—Podría ser una trampa —le advirtió Joram colocando una mano sobre la espada.
—En este momento ya no me importa —dijo el catalista, fatigado, pero, no obstante, permaneció junto a Joram.
Sujetando con torpeza el arma, no muy seguro de lo que haría con ella si lo atacaban, Joram continuó bajando la calle. También en él empezaba a apagarse el sentimiento de emoción, dejándolo extraordinariamente cansado y vacío por dentro; el viejo y oscuro desánimo empezaba a apoderarse de él con rapidez.
Nada había salido como él había esperado. La espada era pesada y poco manejable, y no sentía ninguna oleada de energía cuando la empuñaba, tan sólo un dolor en la muñeca y el brazo, causado por aquel peso desacostumbrado. Había intentado afilarla, pero aquellas manos que podían ser tan delicadas cuando realizaba su magia habían demostrado ser torpes e inexpertas para aquello. Tenía miedo de haber estropeado el trabajo. La hoja era irregular y mal acabada, no estaba curvada ni afilada como las que había visto en los antiguos textos. Era un estúpido al creer que aquella arma tosca y fea podría jamás superar los poderes mágicos de Blachloch, y así, una y otra vez, su mente daba vueltas y vueltas a aquella idea, descendiendo su ánimo cada vez más. La melancolía empezaba a embargarle; podía reconocer los síntomas. Bueno, y qué importaba, pensó sombrío. Que venga. Había conseguido su objetivo, de todas maneras.
Con una última y furtiva mirada a la ventana del centinela que quedaba al otro lado de la calle, y no viendo ninguna señal de movimiento, Joram empujó suavemente la puerta. Abriéndola, le hizo una señal a Saryon para que entrara.
Mosiah, que dormía sentado a la mesa, con la cabeza apoyada en los brazos, dio un respingo al oír movimiento, levantándose a medias de la silla, asustado y medio dormido todavía.
—¡Qué..., Padre! —El muchacho se adelantó para sujetar al catalista, cuyas rodillas empezaban a doblarse bajo su peso—. ¡Dios mío, tenéis un aspecto horrible! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Joram? ¿Va todo bien?
Saryon sólo tuvo fuerzas para asentir con la cabeza, mientras Mosiah lo ayudaba a llegar a su cama.
—Os traeré algo de vino...
—No —musitó Saryon—. No podría tragarlo. Sólo necesito descansar...
Ayudando al agotado catalista a tumbarse en el lecho, Mosiah le cubrió el tembloroso cuerpo con una raída manta, luego se volvió en el preciso momento en que Joram cerraba la puerta a su espalda.
—Saryon tiene un aspecto terrible. ¿Está herido? Tú tampoco tienes mucho mejor aspecto. ¿Qué ha pasado?
—Nada. Estamos perfectamente los dos. Únicamente cansados. ¿Fue todo bien aquí?
Joram se expresaba con evidente esfuerzo. Viendo que Mosiah asentía, se dirigió hacia su cama y, levantando el colchón de paja, sacó algo bajo su capa y lo deslizó debajo del colchón.
Mosiah estuvo a punto de preguntarle qué era, pero, reconociendo los síntomas de un inminente ataque de melancolía en la torva expresión de Joram, se lo pensó mejor. De todas formas, no estaba seguro de querer ver aquella cosa.
—Todo estuvo muy tranquilo aquí —contestó en su lugar—. No pasó nadie por la calle, que yo pudiera ver. La tormenta ha sido terrible, no cesó hasta primeras horas de la mañana. De... debo de haberme quedado dormido al dejar de aullar el viento...
Mosiah se calló cuando le resultó evidente que Joram no lo escuchaba; echado sobre su cama, el joven miraba fijamente al vacío. Saryon, por su parte, se hallaba sumido ya en un agitado sueño, dando vueltas en el lecho espasmódicamente. En una ocasión dejó escapar un gemido, murmurando algo incoherente. Sintiéndose solo e inquieto, con un extraño e irracional temor creciendo en su interior, Mosiah se paseaba sin hacer ruido por la habitación cuando una voz susurrante que provenía del exterior hizo que todos sus nervios se estremecieran.
—¡Eh, abrid la puerta!
Un estremecimiento helado recorrió la espalda de Mosiah cuando percibió una inusual tensión en aquella voz normalmente despreocupada. Dirigiéndole una rápida mirada a Joram, Mosiah abrió la puerta con brusquedad y Simkin se precipitó al interior.
—Cierra rápido. Eso es, buen chico. Confío en que no me hayan visto.
Deslizándose hasta la ventana, pero manteniéndose oculto, Simkin se asomó al exterior. La acostumbrada expresión alocada y negligente había desaparecido, el rostro que asomaba por debajo de la barba estaba pálido, los labios lívidos.
—Todo tranquilo —murmuró—. Bueno, eso no durará mucho.
—¿Qué sucede? ¿Qué es lo que ha ido mal?
—Traigo unas noticias bastante malas, me temo —dijo Simkin, volviéndose hacia Mosiah con una forzada imitación de su alegre sonrisa—. Acabo de ir a comprobar cómo estaba el centinela, para ver si había pasado una noche tranquila. La ha pasado, de hecho.
Muy
tranquila, si entiendes lo que quiero decir.
—Bien, pues no lo entiendo —repuso Mosiah con irritación—. ¿Qué ocurre?
—Verás —empezó Simkin, mordiéndose el labio—. La cosa está así. Ese estúpido patán resulta que ha tenido la poca delicadeza de morírsenos.
—¡Morir! —Mosiah se quedó boquiabierto de asombro. Durante unos instantes fue incapaz de articular palabra, y lo único que pudo hacer fue quedarse mirando a Simkin fijamente. Por fin, atravesó la habitación tambaleante—. ¡Joram! ¡Por favor! ¡Es urgente, te necesito..., te necesitamos! ¡Joram!
Lentamente, Joram apartó la mirada del techo. Mosiah casi pudo percibir su lucha por emerger de aquella oscuridad que lo cubría.
—¿Qué?
—¡El centinela! ¡Simkin lo ha matado!
Los castaños ojos de Joram se abrieron de par en par. Sentándose, miró fríamente a Simkin.
—Se suponía que sólo ibas a drogarlo.
—Eso es precisamente lo que hice —replicó Simkin, dolido.
—¿Qué fue lo que le diste?
—Beleño —murmuró Simkin.
—¿Beleño? —repitió Mosiah, horrorizado—. ¡Pero si eso es belladona! Es venenoso.
—Para las gallinas —observó Simkin con desdén—. No tenía ni idea de que podría afectar a esos brutos, aunque de todas formas, era un mal tipo, ahora que lo pienso.
Mosiah se sentó a los pies de la cama de Joram, intentando pensar.
—¿Estás seguro de que está uh..., uh..., muerto? A lo mejor tiene el sueño pesado...
—No a menos que se quede frío y fláccido como un pescado y duerma con los ojos abiertos. No, no, está bien muerto, os lo aseguro. El pellejo de cerveza estaba todavía lleno, junto a él. Probablemente se desplomó después del primer trago. Me pregunto si, pensándolo bien, no habré confundido esa poción con la de la Duquesa de Longeville. Si no recuerdo mal, encontraron a su segundo esposo en un estado casi similar...
—¡Cállate! —exclamó Mosiah lacónicamente—. ¿Qué podemos hacer, Joram? Hemos de pensar. —Se secó el helado sudor que le resbalaba por el rostro—. ¡Ya sé! Esconderemos el cuerpo. Lo llevaremos al bosque...
Joram no dijo nada. Sentado en el borde de la cama, hundió el rostro entre las manos, mientras la negra oscuridad volvía a cernerse sobre él.
—Es un plan excelente, amigo mío —dijo Simkin, mirando a Mosiah con admiración—. De verdad, me siento impresionado. Pero —alzó una mano en el momento en que Mosiah se ponía en pie de un salto— no funcionará. Yo no estaba..., hum..., solo, ¿sabes?, cuando realicé mi pequeño descubrimiento. Uno de los secuaces de Blachloch, de nombre Drumlor, me hacía compañía junto con este pellejo de extraordinario buen vino. —Simkin lanzó un suspiro—. Me temo que se tomó el fallecimiento de su compañero bastante mal. Se fue volando con el cuento al Señor de la Guerra. De todos modos, resultó muy sorprendente comprobar lo rápido que podía correr, teniendo en cuenta lo borracho que...
—¿Quieres decir con eso que Blachloch lo sabe?
—Si no lo sabe ahora, yo diría que lo sabrá en cuestión de minutos.
—¡Maldición! —Poniéndose en pie de un salto, Mosiah se arrojó sobre Simkin cogiéndolo por las solapas cubiertas de encaje y arrojándolo de espaldas contra la pared—. ¡Maldito seas por ser tan estúpido! ¿Qué hacemos ahora?
—Bien, en mi opinión valdría la pena que despertásemos al Calvo Compañero que duerme allí —replicó Simkin, alisándose el arrugado encaje con ofendida dignidad—. Aunque me resulta incomprensible cómo puede seguir durmiendo con tus gritos. Luego también tenemos que sacar a nuestro sombrío amigo de su enfurruñamiento...
—Estoy perfectamente. Despertad a Saryon —dijo Joram. Al ver que Mosiah daba otro paso en dirección a Simkin, se levantó, añadiendo—: ¡Basta! Calmaos los dos. No hemos hecho nada malo.
—¿No lo hemos hecho? —Simkin pareció indeciso.
—No. ¡Vamos, Mosiah! Despierta al catalista. Hemos de ponernos de acuerdo en lo que vamos a decir...
Sacudiendo la cabeza, Mosiah se dirigió de inmediato hacia el lecho donde el catalista seguía durmiendo espasmódicamente.
—¡Padre! —Inclinándose sobre él, lo sacudió por el hombro—. ¡Padre!
—Ahora bien —dijo Joram con tranquilidad—, el catalista y yo...
Su voz se extinguió.
Volviéndose, con la mano todavía en el hombro del catalista, Mosiah vio cómo el enlutado Señor de la Guerra se materializaba en el centro de la habitación, con las manos cruzadas ante él como era la costumbre y los ojos ocultos bajo la negra capucha que le caía sobre el rostro.
—Tú y el catalista ¿qué, muchacho? —preguntó aquella voz inexpresiva.
—... Hemos estado aquí toda la noche —continuó Joram sin perder la calma—. Podríais preguntárselo a vuestro centinela, pero eso sería difícil en estos momentos, a menos que seáis un Nigromante.
—Sí, ya supuse que Simkin os contaría lo de la muerte del centinela —dijo Blachloch, lanzando una mirada al barbudo joven.
—He recibido un susto horroroso, os lo aseguro —observó Simkin. Sacando del aire el pañuelo de seda naranja, se secó la frente cuidadosamente—. Me siento trastornado, tal como dijo el Barón de Esock cuando se transformó a sí mismo, por error, en una mandolina. ¿De qué creéis que murió? —preguntó Simkin con aire distraído—. El centinela, claro. El Barón murió de una manera bastante estrafalaria. La Baronesa, una mujer muy voluminosa, se sentó sobre su estuche. Lo dejó hecho astillas, pero se fue con una canción. En cuanto a vuestro centinela, era el bruto de siempre cuando lo dejé anoche. Quizá se asfixió. —Simkin se colocó el pañuelo naranja sobre la nariz—. A mí casi me asfixia.
—Lo envenenaron —dijo Blachloch, ignorando a Simkin, mientras su encapuchada cabeza se volvió hacia Joram. Sus ojos parecían dardos, explorando la mente del muchacho—. ¿Así que estuviste aquí toda la noche? ¿Qué hiciste, jugar en la chimenea?
Bajando la mirada hacia sus ropas y su piel manchadas de hollín, Joram hizo un gesto de indiferencia.
—No me preocupé de lavarme cuando regresé de la herrería ayer.
Sin una palabra, las manos cruzadas todavía ante él, Blachloch se dio la vuelta y se dirigió hacia donde estaba Mosiah, que finalmente había conseguido despertar al catalista.
—¿Estuvisteis vos también aquí toda la noche, Padre? —preguntó el Señor de la Guerra.
—S... sí. —Saryon levantó los entornados ojos hacia el enlutado Ejecutor, parpadeando aturdido.
A pesar de estar medio dormido y de que era totalmente incapaz de comprender lo que estaba pasando, podía sentir el peligro crepitando en el ambiente. Intentando desesperadamente sacudirse de encima aquella somnolencia, se sentó en la cama, frotándose los ojos.
Blachloch estiró la mano y arrancó la manta que cubría al catalista.
—El borde de vuestra túnica está húmedo, catalista. Y cubierto de barro y hollín, también.
—La chimenea filtra —dijo Mosiah, malhumorado.
Blachloch dejó escapar una sonrisa.
—Otorgadme Vida, catalista —dijo en voz baja.
Saryon se estremeció.
—No puedo —le replicó en voz apenas audible, los ojos clavados en el suelo—. No tengo energía. He... pasado una mala noche...
Dándose cuenta de la ironía de aquellas palabras, y con la horrible sensación de que el Señor de la Guerra también era consciente de ella, Saryon palideció, aguardando, agotado de tal manera que ya no le importaba nada de lo que pudiera ocurrir.
Nada ocurrió. Apartándose del catalista, Blachloch les lanzó una última mirada a todos ellos y, sin pronunciar ninguna otra palabra, se desvaneció.
Se miraron los cuatro unos a otros en silencio durante un largo rato, temerosos de hablar, temerosos incluso de moverse.
—Se ha ido —dijo Saryon con dificultad.
Le dolían todos los músculos de cansancio y el entumecido cerebro, incapaz de enfrentarse a lo que fuera que hubiese ocurrido, seguía instándole a ignorarlo todo y volver a dormir de nuevo. Sacudiendo la cabeza con fuerza, el catalista se puso en pie tambaleante, cruzó el frío suelo y hundió la cabeza y el rostro en una palangana de agua helada.
—¿Cuánto tiempo suponéis que hacía que estaba aquí antes de que nosotros nos diéramos cuenta? —preguntó Mosiah con voz tensa y preocupada.
—¿Qué importa? —replicó Joram, encogiéndose de hombros, indiferente—. Sabe que estamos mintiendo.
—Entonces, ¿por qué no hizo algo? —exclamó Mosiah, estallándole los nervios—. ¿A qué está jugando...?
—A un juego en el que tú ya estás perdiendo como no te controles —contestó Simkin lánguidamente—. ¡Mírame a
mí
! —Alargó una de sus manos cubiertas de encaje—. ¿Lo ves? Ni el más ligero temblor. Y fui
yo
el que descubrió el cadáver. Hablando del cadáver, me gustaría saber qué piensan hacer con él. Si lo arrojan al río yo, desde luego, no me vuelvo a bañar durante un año...
—¡Cadáver!
Los ojos de Saryon se abrieron desmesuradamente.
—Explícale lo sucedido a nuestra Rosa Silvestre, ¿quieres, muchacho? Yo me siento totalmente incapaz de volver a revivirlo. Es bastante agotador. A propósito —preguntó Simkin con voz aburrida, mirando directamente a Joram—, ¿fue todo bien anoche?
Joram no respondió; recayendo de nuevo en el abatimiento, se dejó caer sobre la cama.
—Digo yo que al menos podrías decirme qué es lo que estuvisteis haciendo, después de todas las molestias que me tomé...
—¡Asesinando centinelas! —le espetó Mosiah con rabia.
—Bueno, si quieres llamarlo de una manera tan ordinaria. De todas formas, yo... ¡Por la sangre de Almin, serás bruto!
Esta exclamación fue provocada porque la puerta de la prisión se abrió de golpe, derribando casi a Simkin. Lanzando una mirada de desprecio al airado joven, uno de los hombres de Blachloch penetró en el interior en el momento en que Simkin intentaba salir.