Los únicos sorbos de placer en el amargo cáliz del catalista eran los pocos momentos que pasaba cada día en compañía de Mosiah. El muchacho se aficionó a cabalgar junto a Saryon durante cortos espacios de tiempo, la mayor parte de las veces solo, y de vez en cuando (cuando Mosiah no podía librarse de él) con Simkin. Joram, claro está, nunca se unió a ellos, aunque siempre observó que el joven cabalgaba a poca distancia detrás de ellos, de modo que pudiera oírlos. Pero cuando el catalista fue a mencionárselo a Mosiah, únicamente recibió por respuesta una rápida sacudida de cabeza, una veloz ojeada a su espalda y las siguientes palabras dichas en un susurro: «No le prestéis la menor atención».
Los dos formaban una pareja curiosa: el alto y encorvado sacerdote de mediana edad, y el joven apuesto y de rubios cabellos. Su conversación abarcaba una amplia variedad de temas, empezando casi siempre con las pequeñas actividades de los habitantes del pueblo de Mosiah, que el añorado joven nunca se cansaba de comentar. Sin embargo, después de esto iba más lejos, con Saryon hablando de sus estudios, de la vida en la corte y en la ciudad de Merilon. Era durante aquellos momentos, especialmente cuando hablaba de Merilon, o cuando se refería a las matemáticas (su tema favorito), cuando veía, por el rabillo del ojo, cómo Joram hacía que su caballo se acercase a ellos.
—Decidme, Padre —la voz de Mosiah sobresalía claramente por encima del sonido de los cascos de los caballos y del gotear de los árboles bajo los cuales cabalgaban—, cuando Simkin habla de la corte de Merilon... Ya sabéis, cuando menciona a esos Duques y Duquesas y Condes y todo eso, se lo... quiero decir... ¿se los está inventando? ¿O existen realmente?
«¿Miente? —murmuró para sí Joram mientras cabalgaba detrás de ellos, con aquella extraña sonrisa interior iluminándole los ojos—. Claro que está mintiendo. Sigues intentando pescar al astuto Simkin, ¿verdad, Mosiah? Bien, pues ríndete. Otros mejores que tú lo han intentado, amigo.»
—Realmente no lo puedo decir —Joram oyó replicar al catalista con voz perpleja—. Verás, yo no frecuenté demasiado la corte y... tengo muy mala memoria para los nombres, sin embargo no me son nada familiares. Supongo que es totalmente posible que...
—¿Lo ves? —dijo Joram detrás de Mosiah.
A menudo hacía comentarios parecidos durante sus conversaciones. Pero los hacía siempre para sí, nunca llegaban a oídos de los afectados, porque Joram no se unía a ellos, y si alguno de ellos miraba hacia atrás, fingía estar absorto en la contemplación de lo que lo rodeaba.
Sin embargo, escuchaba, escuchaba cuidadosamente y con gran interés. Joram había cambiado durante los meses que llevaba viviendo entre los Hechiceros de la Tecnología. Enfermo y agotado al llegar, le había sido fácil al joven volver a su antiguo hábito de dejar a los demás totalmente aparte y esperar que éstos hicieran lo mismo con él. Pero después de largas semanas de comportarse así, descubrió que el que a uno lo dejaran de lado significaba... soledad. Peor que eso, se dio cuenta de que si aquella autoimpuesta soledad continuaba, pronto terminaría tan demente como la pobre Anja.
Afortunadamente, Simkin había regresado por aquella época de una de sus frecuentes y misteriosas desapariciones. Actuando, según algunos, por sugerencia de Blachloch, Simkin apareció en el umbral de la casa de Joram, se presentó a sí mismo y se mudó allí antes de que el taciturno muchacho pudiera pronunciar una sola palabra. Joram, intrigado y divertido por la conversación de aquel joven de más edad, permitió que Simkin se quedara. Simkin, por su parte, lanzó a Joram al mundo.
—Tienes un don, querido muchacho —le dijo una noche Simkin a Joram en tono burlón—. No pongas mala cara. Tu cara se quedará paralizada en esa expresión un buen día y te pasarás toda la vida asustando a perros y a niños pequeños. Ahora, en cuanto a ese don, no estoy bromeando. Lo he visto en la corte. Tu madre era un
Albanara
, ¿verdad? Nacen con esta facilidad, carisma, encanto, o como lo quieras llamar. Claro está que tú tienes el encanto de un montón de piedras, pero quédate conmigo y aprenderás. ¿Por qué deberías molestarte?, te preguntas. Tienes el mejor motivo del mundo. Porque, querido jovencito, puedes conseguir que la gente haga cualquier cosa que tú quieras...
Al aventurarse a salir a aquel pequeño mundo, Joram descubrió, con gran sorpresa y alegría, que lo que Simkin había dicho era verdad. Quizá se debía a la «sangre noble», el talento hereditario de los
Albanara
que corría por sus venas, quizá no era más que el hecho de que había recibido una educación. Fuera cual fuese la razón, Joram descubrió la manera de manipular a la gente, de utilizarla y al mismo tiempo mantenerla a una cómoda distancia de sí mismo.
En la única persona en que aquello no funcionaba era en Mosiah. Aunque se había sentido muy feliz de ver a su amigo de tanto tiempo cuando el joven llegó al campamento, a Joram le molestaban los continuos intentos de Mosiah por romper la cuidadosamente construida envoltura pétrea con que se protegía. Simkin distraía a Joram. Mosiah le pedía algo a cambio de su amistad.
«Apártate —pensaba a menudo Joram con exasperación—. ¡Apártate y déjame respirar!»
A pesar de esto, Joram estaba realmente más contento entre aquella gente de lo que jamás había creído posible. Aunque aún debía hacerles creer que poseía una cierta cantidad de magia, le era posible hacerlo con facilidad gracias a sus artes de prestidigitación. Había otros en el campamento que habían fallado las Pruebas, y por lo tanto no se sentía como un fenómeno o un ser aparte.
A causa del duro trabajo físico, se había convertido en un joven fuerte y musculoso. Desapareció al mismo tiempo parte de la amargura y la ira que marcaban su rostro, aunque las severas y negras cejas y los oscuros y meditabundos ojos seguían haciendo que muchos se sintieran incómodos en su presencia. La hermosa y brillante cabellera negra estaba generalmente descuidada y enmarañada, al no haber una Anja que se la peinara a Joram cada noche; pero se negaba a cortársela, luciéndola en una larga y gruesa trenza que le bajaba por las anchas espaldas hasta llegar casi a la cintura.
También le gustaba su trabajo en la fragua. Moldear el informe mineral dándole la forma de herramientas y armas útiles le producía la satisfacción que él imaginaba que otros hombres debían sentir cuando invocaban la magia. En realidad, Joram se sintió fascinado por los Tecnólogos. Se pasaba horas escuchando a Andon contar las leyendas de las épocas pasadas, cuando los Hechiceros del Noveno Misterio habían gobernado al mundo con sus terribles y maravillosos artefactos y máquinas. Por algún medio misterioso, el muchacho pudo descubrir la localización de los antiguos textos que habían sido escritos después de las Guerras de Hierro por aquellos que habían huido de la persecución. Intrigado por las maravillas que describían, a Joram le enfurecía que tantas cosas se hubieran perdido.
—¡Podríamos volver a gobernar el mundo si tuviéramos tales cosas! —le dijo a Mosiah más de una vez, ya que sus pensamientos siempre se volvían en aquella dirección durante aquellos períodos febriles y locuaces que seguían a sus oscuros ataques de melancolía—. Un polvo fino como la arena, que podía derribar muros; máquinas que arrojaban bolas de fuego líquido...
—¡Es muerte! —exclamó Mosiah, horrorizado—. Es de eso de lo que estás hablando, Joram. Máquinas Mortíferas. Es por eso por lo que se desterró a los Tecnólogos.
—¿Desterrados por quién? ¡Los catalistas! ¡Porque nos temían! —replicó Joram—. En cuanto a la muerte, la gente muere a manos de los Estrategas de las Batallas, los
Dkarn-Duuk
, o, aún peor, se los muta, transformándolos hasta que quedan irreconocibles. Piensa simplemente, Mosiah, piensa lo que podríamos hacer si combináramos magia con Tecnología...
—Blachloch piensa en ello —musitó Mosiah—. Ahí tienes a tu soberano, Joram. Un Señor de la Guerra renegado.
—Quizá... —murmuró Joram pensativo, con aquella extraña media sonrisa en los ojos—. Quizá no...
Joram había hecho un descubrimiento en uno de aquellos antiguos libros. Era aquel descubrimiento el que le hacía trabajar hasta altas horas de la noche en la forja con tan decepcionantes resultados. Le faltaba aún la clave para acabar de comprenderlo. Ése era el motivo de que su experimento hubiera fallado. Pero ahora se decía que podría haberla encontrado en el lugar más inverosímil: el catalista. Finalmente tenía una idea de lo que eran aquellos extraños símbolos del libro. Eran números. La clave estaba en las matemáticas.
Pero ahora, Joram no sabía qué hacer. Odiaba al catalista; con Saryon volvían amargos recuerdos: las historias de Anja, la estatua de piedra, saber que él estaba Muerto, saber que había cometido un asesinato. Su tranquila existencia había quedado hecha pedazos. Las viejas pesadillas volvieron a atormentarlo, los ataques de oscura melancolía volvieron a amenazar con sumergirlo en su locura. Al poco tiempo de llegar el catalista, más de una vez había pensado en acabar con su vida de la misma manera en que había acabado tan fácilmente con la de otro. A menudo se quedaba de pie, paralizado, con una piedra lisa en la mano, recordando lo fácil que había sido. Recordaba claramente lo que había sentido al arrojar la piedra y el sonido que había producido al chocar con la cabeza de aquel hombre.
Sin embargo, no mató al catalista. El motivo era, se dijo, que había descubierto que sabía matemáticas. Un plan empezó a tomar forma en la mente de Joram, un plan que daría lugar a algo tan potente y mortífero como las espadas de hierro que batía.
Utilizaría al catalista. Joram sonrió interiormente. El catalista le otorgaría Vida, un tipo de Vida. «Tendré que esperar y ver qué clase de persona es —se dijo Joram—. ¿Es débil e ignorante como Tolban, o tiene algo de valor?» Una cosa sí que la tenía el catalista en su favor: aquel hombre había sido, para su sorpresa, totalmente honrado con él. Eso no quería decir que Joram confiara en él. El muchacho casi se echó a reír ante aquella absurda idea; no, no confiaba en el catalista, pero sentía por él, muy a pesar suyo, un cierto respeto.
Pronto llegaría el momento de la prueba definitiva. Joram se mantenía a la espera, al igual que casi todos los demás miembros del grupo de bandidos, de ver cómo reaccionaría Saryon cuando Blachloch le exigiera su ayuda para robar a los aldeanos.
—¿Consideras que lo que estamos haciendo está bien? —le preguntó Mosiah una noche mientras yacían tumbados sobre un montón de hojas muertas, bajo un árbol. Incluso envueltos en sus mantas, parecía imposible conseguir entrar en calor.
—¿Qué es lo que está bien? —murmuró Joram, intentando, sin conseguirlo, ponerse cómodo.
—Coger la comida... de esa gente.
—¿Así que has estado hablando con ese piadoso anciano de nuevo? —preguntó Joram, sarcástico.
—No es eso —replicó Mosiah. Incorporándose sobre un hombro se volvió para mirar a su amigo, que no era más que una masa informe en aquella oscura noche sin estrellas ni luna—. He estado recapacitando. Esas gentes son como nosotros, Joram. Son como mi padre, mi madre y tu madre. —Hizo caso omiso de un repentino crujido producido por su amigo al agitarse enojado—. Acuérdate de lo duros que eran los inviernos. ¿Qué hubiera pasado si nos hubiesen robado los bandidos?
—Hubiera sido mala suerte por nuestra parte, igual que les pasará a ellos —respondió Joram con indiferencia—. Se trata de nosotros o de ellos. Tenemos que conseguir comida.
—Podríamos dar algo a cambio...
—¿Qué? ¿Puntas de flecha? ¿Dagas? ¿Puntas de lanza? ¿Las herramientas del Noveno Misterio? ¿Crees que esos granjeros harían trueques con Hechiceros que han vendido sus almas a los Poderes de las Tinieblas? ¡Ja! Preferirían morir antes que alimentarnos.
La conversación terminó con Joram dándose la vuelta y negándose a hablar, mientras Mosiah oía cómo aquellas últimas e inquietantes palabras resonaban en su cerebro:
«Preferirían morir antes que...»
Un fuerte y helado viento que soplaba del océano alejó las tormentosas nubes, haciéndolas retroceder hacia el sur, al interior del País del Destierro. Cesó la lluvia y apareció el sol, aunque su pobre calor otoñal poco podía hacer para contrarrestar el frío cortante del viento al atravesar las ropas mojadas. El ánimo de los hombres no mejoró. Al cesar la lluvia, Blachloch los hizo avanzar con rapidez, incluso con cabalgadas nocturnas, cuando la noche era clara. Los espesos bosques de robles y nogales del País del Destierro dieron paso a bosques de pinos, y los jinetes se volvieron más cautelosos, ya que empezaban a acercarse a la frontera con las tierras civilizadas. Deteniéndose por fin a la orilla del río, acamparon y pasaron tres días cortando árboles y atando juntos los troncos para formar toscas balsas.
Al catalista se lo mantuvo muy ocupado transfiriendo Vida a los hombres para que pudieran completar el trabajo velozmente. Hacía lo que le decían, aunque contemplaba la construcción de las balsas con desaliento, y, mentalmente, las veía ya cargadas con el botín, listas para ser transportadas río arriba hasta el poblado.
Por fin, las balsas quedaron terminadas, y llegó una noche en la que no apareció la luna. El viento soplaba todavía con más fuerza y violencia, zarandeando a los hombres de Blachloch mientras montaban en sus caballos. Galopando a gran velocidad, con las negras capas ondulando al viento como las velas de una armada fantasmal, los bandidos se dejaron caer sobre la aldea de Dunam, con la intención de atacarlos al anochecer cuando, agotados por su larga jornada de trabajo en el campo, los magos se dispusieran a descansar.
En las afueras del pueblo, Blachloch tiró de las riendas de su caballo, ordenándoles que se detuvieran. Ante ellos había una extensión de terreno descubierto, de campos cuya cosecha ya había sido recogida, que permanecían sin cultivar a la espera de la primavera. Apilados en un extremo se veían los discos que utilizaban los Ariels para transportar los frutos de la cosecha hasta los graneros del propietario de las tierras. Al verlos, los hombres se sonrieron unos a otros con satisfacción. Habían llegado a tiempo.
El viento soplaba helado del océano en dirección norte, arrastrando con él, incluso a tanta distancia, un ligero regusto salobre. Recibiendo el cortante viento en pleno hocico, los caballos sacudían la cabeza haciendo que los arneses emitieran un sonido metálico y provocando que algunos de los más asustadizos se agitaran nerviosamente. Los jinetes, no mucho más tranquilos que sus monturas, embozados hasta las cejas en gruesas capas todavía mojadas por la húmeda cabalgada, permanecían sobre sus monturas, impasibles, formando una hilera, aguardando las órdenes que los haría entrar en acción.