»Y entonces llegó la noticia de que lo enviaban a los campos, ¡como Catalista Campesino! —dijo Anja con un bufido—. ¡A él! Cuya alma era toda belleza y delicadeza, enviarlo a una vida de fatigas y esfuerzos. Una existencia no mucho mejor que la de los campesinos que nacen para ella. Y eso significaba que no nos volveríamos a ver más, ya que una vez que te has arrastrado sobre el barro de los campos, no puedes volver a pisar las calles encantadas de Merilon.
»Estábamos desesperados. Entonces, una noche, me dijo que conocía una manera —una manera antigua y prohibida— que nos podía servir para engendrar un niño.
Las manos de Anja se retorcieron, y se dejó caer sobre un taburete, con los ojos aún fijos en el fuego. Joram no podía mirarla, sentía como un nudo en el estómago provocado por la ira y una extraña, casi agradable, sensación de dolor que no comprendía. En su lugar, miró por la ventana a la tranquila y solitaria luna.
—Me describió cómo era aquella manera antigua de hacerlo —siguió ella dulcemente—. Me dieron náuseas. Era... bestial. ¿Cómo podía yo hacerlo? ¿Cómo podía él? Sin embargo, ¿cómo podíamos no hacerlo? Porque si él me dejaba, yo me moriría. Nos escapamos...
Anja bajó la voz hasta tal punto que Joram apenas podía oírla.
—Recuerdo muy poco de la noche en que fuiste engendrado. Él... tu padre... me dio una bebida hecha de una flor de brillante color rojo... Creo que mi alma abandonó mi cuerpo, dejándoselo a él para que hiciera lo que quisiera. Como si lo soñara... recuerdo que sus manos me tocaban..., recuerdo un dolor horrible y punzante. Recuerdo... una dulzura...
»Pero nos traicionaron. Los catalistas nos habían estado siguiendo, vigilando. Lo oí lanzar una exclamación, entonces me desperté con un chillido y me los encontré allí de pie, contemplando nuestra deshonra. A él se lo llevaron a El Manantial para juzgarlo. A mí también me llevaron a El Manantial. Tienen un lugar allí, donde meten a «las mujeres como yo» según me dijeron. —Anja le sonrió al fuego con amargura—. Existen más de los nuestros de lo que podrías suponer, mi cielo. Lo busqué, pero El Manantial es un lugar enorme, enorme y terrible. No lo volví a ver hasta el momento del Castigo.
»Tú, cariño mío, hinchabas ya mi vientre cuando ellos me arrastraron a la Zona Fronteriza y me obligaron a permanecer sobre la arena, la blanca y ardiente arena. ¡Me obligaron a permanecer allí y ver cómo realizaban su atroz acción!
Con un gruñido, Anja se puso en pie retorciéndose, y colocándose frente a Joram, le hundió las uñas en los hombros.
—¡A los magos que violan la ley se los envía al Más Allá! —murmuró con furia—. Ése es su castigo por pecar en este mundo. «No se debe Matar a los Vivos», eso dice el catecismo. ¡El mago se adentra en la neblina, en la nada, y así perece! ¡Bah! —Escupió al fuego—. ¿Qué castigo es ése comparado con el de convertirse en piedra viviente? ¡Viviendo una existencia sin fin, sintiendo cómo el viento y la lluvia, y el recuerdo de lo que era estar vivo te corroe eternamente!
Anja contempló la noche con ojos que podrían haber sido de piedra, ya que miraban sin ver. Joram clavó los suyos en la luna.
—Lo colocaron en el lugar que habían marcado en la arena. Vestía la túnica del penitente, y dos Ejecutores lo sujetaban con un siniestro hechizo, de modo que no pudiera moverse. He oído que muchos catalistas aceptan su destino con resignación. Algunos incluso lo agradecen, habiéndoselos convencido de la enormidad de sus pecados; pero no tu padre. Nosotros no habíamos hecho nada malo. —Clavó las uñas con más fuerza en la carne de Joram—. ¡Sólo nos habíamos amado!
Respirando con dificultad, no pudo seguir hablando durante largos minutos, mientras se forzaba a sí misma a rememorar una vez más aquel terrible momento, gozando, por un instante, con su dolor y gozando al saber que compartía aquel dolor con el muchacho.
—Hasta el último momento —continuó bajando la voz, que surgió ronca—, tu padre los desafió. Ellos intentaron ignorarlo, pero yo vi sus expresiones. Sus palabras daban en el blanco. El Patriarca Vanya, furioso, ojalá no encuentre más que escorpiones por donde pise, ordenó que empezara la Transformación.
«Para realizar un cambio así se precisan veinticinco catalistas. Vanya los había traído de todas las regiones de Thimhallan, para presenciar el castigo de nuestro gran crimen, nuestro gran pecado, ¡el pecado de amar!
«Formaron un círculo alrededor de tu padre y, en el centro de ese círculo, se colocó el
Duuk-tsarith
de los catalistas, un Señor de la Guerra que trabaja para ellos y que, a cambio, recibe tanta Vida como le es necesaria para llevar a cabo su asqueroso trabajo. Al llegar él, los dos Ejecutores de rango inferior hicieron una inclinación y se fueron, dejando a tu padre solo en el círculo con aquel al que llaman el Verdugo. El Señor de la Guerra hizo una señal y los catalistas se cogieron de la mano. Cada uno abrió un conducto en dirección al Verdugo, dándole un increíble poder.
«Éste no se dio demasiada prisa. El castigo es lento y doloroso. Moviendo la mano, el Verdugo Señaló hacia los pies de tu padre. Yo no podía ver las piernas, ocultas por la larga túnica, pero me di cuenta a través de la expresión del rostro de tu padre cuándo empezó a realizarse la transformación. Los pies se le convirtieron en piedra. Lentamente, aquel frío glacial empezó a subirle por las piernas, luego por los muslos, el estómago, el pecho, los brazos. Siguió chillándoles hasta que el estómago se le heló, e incluso cuando su voz cesó, pude ver cómo seguía moviendo los labios. En el último momento, con un último esfuerzo, cerró el puño justo cuando empezaba a convertirse en piedra. Esto lo hubieran podido alterar, desde luego, cuando aumentaron su tamaño hasta alcanzar aquella altura que viste y que todas las estatuas tienen. Pero decidieron dejar que permaneciera aquel símbolo de su desafío como un aviso para los demás.
Sí, pensó Joram, levantando las manos y estrechando las de su madre entre las suyas, también dejaron la expresión de su rostro, un monumento al odio, la amargura y la cólera.
—Lo vi tomar aire por última vez —siguió Anja bajando la voz—. Luego ya no pudo respirar más como un ser normal. Pero la vida sigue alentando en él; ésa es la parte más atroz del castigo que esos desalmados han concebido. Piensa en él cuando algo te hiera, cariño mío. Piensa en él cuando sientas tentaciones de llorar, y te darás cuenta de que tus lágrimas son triviales y vergonzosas comparadas con las suyas. Piensa en él, que está muerto pero sigue viviendo.
Joram pensó en él. Pensó en su padre cada noche, mientras Anja le contaba la historia al peinarle la cabellera, y cada noche cuando se iba a dormir, las palabras «Muerto pero sigue viviendo» llegaban hasta él desde la oscuridad. Desde aquel momento pensó en él cada noche, porque Anja le contó aquella historia una y otra vez, noche tras noche, mientras le desenredaba trabajosamente los nudos del pelo con los dedos.
Al igual que algunos utilizaban el vino para aliviar los sufrimientos de esta vida, de igual manera las palabras de Anja se convirtieron en el vino que ella y Joram bebían. Sólo que este vino no aliviaba el dolor. Nacido de la locura, fue el origen del dolor mismo, pues al fin Joram comprendió cuál era La Diferencia, o al menos así lo creyó. Ahora, al fin, podía comprender el dolor y el odio que sentía su madre y compartirlos.
Siguió observando a los otros niños mientras jugaban, durante el día, pero ahora su mirada no reflejaba envidia. Al igual que la de su madre, era despreciativa. Joram empezó a jugar su propio juego, mientras permanecía día tras día en el silencioso cuchitril. Él era la luna, flotando en el oscuro firmamento, y contemplando desde las alturas a los diminutos mortales, que a veces elevaban la mirada para contemplar su fría y radiante majestad, pero no podían tocarlo.
Así pasaba los días y, cada noche, mientras le peinaba los cabellos, Anja relataba su historia.
A partir de aquel momento, si Joram lloró alguna vez, nadie vio nunca sus lágrimas.
Joram tenía siete años cuando empezó la parte oscura y secreta de su educación.
Un atardecer, después de cenar, Anja estiró las manos e hizo correr los dedos a través del espeso y enredado pelo de Joram. Éste se puso en tensión; aquello era siempre el preludio de sus historias, un momento que él esperaba y temía a la vez, confuso, durante cada una de las horas de su solitario día. Pero ella no empezó a peinarle el cabello como de costumbre. Desconcertado, el muchacho levantó los ojos hacia ella.
Anja lo miraba con fijeza, acariciándole el cabello distraídamente. Estudió su rostro, moviendo la mano para acariciarle la mejilla. Durante todo aquel tiempo, él se dio cuenta de que algo daba vueltas en su cabeza, jugueteaba con una idea igual que un
Pron-alban
juguetea con una gema para ver si tiene algún defecto. Finalmente apretó los labios resueltamente.
Agarrando a Joram por el brazo, tiró de él para hacerlo sentar junto a ella en el suelo.
—¿Qué pasa, Anja? —preguntó él, inquieto—. ¿Qué vamos a hacer? ¿No me vas a hablar de mi padre?
—Más tarde —dijo Anja con firmeza—. Ahora, vamos a jugar a un juego.
Joram miró a su madre con desconfiado asombro. Anja no había jugado jamás a nada, y tenía el presentimiento de que no iba a empezar ahora. Anja intentó sonreírle al niño tranquilizadoramente, pero las extrañas e insensatas muecas de Anja no hicieron más que aumentar el nerviosismo de Joram. No obstante, la observó con una especie de ávida impaciencia. Cualquier cosa que ella hacía parecía herirle, pero como aquel que no puede evitar pasarse la lengua por encima de la muela cariada, Joram parecía no poder evitar hurgar en su dolorido corazón, sintiendo una cierta satisfacción macabra al cerciorarse de que el dolor seguía allí.
Anja metió la mano en una bolsa pequeña que colgaba de una tira de piel que llevaba alrededor de la cintura y sacó una piedra pequeña y lisa. Lanzándola al aire, utilizó su magia para hacer que el aire se la tragase. Al desaparecer la piedra, Anja miró a Joram con una expresión de triunfo que el muchacho encontró bastante desconcertante. No había nada de maravilloso en que la piedra desapareciese; tales hazañas eran cosa común, incluso en el humilde mundo de los Magos Campesinos. Ahora, si ella le mostrara tan sólo alguna de las maravillas que le había descrito que se creaban en Merilon...
—Muy bien, cariñito —dijo Anja, extendiendo el brazo en él aire y haciendo aparecer la piedra—, puesto que pareces tan poco impresionado, inténtalo tú.
Joram frunció el entrecejo, sus oscuras y pobladas cejas formando una severa línea a través de su rostro infantil. Ahí estaba. Ahí estaba la herida. Hurgó en aquel dolor sordo.
—Sabes que no puedo —dijo, malhumorado.
—Toma la piedra, mi amor —repuso Anja alegremente, tendiéndosela.
Pero Joram no vio una risa alegre en los ojos de su madre, únicamente determinación, resolución y un extraño y misterioso destello. Estirando el brazo, Joram cogió la piedra.
—Haz que el aire se la trague —ordenó Anja.
Con el ceño aún fruncido, el muchacho lanzó la piedra al aire con un suspiro de exasperación. Ésta golpeó con estrépito a sus pies.
En medio del silencio que siguió, Joram pudo oír cómo la piedra daba vueltas y más vueltas sobre el suelo de madera. Cuando por fin se detuvo, Joram miró a su madre de reojo.
—¿Por qué no puedo hacer que se desvanezca? —preguntó en voz baja—. ¿Por qué soy diferente? Incluso un catalista puede hacer una cosa tan simple...
—¡Bah! Y también será una cosa muy simple para ti, algún día. —Anja acarició los negros y crespos rizos que se enroscaban alrededor del rostro de Joram—. No te atormentes. Los miembros de la nobleza a veces son algo lentos en desarrollar la magia.
Pero Joram no estaba satisfecho. Ella no lo había mirado mientras le hablaba, su mirada estaba fija en su pelo. Enojado, echó la cabeza hacia atrás, apartándola de sus manos.
—¿Cuándo? —preguntó, tozudo.
El muchacho vio cómo su madre apretaba los labios y se preparó para enfrentarse a su ira, pero entonces la mano de Anja cayó flojamente sobre su regazo. Su mirada se enturbió.
—Algún día, pronto —replicó, sonriendo vagamente—. No, no me molestes con preguntas. Dame la mano.
Joram dudó, mirando a su madre, como dispuesto a discutir. Luego, viendo que no serviría de nada, extendió la mano. Anja la tomó, estudiándola con atención.
—Los dedos son largos y delicados —dijo, hablando con ella misma—. Su movimiento rápido, flexible. Sí, perfecto. Muy bien.
Haciendo que la piedra se elevara en el aire desde el suelo, Anja la depositó en la palma del niño.
—Joram —dijo dulcemente—, te voy a enseñar a hacer desaparecer la piedra. Lo que te voy a enseñar es magia, pero es una magia secreta. No debes enseñársela nunca a nadie más, ni permitir que nadie te vea utilizarla o nos enviarían a ambos al Más Allá. ¿Lo comprendes, corazón mío?
—Sí —replicó Joram.
Los ojos abiertos de par en par y con una mirada de incredulidad, su temor y su desconfianza habían sido reemplazados por una repentina avidez de conocimientos.
—La primera vez que arrojé la piedra al aire, en realidad no hice que el aire se la tragase. Sólo pareció que lo hacía, lo mismo que únicamente pareció que volvía a sacarla de él. No es verdad. Observa. Mira, la he tirado al aire. Se ha desvanecido. ¿Verdad? ¿No fue eso lo que viste? ¡Ah!, pero mira. ¡La piedra sigue aún aquí! ¡En mi mano!
—No lo entiendo —dijo Joram, desconfiando una vez más.
—Engañé a tus ojos. Observa. Parece como si yo tirara la piedra al aire y tus ojos siguen el movimiento que yo hago con la mano. Pero mientras tus ojos miran eso, mis manos hacen esto. Y ahí va la piedra. Esto es lo que debes hacer de ahora en adelante, Joram, aprender a engañar a los ojos de la gente. No, cariño. No pongas mala cara. No es difícil. La gente ve lo que quiere ver. Ahora inténtalo tú...
De esta forma, Joram inició sus lecciones de prestidigitación.
Practicaba, día tras día, sintiéndose seguro tras la aureola mágica de protección que rodeaba la casucha. Joram disfrutaba con las lecciones; tenía algo que hacer y descubrió que era también algo para lo que servía. Como era un niño, nunca se preguntó cómo había aprendido Anja aquel arte secreto o, si lo hizo, lo consideró como otra de las cosas extrañas que había en ella, como, por ejemplo, su destrozado vestido. Tan sólo una cosa le inquietaba. Una vez más, la cuestión de La Diferencia afloró a su mente.