La forja de un rebelde (37 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Se lo cuentan el empleado inferior al superior, éste al más alto, el otro al jefe, el jefe al señor Corachán, todos para hacer méritos. El señor Corachán un día llama a un empleado:

—Sabemos que va usted a la taberna.

El hombre baja las escaleras de la dirección con las piernas flojas. Aquella Nochebuena no habrá aumento de sueldo.

A Pla le llamó un día Corachán:

—La dirección está informada de que va usted a la taberna.

Pla se le quedó mirando con sus ojillos de miope y contestó:

—¡Claro! Hay dos razones.

—¿Dos razones para emborracharse? ¿Cuáles?

—Para emborracharme no, porque nunca me he emborrachado. Dos razones para que la dirección sepa que voy a la taberna. Una, que hay muchos tiralevitas que van con cuentos. Otra, que con lo que gano para mantenernos mi madre y yo sólo puedo beber vino de perra gorda. ¡Todavía no me llega para beber chatos de manzanilla en Villa Rosa como hace usted!. Corachán se tragó la alusión. En Nochebuena le subieron el sueldo a Pla. ¿Para que pudiera beber manzanilla o para que se callara?

Además, ¡las mujeres! En el negociado hay cuatro y somos dos hombres. A excepción de una, Enriqueta, que es una muchacha de veinte años, las otras son viejas y feas. Hay días que es un infierno. Antonio y yo somos los únicos que contamos, porque Perahíta es un hombre ya maduro y casado. ¡Pero nosotros! Hay días que nos miman las mujeres más que a chiquillos. Antonio les toca los muslos y los pechos y se ríen. A mí vienen al lado y me dictan números. Se echan encima del pupitre, dejando los pechos sobre el tablero, se recuestan en mi hombro, me excitan y por último alargo las manos.

—¡Sinvergüenza! —me chillan.

Perahíta se ríe de ellas y de mí y pone paz. Yo tengo que dar excusas. Enriqueta huele fuertemente. Un día se ha levantado la blusilla por la manga semicorta y me ha dicho:

—¿Huele mucho? Pues me lavo todos los días. ¡Mire usted!

Me ha enseñado una axila llena de ricitos negros espesos, con un olor caliente. He metido la nariz dentro y he tocado con la punta de los dedos. Cuando he subido del retrete, me ha mirado con sus ojos rientes y se ha puesto colorada. Yo sentía también que me ponía colorado y no podía sumar.

Un día hemos bajado juntos a la caja de hierro donde estaba antes el negociado. Ibamos a recoger los cupones de la deuda. Hemos empezado a abrir cajas y a sacar paquetes. Estaba ella subida en una de las banquetas de hierro blanco, como de clínico. Olía y tenía las medias tirantes en las piernas. Le he acariciado una pantorrilla despacio y seguido hacia arriba. Nos hemos besado, ella en lo alto de la banqueta, yo abajo en el suelo, con las piernas blandas, la cara ardiendo. Hemos subido uno detrás de otro, juntos no hubiéramos podido subir de vergüenza. Después nos acariciamos mutuamente, hasta delante de los demás. Viene al lado del pupitre alto, donde yo escribo, y me dicta. Yo hundo mi mano bajo sus faldas. Me dicta números absurdos y yo hago como que escribo con la mano derecha.

Estas cosas me dan placer y me dan asco. Una vez le he dicho que venga conmigo, aquí a la Moncloa. Me ha contestado muy seria:

—Oiga usted, yo soy una muchacha decente.

¿Una muchacha decente, que un día hemos ido al cine y ha empleado el tiempo en tocarme de arriba abajo sin hartarse?

¿Por qué tienen que ser vírgenes las mujeres cuando se casan?

Porque ella misma me lo ha dicho. No podemos estar juntos sin que pierda su virginidad. Y tendrá que casarse un día. Esto que hacemos son cosas de chicos, juegos sin importancia ni peligro. «Y además —me ha dicho—, figúrate que me quedara preñada. Porque aunque eres un chico aún, ya puedes tener hijos. »

¿Qué voy a contestar a esto? Nada. Sólo puedo aprovecharme en los rincones donde ella viene a buscarme. He querido dejar de hacer estas cosas y se ha enfadado de tal manera que ha sido imposible.

Creo que Pla tiene razón. En el banco no puede esperarse nada hasta pasados muchos años, cuando ya se han convencido, no de que uno sabe trabajar, sino de que está sometido totalmente. ¡Trabajar! El trabajo en el banco está de tal manera estudiado que cualquier empleado puede ser despedido en el acto, sin ningún trastorno. Es trabajo de rutina: llenar impresos, siempre con las mismas palabras. Hacer mecánicamente los mismos descuentos y las mismas sumas. Ni Antonio ni yo sabemos francés, alemán o inglés. Sin embargo, todos los días abonamos a los clientes de Francia, de Alemania y de Inglaterra sus cupones, empleando sus idiomas para llenar los huecos de los impresos. El cliente pensará en la organización formidable del banco que puede escribirle en inglés, que tiene un empleado que sabe inglés, exclusivamente para escribirle a él. Medina sabe inglés. Ha estudiado en Inglaterra y ha vivido allí de niño. Se pasa el día en un taburete muy alto, copiando con una hermosa letra en las hojas de uno de los diarios del banco. Un trabajo estúpido de copiar que le lleva horas y horas. Su inglés le sirve para comprar revistas ilustradas en el quiosco de la Puerta del Sol y dejárnoslas ver para que sepamos que sabe inglés. Un día el director pasó por su mesa y vio una de estas revistas. La hojeó y le preguntó a Medina:

—¿Sabe usted inglés?

—Sí, señor director.

Se enzarzaron en una conversación en inglés. Cuando se marchó el director, Medina estaba muy contento.

—Ahora me trasladarán —decía. Tres días después le llamó Corachán.

—La dirección está informada de que pierde usted el tiempo de trabajo leyendo revistas inglesas. —Después agregó—: Teníamos previsto ascender a usted en junio, pero en estas condiciones es imposible.

Medina bajó tan rabioso que se le saltaban las lágrimas. Los empleados comenzaron a tomarle el pelo:

—Do you speak English? —le preguntaban todos.

Al cabo de unas semanas se quedó con el mote: «Spiquinglis», y los meritorios que entran nuevos el primer día le llaman el señor Piquingris, entre las risas de todos.

Se aguanta, como nos aguantamos todos.

—Si tuviera dinero para irme a Inglaterra —dice a veces.

¡Dinero! ¡Dinero! Es la clave de todo. Pero para mí no habrá esta preocupación. Don Primo está ya liquidando la herencia de los tíos y dentro de poco nos dará a cada uno nuestra parte. Me tocarán unas diez mil pesetas. Con esto se puede hacer lo que se quiera y puedo mandar a paseo al Crédit y al cerdo de Corachán sin preocuparme. Con este dinero podremos vivir. He hablado con mi madre de ello, porque quiero que deje de ir al río. Me ha dicho que cuando cojamos las pesetas, ya hablaremos de lo que se va a hacer. Tiene mucho miedo del dinero. Don Primo, como sabe que andamos muy mal, la llamó un día al despacho y le dijo que si quería dinero a cuenta, podía pedir lo que le hiciera falta. Pero ella no quiso. Los de Brunete vienen un día sí y otro no a pedirle dinero. El tío Anastasio ha ido ya varias veces a pedir quinientas pesetas y se las ha dado. Y todos los otros han ido cogiendo pellizcos a cuenta. Pero mi madre se ha negado rotundamente. Después ha dicho a don Primo que tenía que hablarle y ha hecho una cita con él una mañana, mientras yo estaba trabajando. Cuando le he preguntado a qué había ido, me ha dicho que necesitaba preguntarle algunas cosas y no me ha dado más explicaciones.

Cuando cobre el dinero, yo la convenceré. Con diez mil pesetas podríamos vivir tres años sin que ella trabajara y yo podría estudiar. Mejor aún, podríamos tomar alguna tienda en traspaso y vivir de ella. Claro que se corre el riesgo de perder el dinero, pero hay muchas tiendas que son seguras. Trabajaríamos los tres hermanos en la tienda y yo podría estudiar y llegar a ser ingeniero. Entonces la lavandera va a pasar a ser doña Leonor y tendrá una criada para que le haga la casa.

Cuando vuelvo a casa entro en la Granja Agrícola, una granja de experimentación que tienen los ingenieros agrónomos en la Moncloa. Está llena de jaulas con conejos y gallinas, de establos con vacas y cerdos de todas las razas. Tienen un colmenar y un criadero de gusanos de seda. Me dan un paquete de hojas de morera frescas y cuando llego a casa me divierto viendo a mis gusanos asaltarlas. La Concha se ríe de mí por los gusanos, porque es cosa de chiquillos y yo soy ya un hombre. Me llego a avergonzar y estuve a punto de regalarlos. Pero después, en la granja me han convencido de lo contrario. No es cosa de chicos. La industria de la seda fue una de las mayores de España en tiempos y se perdió. Uno de los profesores me ha enseñado las razas que hay, cómo se cuidan las enfermedades que tienen, cómo se saca la seda. Me ha dado un folleto y tengo derecho a que me den «simiente» gratis y a que me compren los capullos al peso, antes de que se abran y salgan las mariposas. Tal vez fuera un buen negocio criar gusanos de seda y entonces sería yo quien se reiría de la Concha. Podríamos irnos a Méntrida, que hay morera en la alameda, y criar gusanos y gallinas. Esto con diez mil pesetas se puede hacer y sobra dinero para vivir un año. Cuando quisiéramos venir a Madrid, como está cerca, no habría ningún inconveniente.

Le cuento todas estas cosas al profesor de la escuela un domingo, cuando voy por la morera. Me escucha muy amable, me pide detalles sobre mi familia y cuando le he explicado todo me dice:

—Hijo mío. Todo eso es muy bonito, pero eres menor de edad y habrá que conformarse con lo que tu madre quiera. Y ella no querrá meterse en estos berenjenales que necesitan mucha experiencia y mucho dinero.

Entonces, ¿mi madre va a hacer del dinero lo que le dé la gana? Soy un menor. Cada vez que uno tiene algo suyo, es un menor. Pero los demás son siempre mayores y tienen el derecho de cogerle a uno lo que es suyo, porque es menor. Para trabajar uno es ya hombre. La familia tiene el derecho de cobrar lo que uno ha ganado, como le ha pasado a Gros que su padre se ha presentado en el banco para que no le pagaran a él, porque un mes se ha gastado algo de la paga. Hasta para comprar le miran a uno los años. Hace años me viste el mismo sastre. El último traje no quise hacérmelo allí y le dije a mi madre que me diera el dinero que yo me lo compraría. Fui a un sastre de la calle de la Victoria. El buen señor me miró de arriba abajo, me enseñó las telas y cuando le dije que me tomara medida, me rogó muy atento que les dijera a mi papá o a mi mamá que fuesen conmigo a la tienda.

—Sabe usted, no podemos servir a menores.

Volví con mi madre. El sastre se puso muy atento con nosotros, sacó la pieza de tela, se la enseñó a mi madre. Discutieron el precio entre ellos, como si yo no existiera. Al final mi madre me dijo:

—¿Te gusta?

—Sí —contesté.

—Bueno, tómele usted medida.

El sastre se armó del metro:

—¿Quiere usted hacer el favor de quitarse la americana?

—No me da la gana. Métase el traje donde le quepa. El único derecho que tengo como menor es éste: no hacerme el traje y mandarle a usted a paseo.

El disgusto de mi madre fue tremendo y luego lo sentí. Pero yo necesitaba decirle al tío aquel lo que me parecía.

Fui solo al sastre antiguo y me hice un traje a mi gusto.

Capítulo 7

Capitalista

Una de las cosas imperdonables en el banco son las faltas de asistencia. Le he dicho a Perahíta que necesitaba un día libre para ir a casa del notario, que nos ha citado para liquidar la herencia de los tíos. Al día siguiente me ha llamado Corachán:

—Su jefe me informa que necesita usted un día de permiso para asuntos personales.

—Sí, señor.

Me mira un ratito despacio como si quisiera estudiarme en detalle. Como salga con una de las suyas, me voy del banco. Estoy harto del tío este. Después vuelve a hablar, recalcando cada palabra:

—¿Y se puede saber qué «asuntos personales» le exigen al señor perder un día de trabajo? —Lo dice sílaba tras sílaba, acariciándose la barba con la mano semicerrada y mirándome con ojuelos entornados.

—Tengo que recoger una herencia. —También se lo digo yo silabeando.

—¡Ah! Una herencia. ¡Caramba! ¡Caramba... ! Entonces, ¿nos deja usted?

—¿Dejarles? ¿El qué? ¿El banco? No, señor. Seguiré trabajando.

—¡Ah! Vamos. Entonces es una herencia pequeña. ¿Cuánto va usted a cobrar?

—No lo sé exactamente. Dos, tres, cuatro o cinco mil duros.

—No está mal. No está mal. —Se acaricia de nuevo la barba—. Y para cobrar cinco mil duros, suponiendo que todo esto no sea un cuento, ¿necesita usted un día entero? ¿Es que le van a pagar a usted en calderilla?

Me azoro completamente. ¿Cómo le explico yo a este tío, alto jefe de un banco, donde se tiene la costumbre de manejar millones, que coger unos miles de pesetas y llevarlos a la buhardilla de una lavandera es un acontecimiento que impide trabajar durante el día? Aquí los billetes de mil pesetas no me causan emoción alguna, pero pensar que mañana habrá en la buhardilla un paquetito de ellos y que tendremos que quedarnos allí los dos, mi madre y yo, para que no nos roben, hasta que acordemos lo que vamos a hacer, me produce una emoción intensa. Vendrá la señora Pascuala a mirar los billetes grandes a la luz de la lámpara. «Señora Leonor, déjeme usted ver uno. » Después irán viniendo las vecinas de las buhardillas, una a una, y mirarán el billete, cogiéndole con miedo con la punta de los dedos. Comienzo a indignarme contra este viejo gruñón que está aquí riéndose de mí.

—Supongo que no me pagarán en calderilla.

El tono de mi voz, áspero, le hace levantar la cabeza y mirarme la cara. Doctoralmente, fríamente, me dice:

—¿Y quién me demuestra a mí que todo esto no es una historia para marcharse mañana de juerga con los amiguitos o con una amiguita?

Saco la carta de cita de don Primo. La lee despacio. La dobla y me la devuelve.

—¡Bien! ¡Bien! Mañana a las diez en la calle de Campomanes. ¡Bueno! Vendrá usted a firmar y después se marcha. Tiene usted libre la mañana. Por la tarde comprobaré yo mismo si ha venido usted. Puede usted retirarse.

Le cuento a Perahíta la entrevista y se ríe de mi indignación. Se ríe con sus dos manos gordas, de uñas aplastadas, agarradas a la mesa, como si temiera que la bola de caucho de su cuerpo se escapara de la silla y se cayera. La risa le hace rebrincar en la silla y aprieta los dedos sobre el tablero, hasta que las uñas se le ponen blancas del esfuerzo. Después, me golpea la espalda:

—Bueno, hombre, no te apures. Mañana por la tarde no vienes.

—¿Me da usted el permiso? —pregunto.

—Yo no, hijo. ¡Cualquiera se pone frente de Corachán! Pero mañana es la Ascensión y no hay oficina.

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