La Forja (15 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Forja
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—Ahora mismo, catalista —siseó Anja, golpeando con el pie desnudo en el suelo—. ¡No estoy acostumbrada a que tipos como tú me hagan esperar!

—Pa... pago —tartamudeó el Padre Tolban. Apartando los ojos con gran esfuerzo del extraño niño, volvió a mirar a la madre, que lo contemplaba con la mirada extraviada, sintiendo cómo le invadía un gran alivio al poder encontrar un refugio seguro en las reglas de su Orden—. De... debe haber un pago, ya sabes —continuó con más severidad, ganando confianza en sí mismo a medida que las reglas le facilitaban la fuerza de siglos de existencia—. Una parte de tu Vida, Señora Anja, y también una parte de la del chico, si viajas con él...

El catalista había esperado que aquello detendría a la mujer. Después de todo, ¿a qué Mago Campesino le quedaba magia suficiente al final del día, como para poder transferir la porción necesaria que exigían los catalistas para la utilización de sus Corredores?

En realidad detuvo a Anja, pero sólo por un momento, y además no exactamente en la forma en que Tolban había proyectado.

Ante la mención del niño, ella bajó los ojos hacia él con cierta perplejidad, como si se hubiera olvidado de su existencia. Luego, con mirada hosca, los volvió hacia el catalista, que había cruzado los brazos sobre el pecho y se preparaba para dar por terminado el asunto.

—¡Os pagaré, parásitos, lo que necesitáis para vivir! —masculló—. Pero no tomarás nada del muchacho. Te pagaré su parte con Vida mía también. Vamos. ¡Tengo suficiente! ¡Toma mi mano!

Anja tendió la mano al catalista, cuya seguridad en sí mismo se le escapaba como la savia se escapa de un árbol herido. La miró con ojos vacantes y, por un instante, dejó de ver el andrajoso vestido o la piel bronceada por el sol de una Maga Campesina, y en su lugar vio a una mujer alta y bella, vestida regiamente, que había nacido para mandar y hacer que otros la obedeciesen. Sin saber realmente lo que hacía, el catalista tomó la mano de la mujer y sintió cómo la Vida se precipitaba en su interior con tal fuerza que casi lo tiró al suelo.

—¿Dó... dónde quieres ir? —preguntó débilmente.

—A las Tierras de la Frontera.

—¿Las Tierras de la Frontera?

Se quedó boquiabierto por la sorpresa.

Las cejas de Anja se juntaron de manera alarmante. El Padre Tolban tragó saliva, luego frunció el ceño intentando recuperar parte de su dignidad.

—Debo dejar el Corredor abierto para garantizar vuestro retorno —dijo agriamente.

—Deja el Corredor abierto, entonces —le espetó Anja con un resoplido—. Me importa poco. Estaremos fuera sólo un momento. ¡Ahora empieza, ya!

—Muy bien —musitó el catalista.

Utilizando la Vida de Anja, el catalista abrió la ventana para ella en el tiempo y el espacio, uno de los muchos Corredores que habían sido creados originalmente por los Adivinos, los Magos del Tiempo. Hacía muchísimo tiempo que los Adivinos habían desaparecido, y con ellos había muerto también la ciencia para construir los Corredores. Pero los catalistas, que los habían controlado durante siglos, sabían todavía cómo utilizarlos y conservarlos, tomando la Vida necesaria para mantenerlos en activo de aquellos que los utilizaban.

Penetrando en el interior de la ventana, que parecía un hueco negro dentro del cómodo alojamiento del Padre Tolban, Anja y el niño se desvanecieron. Contemplando el abierto Corredor con aprensión, el catalista se encontró jugando, por un instante, con la posibilidad de cerrarlo y dejarlos abandonados en el otro lado. Volvió en sí, sobresaltado, escandalizado ante lo que había estado pensando.

Las Tierras de la Frontera, pensó, sacudiendo la cabeza. Qué extraño. ¿Por qué ir allí, a aquella región desolada y muerta?

No hay guardianes en las Tierras de la Frontera. No son necesarios. El pasar desde el mundo al interior de aquellas neblinas que flotan a la deriva es penetrar en el Más Allá. Y penetrar en el Más Allá significa morir.

En cuanto a proteger el reino de aquello que está en el Más Allá, sería absurdo hacerlo, puesto que no hay nada en el Más Allá, nada a excepción del reino de la Muerte. Y no ha regresado nunca nadie de ese reino.

La primera línea del catecismo dice así: «Huimos del mundo donde reinaba la Muerte, llevándonos con nosotros la magia y aquellas criaturas mágicas que habíamos creado. Escogimos este mundo porque está vacío. Aquí la magia vivirá, puesto que no existe nada ni nadie que nos pueda amenazar de nuevo. Aquí, en este mundo, existe la Vida.

«No hay guardianes, pero están los Vigilantes.»

Al penetrar vacilante en el Corredor, su mano agarrando con fuerza la de su madre, Joram experimentó la sensación, que duró tan sólo un instante, de que lo estrujaban con fuerza. Hermosas y centelleantes estrellas aparecieron ante su vista, pero antes de que su mente pudiera verdaderamente registrar lo que estaba ocurriendo, aquella sensación desapareció, la centelleante luz se apagó y él miró a su alrededor esperando ver la pequeña habitación del catalista. Pero no estaba en la habitación del catalista; estaba de pie en una extensa y yerma playa blanca.

El muchacho no había visto nunca antes nada parecido y le agradó la sensación que le producía sentir bajo los pies la arena calentada por el sol. Inclinándose, intentó recoger un puñado, pero Anja tiró de él brutalmente hacia adelante, moviéndose por la playa a grandes zancadas, mientras lo arrastraba tras ella.

En un principio, a Joram le gustó andar por la arena, pero eso terminó muy pronto, no obstante, cuando empezó a hundirse en ella, resultándole cada vez más difícil andar. Empezó a hundirse en las móviles dunas, y cuando intentaba avanzar, éstas resbalaban bajo sus pies haciéndole andar a trompicones.

—¿Dónde estamos? —preguntó, sin aliento.

—Estamos en el extremo del mundo —replicó Anja, deteniéndose para secarse el sudor del rostro y orientarse.

Contento de poder descansar, Joram miró a su alrededor.

Anja tenía razón. A su espalda estaba el mundo: la blanca arena cediendo terreno a unos pobres pastos que a su vez daban paso a exuberantes y verdes campos. Altos bosques de un verde aún más oscuro transportaban la vida del mundo a la alturas, a las purpúreas montañas, cuyos picos nevados la elevaban hasta el cielo azul y despejado, y a los ojos de Joram, el cielo parecía saltar desde las montañas para elevarse sobre él, enorme y sereno. Se volvió para seguir la curva del cielo y miró hacia adelante, al lugar donde el cielo se hundía finalmente en el nebuloso vacío que había más allá de la arena blanca.

Y entonces descubrió a los Vigilantes. Sobresaltado, se cogió con fuerza a la mano de Anja y los señaló con el dedo.

—Sí —fue todo lo que ella dijo.

Pero el dolor y la ira que se reflejaban en su respuesta hicieron que el niño tiritase bajo la menguante luz solar, a pesar de que el calor del mediodía aún emanaba de la arena que tenían bajo los pies.

Anja tiró de Joram hacia adelante, agarrándolo con fuerza de la mano mientras su harapiento vestido, arrastrando por la arena, dejaba un rastro serpenteante a través de las dunas.

Con sus nueve metros de altura, las estatuas de piedra de los Vigilantes se alinean a lo largo de las Tierras de la Frontera, con la mirada clavada eternamente en las brumas del Más Allá. Colocadas a intervalos de unos veinte metros, estas estatuas de piedra se extienden por el borde de la blanca arena hasta donde puede abarcar la vista.

Joram se acercó a ellas, boquiabierto de asombro. ¡Nunca había visto nada tan alto! Ni siquiera los árboles del bosque se elevaban sobre él como aquellas gigantescas estatuas. Acercándose a ellas por la espalda, Joram pensó en un principio que todas eran iguales. Las estatuas eran todas ellas figuras humanas vestidas con túnicas, y aunque algunas parecían ser hombres y otras mujeres, no se apreciaba ninguna otra diferencia entre ellas. Cada una permanecía en la misma posición, los brazos colgando pegados al cuerpo, los pies juntos y la cabeza hacia adelante.

Pero, a medida que se aproximaba, Joram se dio cuenta de que una estatua era diferente. En una estatua, la mano izquierda, que debería haber estado abierta como en las otras, estaba cerrada, convertida en un puño crispado.

Joram se volvió hacia Anja, ansioso por hacerle preguntas sobre aquellas asombrosas estatuas, pero cuando contempló su rostro, contuvo las palabras que pugnaban por surgir de sus labios con tal apresuramiento que se mordió la lengua. Mientras se tragaba sus preguntas, notó el sabor de la sangre en su boca.

El rostro de Anja estaba más blanco y sus ojos más ardientes que la arena sobre la que andaban. Su mirada extraviada y enfebrecida estaba clavada en una de las estatuas, la que mostraba el puño cerrado; y hacia aquella estatua avanzaba con determinación, tropezando y cayendo en la movediza arena.

En aquel momento Joram lo supo. Joram comprendió, con aquella repentina y misteriosa clarividencia que tienen los niños, aunque no hubiera sido capaz de expresarlo con palabras. Un miedo enfermizo se apoderó de él, haciéndolo sentirse débil y mareado. Aterrorizado, intentó separarse de Anja, pero ella sujetó su mano aún con más fuerza. Desesperadamente, chillando cosas que Anja —a juzgar por la expresión ensimismada de su rostro— nunca oyó, Joram hundió los talones en la arena.

—¡Por favor, Anja! ¡Llévame a casa! No, no quiero verlo...

Cayó al suelo, haciendo que Anja perdiera el equilibrio. Dando un traspié, Anja cayó a gatas y se vio obligada a soltar a Joram para incorporarse. Poniéndose en pie a toda velocidad, el niño intentó escapar, pero Anja se abalanzó hacia adelante y lo sujetó por el pelo, tirando de él hacia atrás.

—¡No! —aulló frenéticamente Joram, sollozando de dolor y de miedo.

Sujetándolo por la cintura con la fuerza que le había dado su trabajo en los campos, Anja levantó al muchacho y lo transportó por la arena, cayendo más de una vez, pero sin renunciar al propósito que se había fijado.

Anja se detuvo al llegar frente a la estatua. Su respiración era vacilante, y, por un momento, permaneció con la vista clavada en la estatua que se elevaba ante ellos.

Con la mano izquierda crispada, la mirada fija, mirando por encima de sus cabezas hacia las brumas del Más Allá, tenía —aparentemente— menos Vida que los árboles de los bosques. Sin embargo, era consciente de su presencia. Joram percibió aquella conciencia, al igual que percibió el terrible dolor que la atormentaba.

Exhausto, cesó de llorar y de luchar. Anja lo dejó caer a los pies petrificados de la estatua, donde se acurrucó, tembloroso, escondiendo la cabeza entre las manos.

—Joram —le dijo Anja—, éste es tu padre.

El muchacho cerró los ojos, apretándolos con fuerza, incapaz de moverse, hablar o hacer nada excepto permanecer tendido sobre la cálida arena a los pies de la gigantesca estatua de piedra.

Pero una gota de agua al caer sobre su cuello hizo que Joram se sobresaltara. Levantando la cabeza del lugar donde la había mantenido, apretada contra la arena, el niño miró hacia arriba lentamente. Por encima de él, pudo ver los ojos de piedra de la estatua mirando al frente en dirección al reino de la Muerte, cuya dulce paz nunca podría alcanzar. Una nueva gota de agua cayó sobre el niño. Con un sollozo angustiado, Joram hundió el rostro en sus pequeñas manos, mientras por encima de él, la estatua lloraba también.

9. El ritual

—Yo era la hija de una de las nobles familias de Merilon. Él, tu padre, era Catalista Residente.

De nuevo en su cabaña y sentado a la mesa, Joram oía la voz de Anja proviniendo de algún lugar por encima de él, surgiendo de una neblina de miedo y horror como las lágrimas de la estatua.

—Yo era la hija de una de las nobles familias de Merilon —repitió, desenmarañando la cabellera de Joram—. Tu padre era Catalista Residente. También él tenía sangre noble, porque mi padre se negó a tener en casa a un catalista como el Padre Tolban, que no es mucho mejor que un Mago Campesino. Yo tenía dieciséis años. Tu padre acababa de cumplir los treinta.

Suspiró, y los dedos que tiraban de los nudos del pelo de Joram se volvieron suaves y acariciadores. Observando su rostro, que se reflejaba en el cristal de las ventanas situadas frente a la mesa de madera donde él estaba sentado, Joram vio a su madre sonreír con una media sonrisa y balancearse ligeramente como al son de una música que sólo ella oía. Levantando una mano, se la pasó por el sucio y enmarañado pelo.

—La de cosas hermosas que creamos él y yo —dijo dulcemente, con una sonrisa distraída—. Yo tenía el Don de la Vida, me decía Mamá siempre. Por las tardes, para complacer y entretener a mi familia, tu padre y yo llenábamos el atardecer con arcos iris e imágenes maravillosas que arrancaban lágrimas de aquellos que las contemplaban. Era natural, decía tu padre, que nosotros, que éramos capaces de crear tal belleza, nos enamoráramos.

Los dedos que se deslizaban por su pelo se crisparon, y las afiladas uñas se clavaron en su carne, y Joram sintió cómo un pegajoso líquido, que era su sangre, se deslizaba por su cuello.

—Fuimos a ver a los catalistas para que nos dieran permiso para casarnos. Ellos realizaron la ceremonia de la Visión, y la respuesta fue no. ¡Dijeron que no tendríamos descendencia viva!

Estirando con fuerza de la enmarañada masa de cabello negro, rasgó los nudos con sus uñas, que parecían garras. Joram se agarró con fuerza a la mesa, alegrándose de sentir aquel dolor físico que enmascaraba el dolor de su alma.

—¡Descendencia viva! ¡Ja! ¡Mintieron! ¡Lo ves! —Abrazándose al cuello de Joram, Anja lo apretó contra ella con codicioso y feroz apasionamiento—. Tú estás aquí conmigo, mi amor. ¡Tú eres la prueba de que son unos mentirosos!

Apretando la cabeza del niño contra su pecho, lo acunó, canturreando en voz baja «mentirosos» mientras le alisaba los sedosos rizos.

—Sí, corazón mío, te tengo a ti —murmuró Anja, parando un momento de peinarlo para clavar los ojos en el fuego. Las manos le cayeron sobre el regazo—. Te tengo a ti. No pudieron detenernos. Ni siquiera a pesar de que le ordenaron a tu padre que abandonara nuestra casa y regresara a la Catedral, no pudieron mantenernos separados. Regresó para verme aquella noche, la noche siguiente a su asquerosa Visión. Nos vimos en secreto, en el jardín donde habíamos dado Vida a tan maravillosas creaciones.

«Teníamos un plan. Engendraríamos una criatura viva y le demostraríamos al mundo que los catalistas mentían. Entonces se verían obligados a dejarnos casar, ¿no te das cuenta? Necesitábamos a un catalista que realizara la ceremonia que engendraría una criatura en mi vientre, pero no pudimos encontrar ninguno. ¡Cobardes! Aquellos a los que él se atrevió a abordar se negaron, por temor a la ira del Patriarca si se los descubría.

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