguera —según les contaron los padres a sus hijos— para llorar por el Príncipe Muerto.

Las calles estaban silenciosas y vacías. Aquellos cuyos servicios no eran necesarios a la afligida Familia Real, se encerraron en sus casas, añadiendo ostensiblemente sus plegarias a las de sus vecinos, para que la Vigilia terminara rápidamente. Pero, en muchos de aquellos hogares, las plegarias de las madres jóvenes brotaban de labios pálidos y temblorosos mientras se abrazaban a sus hijos, en tanto que aquellas que estaban embarazadas, colocaban las manos sobre sus hinchados vientres y eran incapaces de conseguir que sus labios musitaran plegaria alguna.

Cuando hubo finalizado la ceremonia, se llevaron al niño. La Vigilia había empezado.

Al cabo de cinco días, llegó la noticia de que todo había terminado.

Después de aquello, hubo más niños pertenecientes a la nobleza de Merilon que no consiguieron pasar las Pruebas, aunque ninguno tan drásticamente como el Príncipe. La mayoría de aquellos bebés fueron trasladados a El Manantial, donde tuvo lugar la Vigilia.

La mayoría, pero no todos.

Saryon, a petición de Vanya, permaneció en Merilon para trabajar en su Catedral. Entre sus deberes se incluía el de hacer las Pruebas a aquellos niños. En un principio, le pareció tan odioso que pensó que podía rebelarse y exigir una nueva tarea; cualquier cosa le parecía mejor, incluso convertirse en Catalista Campesino. Pero no era propio de Saryon el rebelarse abiertamente y, después de un tiempo, se resignó a su trabajo, aunque no se acostumbró.

Saryon podía entender las razones que había detrás de la destrucción de aquellas criaturas. De hecho, fueron expuestas con gran detalle por el Patriarca, cuando los fracasos en las Pruebas empezaron a ocurrir con más y más frecuencia. La gente estaba desconcertada y asustada, y empezaba a murmurar a escondidas contra los catalistas, quienes, entretanto, ahondaban en todas las fuentes de información imaginables —incluso en las antiguas— en busca de respuestas a sus confusas preguntas.

¿Por qué sucedía aquello? ¿Cómo se podía parar? ¿Y por qué, exactamente, le sucedía únicamente a la nobleza? Ya que pronto se descubrió que, tanto los ciudadanos corrientes como los campesinos que vivían en los campos o en los pueblos, engendraban criaturas saludables y Vivas. Los habitantes de Merilon exigieron respuestas, obligando al Patriarca Vanya a dar un sermón en la Catedral, destinado a calmar al pueblo.

—Esas infortunadas criaturas no son criaturas en realidad —clamó el Patriarca con gran ardor, apretando los puños con fuerza mientras sus palabras resonaban desde el abovedado techo de cristal—. ¡Son la mala hierba en el jardín de nuestra Vida! Debemos arrancarla de raíz y eliminarla, igual que los Magos Campesinos eliminan las malas hierbas en el campo, o de lo contrario pronto ahogará la magia del mundo.

Aquella espantosa predicción surtió el efecto pretendido. Después de aquello, muchos padres aceptaron la voluntad de Almin y confiaron sus Muertos en manos de los catalistas; pero algunos padres se rebelaron. Les hacían las Pruebas ellos mismos a sus hijos, en secreto, y si el bebé no las pasaba, lo ocultaban hasta que podían sacarlo a escondidas de la ciudad. Los catalistas lo sabían, pero no había nada que pudieran hacer excepto mantener aquellos casos en secreto, de modo que no alarmaran excesivamente a la población.

Y de esta forma, en un número cada vez mayor, los Muertos vagaron por el país
—anotó Saryon una noche en su diario—.
Y nuestros temores aumentaron.

7. Anja

El capataz revoloteaba sobre el suelo en el límite del campo, manteniendo la vista sobre la docena aproximada de magos que flotaban de un lado para otro entre los cultivos como pardas mariposas. Los magos se movían arriba y abajo entre las hileras de judías verdes, con sus sencillas túnicas marrones destacándose contra el brillante verde de las plantas. Cada vez que descendían, secaban las malas hierbas con un toque de sus manos, o daban nueva carga de Vida a una planta falta de vitalidad, o bien retiraban con suavidad algún insecto parasitario obligándolo a seguir su camino.

Asintiendo con satisfacción, el capataz transfirió su mirada al siguiente campo, donde otros magos se movían con dificultad sobre la tierra recién removida. En aquel campo se había recogido una cosecha la semana anterior, y aquellos magos estaban recogiendo los últimos restos de grano. Una vez que hubieran terminado, se dejaría descansar aquel campo antes de que volvieran los magos y, utilizando su fuerza mágica, partieran el suelo en cuidadas hileras con un simple gesto de la mano, preparándolo para la siembra.

Todo iba bien; el capataz hubiera quedado muy sorprendido si no hubiera sido así. Walren era una pequeña colonia de Magos Campesinos, como la mayoría. Formando parte de las posesiones del Duque de Nordshire, era un poblado relativamente reciente, ya que había sido fundado haría tan sólo unos cien años, cuando una terrible tormenta (provocada por una guerra entre dos grupos de
Sif-Hanar
) ocasionó un incendio que limpió el terreno muy eficazmente y dejó suficiente madera muerta para hacer casas. El Duque sacó provecho inmediato de la situación, ordenando a un centenar aproximado de sus labradores que se trasladaran al poblado situado al borde del País del Destierro, que terminaran de limpiar y luego sembraran la tierra. Vivían lejos de las murallas de la ciudad, lejos de otros poblados, y la mayoría de los magos que trabajaban aquellos campos habían nacido allí y sin duda también morirían allí. En Walren no había quejas ni rumores de rebelión, como había sucedido en otros pueblos de los que había oído hablar el capataz.

Un movimiento llamó la atención de éste. Inmediatamente dejó de gandulear y adoptó una actitud seria y severa al ver al Catalista Campesino que se acercaba hacia él, andando penosamente por el sembrado de judías.

En las colonias de Magos Campesinos, el catalista trabajaba tan duro o más que los magos mismos. A los Magos Campesinos únicamente se les permitía recibir la cantidad de Energía Vital mágica suficiente para que pudieran efectuar su trabajo. La razón para ello era que los magos tenían la facultad de almacenar esta Fuerza Vital en su interior, para utilizarla cuando les fuera necesaria. Debido a ciertas señales de descontento y agitación que aparecían de cuando en cuando entre los Magos Campesinos, se consideró que lo más aconsejable era dejarlos tan débiles como fuera posible. Así pues, el Catalista Campesino se veía obligado a moverse entre los magos y a restituirles su energía mágica casi cada hora. Lo cual era una de las razones por las que se trataba de un trabajo rechazado entre los catalistas y se asignaba generalmente a los de posición social más baja o a aquellos que habían cometido alguna infracción de las reglas de la Orden.

Mientras el catalista cruzaba el campo andando, con los zapatos —el símbolo de su profesión— cubiertos de barro, una maga se hundió en el suelo y no volvió a aparecer. Viendo la mano de la mujer levantarse en el aire, el capataz llamó la atención del catalista moviendo bruscamente el pulgar en dirección a la agotada maga.

—Concédenos un descanso —gimió el catalista, desplomándose pesadamente en el suelo.

Arrancándose los zapatos cubiertos de lodo, empezó a frotarse los pies, no sin antes lanzar una amarga y envidiosa mirada a los desnudos pies del capataz. Aunque morenos por el sol, seguían conservando su tersura, con los dedos rectos y separados, que era el símbolo de los que recorrían el mundo en las alas de la magia.

—¡Descansad! —rugió el capataz.

Y los magos cayeron sobre el suelo como polillas muertas, para ir a yacer bajo la sombra de las plantas, o bien se dejaron arrastrar, boca arriba, por las corrientes de aire, cerrando los ojos ante el refulgente sol.

—Vaya, ¿qué es lo que tenemos aquí? —murmuró el capataz.

Su atención se apartó del campo para ir a posarse sobre una figura que había aparecido en la carretera que llevaba, a través de los bosques, a las llanas tierras de labranza. El catalista, dándose cuenta, consternado, de que tenía una ampolla, levantó la cabeza fatigadamente para seguir la mirada del capataz.

La figura que se acercaba era la de una mujer. A juzgar por sus ropas, evidentemente era una maga. Sin embargo, caminaba; lo cual significaba que había gastado casi toda su Energía Vital mágica. Llevaba un peso a la espalda; un bulto de alguna clase, ropa probablemente, estimó el capataz, examinando a la mujer con atención. Aquélla era otra señal de que su Energía Vital estaba muy baja, puesto que los magos raras veces cargan cosas.

El capataz hubiera podido suponer que aquella mujer era una Maga Campesina, si no hubiera sido porque sus ropas eran de un extraño y vivo color verde, en lugar del marrón pardusco de los que cultivan la tierra.

—Una dama de la nobleza —murmuró el catalista, calzándose los zapatos de nuevo, precipitadamente.

—Sí —refunfuñó el capataz, ceñudo.

Aquello era algo fuera de lo común y el capataz odiaba cualquier cosa que se apartara de lo habitual. Casi siempre significaba problemas.

La mujer estaba ya cerca de ellos, tan cerca que oyó sus voces. Levantando la cabeza, miró directamente hacia ellos y de pronto se detuvo. El capataz vio cómo el rostro curtido por el sol adoptaba una mueca de arrogante orgullo; luego —con lo que debía de haberle representado un enorme esfuerzo— la mujer se elevó lentamente del suelo y flotó en dirección a ellos con actitud distinguida. El capataz le echó una mirada al catalista, quien enarcó las cejas mientras la mujer se deslizaba, de forma algo vacilante, sobre los campos hasta detenerse frente a ellos. Una vez allí, con aire negligente, como si lo hiciera por voluntad propia, no porque careciera de energía para seguir flotando, la mujer descendió suavemente hasta el suelo y se quedó allí de pie mirándolos orgullosamente.

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