La forja de un rebelde (39 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Toma, para que convides a los amigos y te compres lo que quieras, pero no hagas ninguna tontería.

La señora Pascuala suspira:

—¡Ay! ¡Los hijos, Leonor, los hijos! ¡Lo que padece una por ellos! ¿Y ahora qué van a hacer ustedes?

—¿Que qué vamos a hacer? Pues nada, seguir como siempre.

—Yo creí que se mudarían ustedes. Me había dicho, cuando el chico de la Leonor coja los cuartos se mudarán. Una lo siente porque al fin y al cabo son dieciséis años de vivir juntos, pared por medio.

—Pues claro que nos mudaremos —digo yo—. Yo no quiero seguir en la buhardilla.

—Mira, hijo. Vamos a ser razonables. Con este dinero —señala el resguardo—, no somos ni más ricos ni más pobres. Te renta un día con otro cinco reales. ¿Y tú crees que con cinco reales más o menos vamos a salir de apuros? ¡No! Aquí pagamos nueve pesetas al mes y no tenemos trampas. En un piso nos gastaríamos tu renta y algo más. Acabaríamos por entramparnos y luego, ¿qué? Cuando ganes más, cuando tus hermanos ganen más, entonces veremos a ver lo que se hace. Pero hoy, tú sabes que entre nosotros no ganamos más que lo justo para vivir como vivimos. Lo único que me gustaría sería si quedara vacía una buhardilla como la de la cigarrera o la de la señora Paca. La pediría para vosotros que ya vais siendo maypres, y si la Concha viene un día a casa, no podemos vivir en la misma habitación. Eso sí, porque en junto serían veinte pesetas al mes y las podemos pagar.

—Bueno —transijo—, pero yo quiero una cosa y ésa sí se hace.

—Tú dirás.

—Quiero instalar una luz eléctrica en la buhardilla. Ya estoy harto de quemarme las cejas con el quinqué para poder leer un rato.

Queda aprobada la instalación de la bombilla y yo me encargo de avisar a la compañía. Una bombilla clavada en medio del techo torcido de la buhardilla, con un cordón muy largo, para que pueda alumbrar encima de la mesa y que yo pueda enganchármela a la cabecera de la cama y leer acostado, con un casquillo con llave, para apagarla sin tener que levantarme.

Al día siguiente, en el banco, tengo que convidar a todos. El ordenanza nos trae a escondidas dos botellas de manzanilla y unos pasteles. Nos los comemos entre todos con la puerta del negociado cerrada para que no nos vean. Después, la habitación huele a vino y tenemos que abrir la puerta y la montera de cristales del techo para que la corriente de aire se lleve el olor.

Perahíta me dice:

—¿Cuánto has cobrado por fin?

—No mucho. Un piquillo.

—Bueno, guarda el secreto. No te vamos a pedir nada. Aparte que no nos lo ibas a dar.

—Treinta mil pesetas —digo.

—¡Caramba! ¿A eso llamas tú un piquillo? ¡Seis mil duros! Ya estarás contento. Mira que si se muriera así un pariente todos los días.

—No estaría mal.

Claro que estaría mal que se me muriera un pariente así todos los días. Si el tío José no se hubiera muerto, yo no tendría el dine—ro, pero estaría mucho mejor. No estaría en la buhardilla. Ni estaría aquí por una miseria. Estaría estudiando y sería ingeniero. ¿Pero quién explica esto? Es necesario que todos vean que está uno contento, muy contento, que es rico, muy rico, y que se pueden ir muriendo todos los parientes y dejando herencias.

Al único que le cuento la verdad es a Pla. Nos tomamos los dos solos unos vasitos de manzanilla en casa del Portugués.

—Has hecho bien —me dice—. Veinte mil duros debías haber dicho que tenías de herencia. Te hubiera llamado el director, te hubieran felicitado y te hubieran subido el sueldo. Seguro. De todas maneras te lo subirán, verás. En cuanto sepan que tienes dinero, te darán un empujoncito.

No se equivoca Pla. Me suben el sueldo a doce duros y medio. Los compañeros rabian un poco. Antonio me dice muy triste, porque su sobre no tiene más que una gratificación pequeña, sin ningún aumento:

—¿Ves? Siempre lo mismo. Hemos hecho el mismo trabajo tú y yo todo el año. Yo llevo más tiempo que tú y tengo más derecho. Bueno, pues te suben el sueldo a ti que no lo necesitas.

Llego a la buhardilla tan contento con la noticia. Ahora sí nos podremos mudar. Está mi madre sola, cosiendo a la luz del quinqué al que le quedan pocas horas de lucir. Le doy la nota y muchos besos en la nuca que le hacen cosquillas. Me siento a sus pies en una silla baja y meto la cabeza en sus faldas. ¡Al fin comienzan a ir bien las cosas!

—Ahora nos podríamos mudar, madre.

Los dedos finos, pequeñitos, comienzan a revolverme el pelo.

—¿Sabes? A Rafael lo han despedido hoy. Pero todo se arreglará. El doctor Chicote me va a dar la ropa del servicio de desinfección. La señora Paca se viene de ayudante conmigo y entre las dos, a medias, lavaremos la ropa. Porque tú verás, no trabajando Rafael, son seis pesetas menos todos los días. Y sabe Dios cuándo encontrará trabajo, sin tener ningún oficio...

La escucho mirándola desde aquí, desde sus rodillas.

—Mañana a las diez vendrá el hombre de la luz —le digo.

Allí, donde está en el techo el redondel de humo de la lámpara, clavarán un taco de madera y de él colgará el flexible con la bombilla. El casquillo tendrá una llave, y cuando yo acabe de leer apagaré la luz.

Capítulo 8

Proletario

Rafael trabaja. Por fin ha empezado un oficio, el mismo que el mío. Empleado. Ha entrado en las oficinas del Fénix Agrícola, una compañía de seguros en la que están asegurados todos los caballos, todas las mulas y todos los burros que existen en España. Para colocarse ha servido de mucho la herencia. Con mil pesetas que separó mi madre, nos hemos comprado ropa de vestir y de cama que era lo que nos hacía más falta. Con su traje nuevo Rafael se ha presentado con una recomendación en las oficinas del Fénix y le han admitido. Allí no hay meritorios. Todo el mundo entra con seis duros de sueldo al mes. Una peseta diaria. Es la tasa invariable. De los seis duros que son treinta pesetas y de la hora de salida que son las seis y treinta, los empleados han hecho un chiste: le llaman la compañía de las seis treinta. Porque en las dos cosas tienen una seriedad inalterable. Treinta pesetas para todo el mundo. Las seis y treinta exactas para salir. A esa hora se vuelcan en la calle los cuatrocientos empleados de la casa. De ellos sólo unos veinte tienen sueldos mayores. Sin contar, claro es, los directores, que ganan miles de pesetas al año.

La compañía necesita empleados solamente para llenar formularios: formularios de pólizas, de reseñas de caballerías, de recibos a pagar, de cuotas a cobrar. Sólo exige que se sepa leer y escribir y calcular el tanto por ciento de las primas.

Cientos de miles de animales tienen marcado el lomo con el dibujo esquemático del Fénix. Los gitanos llaman al hierro la Palomita, y cuando van a robar una bestia, si está marcada con la palomita la dejan, porque saben que no podrían marchar diez kilómetros por la carretera sin encontrarse a la Guardia Civil que, ante un caballo que lleva en el lomo la palomita y dos gitanos que llevan al caballo, no puede pasarse sin la curiosidad de pedir la guía. Y ¡claro! Se puede robar un burro, un caballo o una mula, pero es mucho más difícil robar también la guía de la maldita sociedad, que ha encontrado un truco para reventar a los pobres gitanos que se ganan la vida honradamente.

Porque es un truco. La compañía ha inventado «la palomita» y «el hierro». Cuando un propietario asegura una bestia, el agente de la compañía le estampa un hierro al rojo en las ancas con la palomita. Después extiende una filiación en la que consta desde la altura del animal hasta los dientes que le faltan, y ya no se puede comprar ni vender este bicho sin hacer constar en la guía el cambio de propietario. Ni tampoco se puede ir a lomos de él sin el riesgo de que la Guardia Civil exija la prueba de que es el propietario, la prueba que es la guía.

El odio de los gitanos a la Guardia Civil es tradicional. Pero el odio a la palomita es mucho mayor. Cuando en Sevilla o en Córdoba —tierras de ganado— se le menta a un gitano la palomita, toca madera y a veces se persigna:

—Compare, ¡no gaste usted bromas!

Pues para llenar guías, pólizas y recibos, la defensora del robo de animales ha montado un sistema administrativo perfecto: empleados a treinta pesetas al mes. Para tener agentes propagandistas, otro: el importe de la primera prima para ellos. ¡Y se acabó! Los altos jefes se encargarán de ir despidiendo a los empleados que se aburren de ganar treinta pesetas al cabo de dos o tres años y de ir admitiendo los nuevos empleados que vienen a ganar lo mismo. Eso sí, a los que despiden les pagan un mes de indemnización con arreglo al Código de Comercio artículo cuatrocientos y pico. Es una casa seria: se trabaja ocho horas justas y cumple el Código. Pero no paga más que treinta pesetas al mes.

Una peseta de Rafael, dos pesetas diez céntimos mías, una peseta veinticinco céntimos de renta del dinero de los tíos, dos pesetas cincuenta céntimos que viene a ganar mi madre con la ropa, trabajando ahora toda la semana, son nuestros ingresos. La Concha no cuenta, porque lo que gana lo precisa para ella.

Cuando mi madre se va al río por las mañanas, deja puesto el cocido en la hornilla de barro. La señora Pascuala viene de vez en cuando y le echa una mirada. Entre ella y Santa María de la Cabeza, «abogada del puchero» (en España hay santos abogados de cada actividad de la vida), se van cociendo los garbanzos, la carne y el tocino, amarillos de azafrán. A mediodía, Rafael y yo comemos juntos y solos. Los primeros días se ocupaba la señora Segunda. Un día dejó de venir y, como vivía cerca de casa, fuimos a ver qué le pasaba. Estaba echada en la cama, con las sábanas más blancas que nunca, con su camisa de noche cerrada por una cinta en el cuello rizado —herencia de la tía Baldomera—, con el Toby tumbado a los pies en la manta de trochos.

—¿Qué le pasa a usted?

Rafael y yo no cabíamos de pie en la habitación. Encima de la cabeza nuestra resonaban las pisadas de los que subían y bajaban la escalera.

—Nada, hijos, que me voy a morir.

—¿Por qué? ¿Qué tiene?

—Nada, no tengo nada.

—¿Ha venido el médico?

—Sí, ha venido el médico. Ha dicho que me lleven al hospital. Yo le he dicho que no. «Es que aquí no se puede usted curar. » Se ha callado y luego me ha dicho: «También es verdad». Quería venir todos los días, pero no hace falta.

Habla tan tranquilamente como si fuera a irse al teatro esta noche.

—Lo siento por Toby. Pero hay un ciego en el cafetín que le tomará para lazarillo y es un buen hombre. Tú, Arturo, le conoces: es el Pecoso, un hombre honrado, aunque sea pobre. Cuando me muera, dale el perro.

Por la noche volvimos con mi madre y estuvimos un rato con ella. Después nos fuimos Rafael y yo al cine y a las doce y media regresamos a recoger a mi madre.

—Marchaos a casa a dormir, yo me quedo —nos dijo.

Nos quedamos nosotros también. En el portal, porque los tres no cabíamos en el camaranchón. De vez en cuando salíamos a la calle de Mesón de Paredes y nos tomábamos una copita. A las cuatro de la mañana se murió.

Para que no fuera en el furgón municipal envuelta en una sábana, pagamos el entierro. Un entierro de tercera con dos caballos negros escuálidos y una caja pintada a brocha con negro de humo y cintas de algodón en los bordes de la tapa. Fuimos solos Rafael y yo hasta el Este. Al regreso, en las Ventas merendamos chuletas y morcillas asadas, con Toby atado con una cuerda a nuestro lado. Toby dejó de comer y se murió de pena unos días más tarde. El Pecoso no pudo obligarle a comer, aunque le llegó a comprar un fílete entero y a dárselo en el cafetín, delante de todos los mendigos que no comían carne, pero que le ayudaban a convencer al perro a comerla, sin conseguirlo. Por último frieron el filete en la sartén de los churros y se lo comieron partido en trocitos entre todos.

—¡Idiota! —dijo uno de ellos al perro—. ¡Con lo rico que está!

Por la noche, cuando venimos después de darnos un paseo por la calle de Alcalá para ver las chicas, mi madre está terminando la cena. Ella ha comido al mediodía otro cocido con la señora Paca. A veces la señora Paca cena con nosotros, porque se siente mejor en casa, alrededor de la mesa, los cuatro con la bombilla encima de la cabeza.

—Hija, se me cae la casa encima. Si me encierro allí sola, necesito beber un poquito para dormirme.

Aquí sólo se toma una copita de aguardiente después del café que hace mi madre. Bajo la amenaza de que nos vamos a la calle a tomar café la hemos convencido de que no recueza los posos y ahora hace café nuevo todos los días. Entre once y media y doce nos vamos a acostar. A veces, a mi madre y a la señora Paca les gusta que les lea algo y escuchan hasta que la señora Paca comienza a dar cabezadas. Mi madre no se duerme nunca. Otras noches Rafael y yo nos vamos al cine o a dar un paseo y ellas se quedan charlando; suele venir la señora Pascuala y cuando volvemos las encontramos allí a las tres.

A la salida del banco y a la salida del Fénix nos reunimos con los amigos. Poco a poco hemos ido haciendo una selección. Del Crédit han quedado Calzada, Pla y Medrano. Del Fénix vienen Julián, un muchachote fuerte muy alegre, y Álvarez, un pequeñín que no puede estarse quieto. En el saloncillo de dentro de la taberna nos sentamos alrededor de dos mesas y charlamos, mientras nos comemos el pescado frito caliente, recién sacado de la sartén. Comentamos el sistema de empleados del Fénix y el sistema de meritorios de los bancos. Se van relatando casos.

A dos pasos de aquí vive un hombre que se ha hecho rico con los chicos. Montó en la calle de Alcalá un negocio que se llama Continental Express para llevar cartas y recados urgentes a domicilio. Y todo el negocio descansaba sobre unas docenas de chicos con una guerrera colorada y una gorra, colgada una carterita al hombro, que atravesaban Madrid de día y de noche. No les pagaba nada, sólo las propinas, pero los había que sacaban diez y doce pesetas de ellas. Para entrar de chico en el Continental había recomendaciones hasta de ministros. Cuando entraban les daban la americana y la gorra del que había dejado la plaza vacante y ¡a correr! Después el negocio vino a menos, porque casi todos los estancos lo copiaron y tomaron un chico o dos, al que no le pagan nada si el estanco tiene mucha clientela, o le pagan dos reales. Hoy Madrid está lleno de chicos de éstos, con su carterilla al hombro, montados en los topes de los tranvías o jugándose a las «chapas» las propinas en medio de la calle.

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