La Forja (34 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Forja
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La luz del sol. Aquello era lo único que podía atravesar aquella oscuridad hecha de miedo y dolor que iba envolviendo a Saryon. ¡Habían escapado! El aire fresco le azotó el rostro, dándole renovadas fuerzas. Con un último arranque de energía que surgía de algún lugar desconocido dentro de él, el catalista se abalanzó hacia la abertura que ahora podía ver, brillantemente iluminada al final del túnel.

¿Qué es lo que harían una vez fuera? ¿Los seguirían las hadas y los duendes hasta el bosque? ¿Los perseguirían, los acorralarían y los arrastrarían de vuelta? Saryon no lo sabía, pero tampoco le preocupaba. En cuanto pudiera volver a sentir el sol en el rostro y la hierba bajo sus pies y ver los hospitalarios árboles extendiendo las ramas sobre su cabeza, todo estaría bien. Lo sabía.

Inundado por un sentimiento de victoria y júbilo, Saryon alcanzó el final del túnel, y se precipitó al exterior, a la luz del sol...

... Y estuvo a punto de caer por un escarpado barranco.

Asiendo con fuerza al catalista, Simkin apartó a Saryon del saliente, dándose contra la pared al retroceder. Saryon cayó de rodillas, en un principio demasiado agotado y confuso para comprender lo que había pasado. Cuando el mareo se hubo disipado y pudo mirar a su alrededor, vio que tanto él como Simkin estaban encaramados en un pequeño saliente rocoso que sobresalía unos tres metros del túnel antes de acabar en un precipicio de más de treinta metros de altura, que caía a pico sobre una arbolada garganta, por la que corría un río.

Con el cuerpo dolorido y sus esperanzas igual de rotas que si hubiera saltado del saliente y se hubiera estrellado allí abajo, Saryon no podía hacer otra cosa que mirar a Simkin, demasiado agotado para articular palabra.

—Esto
es
bastante inesperado —admitió el muchacho, acariciándose la barba mientras miraba hacia abajo, a las copas de los árboles—. ¡Ya sé! —exclamó de repente—. ¡Maldición! Hubiera debido girar a la derecha en la segunda bifurcación en lugar de a la izquierda.
Siempre
me equivoco en el mismo sitio.

Saryon cerró los ojos.

—Sigue y sálvate —le dijo—. Tienes suficiente Vida como para flotar siguiendo las corrientes de aire.

—¿Y dejarte? No, no, viejo amigo —replicó Simkin. Flotó hasta colocarse frente al catalista, zigzagueando todavía ligeramente por efecto del vino—. No podría aban... donarte. Eres como un... un padre para mí...

—¡No empieces a llorar! —le espetó Saryon. —No, lo siento —dijo Simkin conteniendo las lágrimas y sonándose la nariz—. Aún no estamos acabados, si es que todavía te quedan algunas fuerzas. —Miró al catalista, esperanzado.

—No lo sé.

Saryon sacudió la cabeza. Ni siquiera estaba seguro de tener energías suficientes para seguir respirando.

—Es esta especie de habilidad que poseo —dijo Simkin con voz persuasiva—. Puedo convertirme en cualquier objeto inanimado.

Saryon lo contempló sin comprender.

—Eso es disparatado —dijo finalmente—. Sé los cálculos matemáticos que implica. Se precisarían seis catalistas en posesión de todas sus fuerzas, para facilitarte la Vida necesaria...

Escuchó entonces unos gritos detrás de él, mezclados con las risas estridentes y discordantes de los duendes, que se habían dado cuenta de que sus presas estaban atrapadas.

—¡No! —exclamó Simkin, impaciente—. He dicho que es una habilidad mía. Puedo hacerlo a voluntad. Generalmente me basta con mi propia energía. Pero ahora no estoy en muy buenas condiciones y además me encuentro un poco embotado a causa del vino, así que si tú pudieras ayudar...

—Yo no...

—¡Rápido! —gritó Simkin, agarrando a Saryon y obligándolo a ponerse en pie.

Demasiado exhausto para discutir, y sin importarle demasiado ya, de todas formas, Saryon abrió el conducto y empleó la energía que aún le quedaba. La magia fluyó a través de él como la sangre por una vena abierta y se quedó vacío, sin nada. Ya no le quedaba más para dar, porque tampoco le quedaba la energía suficiente para extraerla de lo que lo rodeaba. Los gritos aumentaron en intensidad, sonando cada vez más cerca. Pronto llegarían allí. Quizá sería mejor que saltara, pensó, y se asomó como en sueños al borde del saliente.

Se imaginó a sí mismo cayendo al vacío mientras el suelo saltaba a su encuentro, su cuerpo estrellándose contra las afiladas rocas, aplastándose, haciéndose pedazos...

Sintiendo un nudo en el estómago, Saryon retrocedió precipitadamente... chocando contra un árbol. Girando en redondo, contempló el árbol con sorpresa. No estaba allí antes. La repisa había estado desnuda...

—¡Arriba! ¡Sube! —dijo el árbol con voz apagada.

Contemplándolo fascinado, Saryon estiró una mano temblorosa para tocar la áspera corteza del tronco.

—¿Simkin?

—¡No hay tiempo que perder! ¡Escóndete entre las ramas! ¡Rápido!

Demasiado cansado para pensar con claridad o maravillarse siquiera ante aquel extraño suceso, Saryon se arremangó la túnica sujetándosela a la cintura y, agarrándose a una rama baja, se subió al árbol que estaba al borde del saliente rocoso.

—¡Más arriba! ¡Tienes que trepar más arriba! Cogiéndose al tronco, Saryon consiguió subir gateando otro trozo. Entonces se detuvo y apretando una mejilla contra una rama, sacudió la cabeza negativamente.

—No... puedo... subir... más... —musitó con voz entrecortada.

—¡De acuerdo! —La voz del árbol sonaba algo molesta—. Quédate quieto. Gracias a Dios que vas vestido de verde.

«Eso no los engañará —pensó Saryon, escuchando con atención las voces que resonaban en la caverna—. Sólo con que uno de ellos levante la cabeza o vuele hasta aquí arriba...»

Una ráfaga de viento golpeó el árbol y una rama que estaba bajo los pies de Saryon cedió con un repentino chasquido. Sujetándose a otra rama para volverse a afianzar, el catalista bajó la mirada hacia la astillada rama y sus esperanzas se desvanecieron por completo. Ennegrecida y totalmente seca en su interior, aquella rama estaba muerta, tan muerta como lo estaría él muy pronto. Otra ráfaga de viento se arremolinó alrededor de la montaña, y otra rama más cayó sobre la repisa rocosa. Saryon podía sentir cómo todo el árbol temblaba y se estremecía debajo de él. Se oyó un crujido, luego un chasquido y el sonido de algo que se desgarraba, y, finalmente, con una sacudida estremecedora, el árbol se vino abajo, cayendo por el precipicio.

Sujetándose con fuerza a la corteza y las hojas de Simkin, Saryon oyó cómo el joven murmuraba para sí mientras caían:

—¡Maldita sea! Estoy podrido.

6. La Cofradía de la Rueda

—Así que éste es el catalista.

—Sí, muchacho. No es un ejemplar muy impresionante, ¿verdad? De todas formas, debe haber algo más en él de lo que
tuve
ocasión de observar durante nuestra pequeña excursión. Lo han enviado aquí a buscarte, Joram.

—¿Enviado? ¿Quién lo ha enviado?

—El Patriarca Vanya.

—¡Oh!, y el catalista te lo contó a ti, ¿verdad, Simkin?

—Desde luego, Mosiah. El viejo confía en mí totalmente. Me considera como el hijo que nunca tuvo; me lo dijo varias veces. Eso no quiere decir que yo confíe en él. Después de todo,
es
un catalista. Pero lo oí también de labios del Patriarca Vanya, lo de Joram, claro está.
No
lo de ser el hijo que nunca tuvo.

—Y supongo que el Emperador envía sus saludos...

—La verdad es que no sé por qué habría de hacerlo. No a
vosotros
, campesinos. Muy bien, reíros. No tengo más que esperar el día de mi reivindicación. Este Saryon te ha venido a buscar, Muchacho de Oscuros Cabellos.

—Tiene bastante mal aspecto. ¿Qué le hiciste?

—¡Nada! Palabra de honor. ¿Es culpa mía, Mosiah, que ahí afuera exista un mundo cruel y pervertido? Un mundo en el cual, me atrevería a decir, nuestro catalista no se atreverá a aventurarse solo durante bastante tiempo.

Saryon se despertó con un estornudo.

Sentía la cabeza espesa y dolorida, y su garganta estaba reseca y le escocía. Tosiendo, el catalista se acurrucó en sus ropas, temeroso de abrir los ojos. Estaba en una cama, pero ¿dónde? «Estoy en mi propia cama en El Manantial —se dijo a sí mismo—. Cuando abra los ojos, eso será lo que veré. Todo ha sido un sueño.»

Durante unos agradables minutos permaneció así, envuelto en las mantas, fingiendo lo que no era. Incluso imaginó todos aquellos objetos de su habitación que le eran tan familiares: sus libros, los tapices que había traído de Merilon, todo estaría allí cuando abriera los ojos, tal y como había estado siempre.

Entonces oyó moverse a alguien y, con un suspiro, Saryon abrió los ojos.

Estaba en una pequeña habitación, una habitación como no había visto otra en su vida. La pálida luz del sol que se filtraba por una resquebrajada ventana iluminaba una escena que el catalista sólo hubiera podido imaginar que existiera en el Más Allá. Las paredes de la habitación no habían sido moldeadas a partir de la piedra o la madera, sino que estaban hechas de unos rectángulos perfectamente modelados colocados uno encima del otro. Tenían un aspecto de lo más antinatural y, mirándolas, el catalista sintió un escalofrío. En realidad, todo en aquella habitación parecía antinatural, observó con creciente horror mientras se apoyaba sobre los codos para mirar a su alrededor. Una mesa que había en el centro de la habitación no había sido realizada amorosamente de una única pieza de madera, sino que había sido construida a partir de diferentes pedazos de madera unidos unos con otros brutalmente. Había varias sillas también construidas de la misma manera, que tenían un aspecto deforme y malicioso. Si Saryon hubiera visto a un ser humano deambulando por allí cuyo cuerpo estuviera hecho de partes de otros seres humanos muertos, no se hubiera sentido más horrorizado. Imaginó que podía oír incluso a la madera chillando agonizante.

Entonces se volvió a oír un ruido y su mirada vagó indecisa por la oscura y pequeña habitación.

—¿Hola? —preguntó con voz entrecortada.

No obtuvo respuesta. Perplejo, se recostó de nuevo. Podría haber jurado que había oído voces. ¿O había sido un sueño? Tenía tantos sueños últimamente, sueños terribles. Duendes y una mujer bellísima y un espantoso árbol...

Estornudando otra vez, se sentó de nuevo en la cama, buscando a tientas algo con que sonarse la nariz, que no cesaba de gotear.

—Oh, Magullado y Apaleado Padre, ¿te sirve esto?

Un trozo de seda color naranja se materializó en el aire y descendió con una suave ondulación hasta posarse sobre la manta, junto a la mano de Saryon. El catalista se echó hacia atrás como si se tratara de una serpiente.

—Soy yo. En carne y hueso, por así decirlo.

Mirando a su espalda, en dirección al lugar de donde provenía la voz, Saryon vio a Simkin de pie junto a la cabecera de la cama. Al menos el catalista supuso que aquél era el joven que lo había «rescatado» en el País del Destierro, puesto que habían desaparecido las ropas color marrón propias de un guardabosque y también las hojas del duende. En su lugar, llevaba una chaqueta de brocado de un llamativo color azul, combinada con un chaleco de un azul más pálido, que cubría una blusa de seda roja, más resplandeciente que aquel pálido sol que presagiaba lluvia. Los ajustados calzones verdes estaban abrochados en la rodilla mediante unas alhajas de color rojo y las piernas las tenía cubiertas por unas medias de seda roja, mientras de todas partes surgían vaporosos encajes: de las muñecas, del cuello, del chaleco. Sus cabellos castaños aparecían lisos y brillantes y la barba había sido peinada cuidadosamente.

—¿Admirando mi conjunto? —preguntó Simkin, alisándose los rizos—. Lo denomino
Cadáver de Azul
. «Un nombre horrible, Simkin», me dijo la Condesa Dupere. «Lo sé», le contesté con vehemencia. Pero fue lo primero que me vino a la mente, y como a mí
tan pocas veces
se me ocurren cosas, pensé que lo mejor sería agarrarse a ésta, por así decirlo, y darle la bienvenida.

Simkin se había ido acercando despacio mientras hablaba hasta colocarse junto a Saryon. Levantando con elegancia el pañuelo de seda naranja de encima de la manta, se lo entregó al asombrado catalista con una reverencia.

—Ya lo sé. Los calzones. Supongo que no has visto nunca nada parecido. Es lo último en la corte. Ha creado furor. Debo confesar que me gustan, aunque me rozan las piernas, claro...

Un nuevo estornudo y un ataque de tos del catalista interrumpieron a Simkin, quien, haciendo una señal a una silla para que acudiera a su lado, se sentó en ella, cruzando las piernas para que pudiera admirar mejor sus calzas.

—Te sientes fatal, ¿no? Has pescado un buen resfriado. Debe de ser de cuando caímos al río.

—¿Dónde estoy? —gruñó Saryon—. ¿Qué es este lugar?

—La verdad es que tu voz suena igual que la de una rana croando. Y en cuanto a dónde estás, estás donde querías estar, desde luego. Yo era tu guía, al fin y al cabo. —Simkin bajó la voz—. Estás con los Tecnólogos. Te he traído a su Cofradía.

—¿Cómo he llegado aquí? ¿Qué pasó? ¿Qué río?

—¿No lo recuerdas? —Simkin parecía herido en su orgullo—. Después de que arriesgué mi vida, transformándome en un árbol y saltando luego por el precipicio, sosteniéndote entre mis ramas, bueno..., brazos, con la misma ternura con que una madre sostiene a su hijo.

—¿Fue eso real? —Saryon miró a Simkin con ojos llorosos y expresión incierta—. ¿No fue... una pesadilla?

—¡Me has herido en lo más íntimo! —dijo Simkin sorbiendo por la nariz, con todo el aspecto de sentirse terriblemente dolido—. Después de todo lo que he hecho por ti y tú no te acuerdas. Pero si eres como un padre para mí...

Tiritando, Saryon se cubrió con las mantas hasta el cuello. Cerrando los ojos, hizo que todo desapareciera: Simkin, chaquetas llamadas
Cadáver de Azul
, la abismal habitación, las voces que había oído o soñado. El joven siguió parloteando, pero Saryon lo ignoró, sintiéndose demasiado enfermo para importarle lo que dijera. Estuvo a punto incluso de dar una cabezada, pero una horrible sensación como si cayera se apoderó de él y, conteniendo la respiración, abrió de nuevo los ojos. Fue entonces cuando se dio cuenta de que oía un ruido a lo lejos, un ruido que había parecido formar parte, retumbando rítmicamente, de sus terrores nocturnos.

—¿Qué es eso? —preguntó, volviendo a toser.

—¿Qué es qué?

—Ese... ruido... Esos golpes...

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