—Apostaría a que la ardilla ya está cocida —dijo, alargando un brazo de repente para darle al catalista un travieso empujón—. ¿No os parece, Padre? ¿O es otra cosa quizá la que se cuece?
Enrojeciendo tan vivamente que parecía como si tuviera fiebre, Saryon tenía todo el aspecto de desear que se lo tragara la tierra. Mosiah le lanzó una mirada furiosa a Simkin, y se inclinó apresuradamente hacia el puchero de hierro. Iba a cogerlo por el asa, cuando Joram le sujetó el brazo.
—Estará caliente —dijo. Un palo se materializó en la mano de Joram, y, pasándolo a través del asa, levantó el puchero de las llamas—. El calor del fuego calienta tanto el recipiente como el asa.
—Tú y tu maldita Tecnología —murmuró Mosiah, volviendo a sentarse.
—Si lo deseáis, abriré un conducto y os facilitaré Vida —empezó a decir Saryon, pero entonces sus ojos se encontraron con los de Joram.
—A mí no me serviría de mucho, ¿verdad, Padre? —dijo Joram sin entonación, sus espesas cejas formando una oscura línea que le cruzaba la frente—. Estoy Muerto. ¿O no lo sabíais?
—Lo sabía —repuso Saryon con calma. El rubor había desaparecido de su rostro, dejándolo pálido y sereno. Nadie les prestaba atención ahora; los demás hombres de la cueva, al ver que aparentemente el espectáculo había terminado, habían vuelto a ocuparse de sus propios asuntos—. No voy a mentirte. Me han enviado para llevarte ante la justicia. Eres un asesino.
—Y uno de los Muertos vivientes —lo atajó Joram secamente, colocando la olla del estofado sobre el suelo con un golpe sordo.
—¡Eh! Cuidado —protestó Simkin, inclinándose con rapidez para salvar la olla. Tomando una cuchara, empezó a servir porciones de aquella mezcla gris y espesa en unos cuencos de madera toscamente tallada—. Perdonad que utilice herramientas, Padre, pero...
—¿Lo eres? —preguntó Saryon, mirando fijamente a Joram—. Te he estado observando, y te he visto utilizar magia. Ese palo que sacaste de la nada, por ejemplo...
Ante la sorpresa de Saryon, los oscuros ojos de Joram centellearon, pero no de ira. De miedo. Perplejo, olvidando lo que iba a decir, el catalista lo contempló con atención. La mirada desapareció en cuestión de segundos, bajo la dura y pétrea fachada; pero había estado allí, de eso Saryon estaba seguro.
Tomando un cuenco de las manos de Simkin, Joram se sentó sobre el suelo de piedra y empezó a comer, utilizando aquella herramienta para llevar la comida a su boca con rapidez, sin levantar ni una sola vez los ojos del plato. Cogiendo su cuenco, Mosiah hizo lo mismo, manejando la extraña cuchara con torpeza. Simkin le ofreció un recipiente al catalista, quien lo tomó junto con una cuchara. Pero Saryon no comió, seguía con la vista fija en Joram.
—He estado pensando —dijo, dirigiéndose al ceñudo muchacho—. Puesto que no existe ningún documento relativo a tus Pruebas, es posible que el Padre Tolban se hubiera equivocado, en la excitación del momento, con respecto a ti. Vuelve conmigo por tu propia voluntad y deja que se estudie el caso. Hubo circunstancias atenuantes en relación al asesinato, según he oído. Tu madre...
—No mencionéis a mi madre. Hablemos de mi padre, en su lugar. ¿Lo conocisteis, catalista? —preguntó Joram fríamente—. ¿Estuvisteis vos ahí, observando, cuando convirtieron su cuerpo en piedra?
Saryon había tomado su cuenco, pero ahora volvió a dejarlo en el suelo con manos temblorosas.
—Pregunto yo, Mosiah —comentó Simkin, masticando vigorosamente—; esta ardilla no iría a parar a tus brazos tambaleante para morir allí de vieja, ¿verdad, querido amigo? Si así fue, debieras de haberle dado un entierro decente; hace diez minutos que estoy masticando este pedazo...
—No, no..., no estuve presente en la ejecución de tu padre —replicó Saryon en voz baja, los ojos fijos en el suelo de piedra—. Entonces yo era un Diácono. Sólo aquellos miembros de mayor categoría de mi Orden...
—¿Consiguen presenciar el espectáculo? —dijo con desprecio Joram.
—¡Agua! ¡Necesito agua! —Simkin hizo un movimiento, y un odre de agua, que colgaba en una parte más fresca de la cueva, flotó hacia ellos—. Necesito algo para poder tragar a esta anciana. —Tomando un trago, se secó la boca con el pañuelo de seda naranja, luego dejó escapar un enorme bostezo—. Oíd, esta conversación me aburre terriblemente. Juguemos al tarot.
Alzando una mano en el aire, hizo aparecer una baraja de brillantes cartas de cantos dorados.
—¿De dónde has sacado esa baraja? —exigió Mosiah, dando gracias por la interrupción—. Espera un momento, ésas no serán las de Blachloch, ¿verdad?
—Claro que no —Simkin parecía ofendido—. Él está jugando ahí en el rincón, ¿no te habías dado cuenta? En cuanto a éstas —extendió las cartas sobre el suelo con un experto movimiento de la mano—, las cogí en la corte. Es el último modelo de baraja. Los artesanos hicieron un trabajo excelente. Las figuras de las cartas están dibujadas de modo que se parezcan a los miembros de la Casa Real de Merilon. Hacen furor, os lo aseguro. Aunque dan una imagen excesivamente favorecida de la Emperatriz, desde luego. No tiene tan buen aspecto ahora, especialmente si se la mira de cerca. Pero los artesanos no tienen opción en esto, supongo. ¿Observáis este precioso color azul celeste del cielo en la carta del Sol? Es lapislázuli triturado. No, de verdad, os lo aseguro. ¿Y veis a los Reyes? Cada palo es un Emperador de uno de los reinos. Rey de Espadas: el Emperador de Merilon. El Rey de Bastos es el de Zith-el. El Rey de Copas es el Emperador de Balzab, famoso por sus amoríos. Un gran parecido, y el Rey de Oros es ese avaro de Sharakan...
—Vamos a jugar, ¿verdad, Joram? —interrumpió Mosiah apresuradamente, al ver que Simkin se disponía a pasar a las Reinas—. ¿Vos qué, Padre? ¿O jugar al tarot va en contra de vuestros votos o algo así?
—Sólo tres jugadores —dijo Simkin, barajando las cartas—. El catalista tendrá que esperar su turno.
—Gracias —repuso Saryon. Envolviéndose en sus ropas, empezó a incorporarse, dejando su estofado intacto sobre el suelo—. Se nos permite jugar pero yo no quisiera interrumpir vuestro juego. Quizás otra vez...
—Adelante, catalista. —Apartando su plato de un empujón, Joram se puso en pie con expresión sombría y malhumorada, y una extraña y salvaje mirada en los ojos—. No quiero jugar. Podéis ocupar mi sitio.
—¡No, Joram! —dijo Mosiah en un susurro.
Con voz ansiosa, sujetó el musculoso brazo de Joram.
—Muy bien —dijo Simkin alegremente, cortando la baraja y volviendo a juntar las cartas con un rápido movimiento de la mano—. No jugaremos si Joram va a volver a tener uno de sus ataques de mal humor. Mirad, os diré la buenaventura. Volved a sentaros, catalista. Creo que esto os parecerá interesante. Tú primero, Joram.
Antiguamente, los Adivinos habían utilizado las cartas del tarot para poder ver el futuro. Traídas del Mundo Arcano, fueron consideradas originalmente artilugios sagrados. Se decía que tan sólo los Adivinos sabían cómo traducir las complejas imágenes pintadas en ellas; pero los Adivinos ya no existían, habiendo perecido todos en las Guerras de Hierro. Las cartas aún persistían, no obstante, conservándose gracias a su singular belleza, y al cabo de un tiempo alguien recordó que antiguamente se habían utilizado en un juego llamado tarot. El juego se hizo popular, particularmente entre los miembros de la nobleza. Por su parte, el arte de la adivinación tampoco murió totalmente, sino que se redujo (con el estímulo de los catalistas) convirtiéndose en un pasatiempo inofensivo apropiado para divertirse en las fiestas.
—Vamos, Joram. Soy bastante experto en esto, ya sabes —dijo Simkin con voz persuasiva, tirando de la manga de Joram hasta que consiguió que el joven se sentara. Incluso Saryon vaciló, contemplando las cartas con la fascinación que todo el mundo siente cuando se intenta levantar el velo que esconde el futuro—. La Emperatriz sencillamente me adora. Ahora, Joram, utilizando tu mano izquierda, la mano que está más cerca de tu corazón, escoge tres cartas. El pasado, el presente y el futuro. Este es tu pasado.
Simkin dio la vuelta a la primera carta. Una figura vestida de negro montando un macilento caballo los miró con el rostro burlón de una calavera.
—La Muerte —musitó Simkin.
Muy a pesar suyo, Saryon no pudo reprimir un escalofrío. Dirigió una mirada rápida al muchacho, pero Joram estaba contemplando las cartas con tan sólo una media sonrisa en los labios, una sonrisa que podría haber sido de desprecio.
La segunda carta representaba a un hombre ataviado con regias vestiduras, sentado en un trono.
—El Rey de Espadas. ¡Oh, oh! —exclamó Simkin, con una carcajada—. Quizás estés destinado a arrebatarle el control a Blachloch, Joram. ¡Emperador de los Hechiceros!
—¡Silencio! ¡No te atrevas ni a bromear con eso! —replicó Mosiah, dirigiendo una nerviosa mirada al rincón de la caverna donde Blachloch y sus hombres jugaban su partida.
—No estoy bromeando —dijo Simkin con voz molesta—. Realmente soy bastante bueno en esto. El Duque de Osborne dijo...
—Dale la vuelta a la tercera carta —murmuró Joram—. Así nos podremos ir a dormir.
Simkin volvió la carta, obedientemente. Al verla, los ojos de Joram parpadearon divertidos.
—¡Dos cartas exactamente iguales! Debería de haber sabido que tendrías una baraja trucada —exclamó Mosiah, enojado, aunque Saryon observó que su voz denotaba alivio al ver cómo la extraña expresión desaparecía del rostro de Joram—. ¡La buenaventura! Si a ti te sale la carta del Bufón, Simkin, creeré en ella. Vamos, Joram. Buenas noches, Padre.
Ambos se alejaron, dirigiéndose al lugar donde estaban, arrolladas, sus mantas.
—Buenas noches —dijo Saryon distraídamente.
Su atención estaba puesta en Simkin, que contemplaba las cartas con perplejidad.
—Eso es imposible —declaró Simkin, frunciendo el entrecejo—. Estoy seguro de que la última vez que examiné esta baraja, era perfectamente normal. Lo recuerdo muy bien. Le dije al Marqués de Lucien que iba a encontrarse con un extraño alto y sombrío. Le sucedió, además. Los
Duuk-tsarith
lo cogieron al día siguiente. Humm, es muy curioso. ¡Oh!, bueno. —Encogiéndose de hombros otra vez, cubrió con su pañuelo de seda naranja las cartas y, dándoles un golpecito en la parte superior, las hizo desaparecer—. Oye, Calvo Amigo, ¿te vas a comer tu guisado?
—¿Qué? ¡Oh!... no —contestó Saryon negando con la cabeza—. Adelante.
—Odio ver cómo se desperdicia, aunque ¡ojalá Mosiah sintiera más respeto por los ancianos! —dijo Simkin, tomando el cuenco y metiéndose una cucharada de guisado de ardilla en la boca.
Recostándose en el almohadón de terciopelo, empezó a mascar con resignación.
Saryon no le contestó. Alejándose, el catalista se dirigió a un rincón de la cueva sumido en una relativa oscuridad. Envolviéndose en sus ropas y su manta, se tumbó sobre la fría roca e intentó acomodarse lo mejor posible. Pero le era imposible dormir. Seguía viendo las cartas esparcidas sobre el suelo de piedra.
La tercera carta había sido la Muerte de nuevo; aunque esta vez, la burlona figura había aparecido cabeza abajo.
El viaje y la lluvia continuaron, al igual que los sufrimientos de Saryon. Sólo que ahora eran unos sufrimientos suavizados por un temor que crecía a medida que se acercaban más y más a su destino, el pequeño poblado de Magos Campesinos de Dunam, al norte de la frontera con el País del Destierro, a unos ciento cincuenta kilómetros de la costa. Al menos una vez al día, Blachloch le pedía al catalista que le transfiriese Vida; nunca demasiada cantidad, sólo la suficiente para usos defensivos o para darle a sus hombres la facultad mágica de elevarse por encima de las copas de los árboles, siguiendo las corrientes de aire, para inspeccionar el sendero que les esperaba más adelante.
Pero, aunque eran de naturaleza secundaria, Saryon sabía el motivo de aquellas peticiones: eran condicionamientos, obligando a un esclavo a que obedeciera la voz de su amo. Cada orden era un poco más difícil, cada una requería más gasto de energía por parte del catalista que la anterior, cada una le agotaba la magia un poco más cada vez. Y la fría e intensa mirada del Señor de la Guerra lo contemplaba siempre desde la oscuridad de su negra capucha, en busca del menor signo de debilidad, de vacilación o de resistencia.
Lo que Blachloch hubiera hecho de haberse rebelado su esclavo, Saryon no lo sabía. Ni una sola vez durante todo aquel mes de viaje por el País del Destierro, había visto el catalista que el Señor de la Guerra maltratara, amenazara o ni siquiera hablara a nadie con dureza. El
Duuk-tsarith
no necesitaba recurrir a tales medidas. La simple presencia del Señor de la Guerra infundía respeto, cuando sus ojos se volvían hacia alguien les invadía a todos un vago sentimiento de pavor. El ser incluido como uno del terceto en las diarias partidas nocturnas de tarot de Blachloch —el único vicio del Señor de la Guerra y uno del que era un adicto apasionado— requería o bien una gran entereza o bien un enorme valor. Algunos sencillamente no podían soportar jugar a las cartas durante horas bajo la mirada de aquellos ojos azules y sin expresión. Saryon vio a hombres ocultarse en la oscuridad cuando llegaba el anochecer y Blachloch sacaba su juego de cartas.
El sentimiento de culpa y desesperación de Saryon iba en aumento. Día tras día, el catalista cabalgaba bajo la lluvia, con la cabeza inclinada hasta casi tocar la de su caballo. Nada sucedió que diera al traste con aquella penosa cabalgada, y aunque los bandidos vieron huellas de centauros, no fueron atacados. El centauro prefiere capturar a uno o dos humanos solos y se lo pensará dos veces antes de atacar a un grupo tan numeroso y bien equipado. Una vez, a Saryon le pareció ver fugazmente a un gigante que los contemplaba por encima de las copas de los árboles, con la enorme y desgreñada cabeza en aparente desacuerdo con sus protuberantes e infantiles ojillos y la entreabierta boca que sonreía con deleite ante la visión de aquel diminuto desfile que atravesaba su territorio. Antes de que el catalista pudiera decir algo o lanzar un aviso, la figura ya había desaparecido. Saryon hubiera dudado de sus sentidos, pero sintió cómo el suelo se estremecía bajo el peso de aquellos pies gigantescos que se alejaban. Más tarde se alegró de no haberlo mencionado, al escuchar a algunos de los hombres de Blachloch explicando cómo se divertían cuando capturaban a una de aquellas enormes, bondadosas y mentalmente retrasadas criaturas.