—Eso debería de ser fácil. —Mosiah pareció desilusionado—. Fuisteis a casa de Andon anoche...
—El guarda nos escoltó hasta allí y de regreso aquí, de la misma manera que me acompaña cada día a la forja —terminó Joram ferozmente.
—En otras palabras —dijo Simkin con tranquilidad—, quieres que el guarda esté en el País de los Sueños mientras vosotros dos lleváis a cabo oscuras y traicioneras acciones. Y por la mañana, quieres que os encuentre durmiendo tranquilamente en vuestras camitas cuando se despierte.
Echándole una mirada a Simkin, Saryon se agitó incómodo. Las conjeturas del muchacho, hechas en tono festivo, se acercaban mucho a la verdad. Demasiado. El catalista no había querido involucrar a aquellos dos jóvenes, a Mosiah porque era peligroso y a Simkin porque era Simkin.
—Además de esto —continuaba diciendo el joven lánguidamente, bajo su capa de pieles—, no deseas ninguna interrupción por parte de una persona en particular, nuestro Rubio y Siniestro Caudillo. Mi querido muchacho —Simkin se arrebujó en su capa—, nada más fácil. Déjamelo todo a mí.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Saryon, con voz áspera.
—Vaya, amigo mío. No te estarás resfriando, ¿verdad? —preguntó a su vez Simkin con inquietud, girándose para mirar al catalista—. Es un poco peligroso para alguien de edad tan avanzada como tú. Se llevó al Conde de Mooria en cuestión de días, y tenía exactamente tu misma edad. Perdió la cabeza de un estornudo. Literalmente. Fue a aterrizar, ¡plaf!, sobre las natillas. Claro que el Duque Zebulon
dijo
que no era más que una pequeña broma, una especie de espectáculo de sobremesa para divertir a los invitados, y que no había sido su
intención
que su catalista le hiciera caso y le transfiriera tan excesiva cantidad de magia. Pero todos nos preguntamos... Él y el Conde se habían peleado jugando al Destino del Cisne, justamente el día anterior. Algo referente a hacer trampas. De todas formas, los invitados se divirtieron muchísimo. No se habló de nada más durante semanas. Está muy de moda, ahora, conseguir que el Duque te invite a cenar...
—¡No me estoy resfriando! —soltó Saryon cuando consiguió meter baza.
—Encantado de saberlo —dijo Simkin con la mayor seriedad, inclinándose para darle unas palmaditas en la mano al catalista.
—Sigamos con esto —la voz de Joram sonaba impaciente—. ¿El guarda y Blachloch?
—¡Ah, sí! Sabía que estábamos hablando de alguna otra cosa. El guarda. Yo me ocuparé de él —dijo Simkin.
—¿Cómo? —preguntó Mosiah, receloso, dirigiéndole una mirada al catalista.
Era evidente que él y Saryon compartían la misma opinión sobre el barbudo joven.
—Un suave calmante, cuya receta conocemos sólo yo y la Marquesa de Lonnoni, quien tuvo catorce hijos. Eso en cuanto al guarda. Ahora, en cuanto a Blachloch. De todos modos, se me ha requerido para jugar al tarot con él esta noche. No os molestará. Palabra de honor.
—¡Honor! —exclamó Mosiah con sarcasmo—. Iré contigo.
—¡Oh!, no. Totalmente imposible —dijo Simkin, bostezando de nuevo. Estirando los pies en dirección al fuego, se repantigó en la silla en una posición que parecía imposible, removiéndose hasta sentirse totalmente cómodo—. No quisiera parecer insensible, pero eres un poco cateto, querido muchacho. Quiero decir, que no me atrevería a llevarte a ningún sitio en el que hubiera gente educada. Tus modales en la mesa son bastante chocantes. Además —añadió, ignorando la furiosa mirada de Mosiah—, alguien debería quedarse aquí, en esta miserable casucha, para hacer creer que Padre e Hijo están en su interior.
—Ésa no es una mala idea —dijo Joram, colocando una mano en el crispado puño de Mosiah, intentando refrenarlo—. ¿Qué tendría que hacer?
—No demasiado —repuso Simkin, encogiendo los hombros cubiertos por las pieles como un oso remilgado—. Atizar el fuego. Moverse arriba y abajo en frente de la ventana de vez en cuando, de modo que se vea su sombra. Caramba, Mosiah —añadió, bostezando de tal manera que sus mandíbulas crujieron—, podría incluso hacer un conjuro para que tu pelo se pareciera al de Joram. Tan sólo un poco de ayuda de nuestro amigo Vivificador aquí presente y tus trenzas serían la envidia de todas las mujeres del poblado. Largas, gruesas, exuberantes...
Mosiah se volvió hacia Joram.
—Es un bufón —dijo el muchacho en voz baja—. ¡Estás poniendo tu vida en manos de un payaso!
La aburrida expresión que mostraba el barbudo rostro de Simkin cambió repentinamente para convertirse en una mirada tan astuta y penetrante que Saryon hubiera podido jurar, por un instante, que era un extraño el que se sentaba allí. Mosiah estaba de espaldas al joven; Joram miraba malhumorado a Mosiah. Nadie vio aquella mirada excepto el catalista, y antes de que pudiera comprender su significado o absorberla, ya había desaparecido, siendo reemplazada por una juguetona y negligente sonrisa.
El manto de piel se desvaneció, al igual que los calzones de seda y el chaleco. Hubo un revoloteo confuso de colores y, en un instante, Simkin apareció vestido de pies a cabeza con un traje multicolor. Con todos los colores del arco iris colocados de tal manera que desentonaban de una manera atroz, con cintas ondeando por doquier y campanillas tintineando por todo el vestido, Simkin se deslizó fuera de su silla y se arrastró a gatas hasta llegar junto a Joram. Sentándose ante él con las piernas cruzadas, hizo sonar las campanillas de su sombrero.
—Un bufón, sí, soy un bufón —gritó Simkin alegremente, agitando los brazos con grandes ademanes, haciendo que las cintas revolotearan a su alrededor como un remolino de nieblas multicolor—. Soy el bufón de Joram. ¿Recuerdas lo que dijo el tarot? ¡Tu carta era el Rey de Espadas! Algún día serás Emperador y necesitarás un bufón, ¿no es así, Joram? —Inclinándose hacia adelante, Simkin juntó las manos fingiendo orar—. Dejadme ser vuestro bufón, mi Señor. Necesitáis uno, os lo aseguro.
—¿Por qué, imbécil? —preguntó Joram, la media sonrisa bailándole en los ojos.
—Porque sólo un bufón se atreve a decirte la verdad —dijo Simkin en voz baja.
Joram se quedó mirando a Simkin en silencio durante un brevísimo instante; luego, al ver cómo una mueca burlona aparecía en aquel rostro barbudo, levantó una de sus gruesas botas y la colocó con fuerza sobre el pecho del joven, empujándolo hacia atrás. Dando una voltereta, entre frenéticas carcajadas, Simkin efectuó un elegante salto mortal y se quedó de pie.
Haciendo caso omiso de Simkin, que daba saltos por la habitación, Mosiah puso una mano sobre un hombro de Joram, sacudiéndolo casi en su vehemencia.
—Escúchame —le dijo, apremiante—. ¡Olvida esto! Olvida las cartas, olvida cualquier idea que tengas de desafiar a Blachloch. ¡Oh, vamos, Joram! ¡Te conozco! Te he oído hablar. Tendría que ser un estúpido para no comprenderlo. ¡Aprovechemos esta ocasión para escapar! Deja que Simkin utilice su poción con el guarda y probemos suerte ahí fuera, en el País del Destierro. Podemos conseguirlo. Somos jóvenes y fuertes, además tendremos al catalista con nosotros para que nos facilite Vida. Vos vendréis, ¿verdad, Padre?
Saryon no pudo hacer otra cosa que asentir con la cabeza. La idea de desaparecer en los bosques le resultaba tan atractiva de repente, que se hubiera precipitado al exterior en aquel mismo momento sólo con que una persona hubiera dado ejemplo.
Joram no contestó de inmediato, y Mosiah, viendo la expresión pensativa del sombrío rostro de su amigo y confundiéndola con interés, siguió hablando precipitadamente.
—Podríamos ir hacia el norte, a Sharakan. Allí encontraremos trabajo. Nadie nos conoce. Es peligroso, pero no tan peligroso como quedarse por aquí, no tan peligroso como luchar contra Blach...
—No —dijo Joram con calma.
—Joram, piensa...
—¡Piensa tú! —gritó Joram. En sus ojos castaños brilló una llama mientras se sacudía la mano de Mosiah de su hombro—. ¿Crees por un instante que Blachloch dejaría que escapase su catalista sin hacer todo lo posible para recuperarlo? Y sus poderes son condenadamente amplios. ¿Para qué se prepara a los
Duuk-tsarith
? ¡Para capturar y localizar a la gente! ¡Él conoce perfectamente el País del Destierro! Nosotros no. Y cuando nos coja, nos matará a ti y a mí. ¿Qué somos nosotros, después de todo? Pero ¿qué pasará con el catalista? ¿Qué crees que le hará a él?
—Cortarle las manos —dijo Simkin, despojándose de las vestiduras de bufón con un gesto. Vestido de nuevo con sus habituales ropajes llamativos, hizo aparecer la capa de piel y se la colocó sobre los hombros con elegancia—. Es lo que acostumbraban hacer en la antigüedad, según tengo entendido —continuó, pidiendo disculpas con la mirada a Saryon—. No merma su utilidad, ¿sabéis?
Frunciendo el entrecejo, Mosiah mantuvo la mirada fija en Joram.
—¿Y qué pasa si nos coge ahora?
—No lo hará.
Mosiah se volvió.
—Vamos —le dijo a Simkin—. Hemos estado aquí demasiado tiempo. El guarda empezará a sospechar.
—Sí, debemos irnos —asintió Simkin, siguiéndolo—. Me parece que tengo la nariz congestionada. Yo... ¡Atchiss! ¿Veis?, ¡qué os dije! ¡El catalista me ha pasado su resfriado! ¡Estoy...! ¡Atchiss! ¡Bastante enojado! —El pedazo de tela color naranja revoloteó en el aire. Colocándoselo en la nariz, se sonó con aire melancólico—. Y con esa agotadora noche por delante, además. Blachloch hace trampas, ¿sabéis?
—No, él no las hace. Es demasiado bueno en el juego.
Tú
haces trampas —dijo Joram secamente.
—¿Por qué siempre gana? Incluso cuando hago trampas, nunca parezco conseguirlo. Supongo que debería concentrarme en el juego. Te veré de aquí a un rato, querido amigo. Debo ir a recoger esas preciosas florecillas y a preparar la poción. —Simkin guiñó un ojo—. Estad preparados. Oiréis mi voz...
Indicando con la cabeza al centinela, al que se podía ver montando guardia desde el portal de la casa que había al otro lado de la calle, Simkin salió tranquilamente de la prisión.
—¿Qué hay de ti? —preguntó Joram, deteniendo a Mosiah en la puerta.
—Quizá sí, quizá no —le respondió Mosiah sin mirarlo—. Quizá me vaya yo solo, antes de que os cojan a todos.
—Bien..., buena suerte, entonces —dijo Joram con frialdad.
—Gracias. —Mosiah le dirigió una mirada herida y amarga—. Muchas gracias. Que tengáis buena suerte también vosotros.
Dando un portazo detrás de él, salió precipitadamente.
Mirando por la ventana, Saryon lo vio alejarse con la cabeza inclinada.
—Le importas mucho —dijo el catalista, volviéndose desde la ventana para mirar a Joram, que estaba preparando una escudilla de gachas sobre las brasas del hogar.
El muchacho no contestó, se diría que no le había oído.
Atravesando la pequeña y helada prisión, Saryon se tumbó sobre su dura cama. ¿Cuánto tiempo hacía que no dormía? ¿Un sueño realmente tranquilo? ¿Podría volver a dormir alguna vez? ¿O vería siempre a aquel joven Diácono, con aquella expresión aterrada al ver la muerte en los ojos del Señor de la Guerra?
—¿Confías en Simkin? —preguntó Saryon, contemplando las podridas vigas del techo.
—Tanto como confío en vos, catalista —repuso Joram.
—Vamos, vieja bruja, ve un poco más rápido. ¡Si tardas mucho más, la cena se convertirá en desayuno!
La anciana a quien iban dirigidas estas palabras no contestó, ni tampoco pareció moverse más deprisa. Arrastrando los pies mientras iba y venía de la mesa a la chimenea, llevando verduras en el delantal, las arrojó en un puchero que colgaba de un gancho sobre el fuego. Recostado en una silla junto a una mesa que había arrastrado colocándola cerca de la ventana, el centinela vigilaba todas aquellas acciones refunfuñando, dividiendo su atención entre la anciana, el puchero que borboteaba sobre el fuego —del que salía un fuerte olor a cebolla— y la prisión que había al otro lado de la calle.
Una luz muy tenue brillaba a través de la ventana de la prisión, la luz de un débil fuego. De vez en cuando, el guarda podía ver borrosas siluetas que cruzaban por delante de la ventana yendo de un lado a otro. No había nadie por la calle aquella noche; nadie iba a visitar a los prisioneros, y los prisioneros tampoco habían hecho intención de querer salir, cosa que les agradecía. No era una noche para estar en la calle. Una fría y oblicua lluvia chocaba contra el barro de la calle como una lluvia de lanzas, un granizo agudo como puntas de flecha golpeaba las ventanas de las casas, mientras el viento, encabezando aquel violento ataque, gemía y aullaba como una horda de demonios.
—Es idiota mantener a un hombre aquí esta noche —masculló el centinela—. Ni siquiera el Príncipe de los Demonios saldría en medio de una tormenta como ésta. ¿No está listo eso todavía, vieja?
Volviéndose a medias en su silla, levantó la mano como si fuera a abofetear a la mujer. Ésta, que era ligeramente sorda y no veía demasiado bien, siguió sin prestarle atención, y el centinela estaba ya poniéndose en pie cuando lo sobresaltó el repiqueteo del cerrojo de la puerta.
—¡Abrid ahí dentro! —gritó una horripilante voz, tan estridente como el viento.
El centinela dirigió una veloz mirada al otro lado de la calle. La débil luz seguía brillando en la prisión, pero no se veía ninguna sombra en las ventanas.
—¡Eh! ¡Eh! —volvió a gritar la voz.
Aquello fue seguido por una serie de golpes y patadas contra la puerta, que pareció como si fueran a derribarla.
El centinela no poseía precisamente una gran imaginación ni tampoco una gran inteligencia. Habiendo conjurado mentalmente, por así decirlo, al Príncipe de los Demonios, el centinela descubrió, al igual que muchos magos, que era muy difícil hacerlo marchar. El que aquel caballero hubiera ido a reclamar su alma no le pareció imposible, ya que era lo que su madre, a la que sólo recordaba vagamente, le había dicho que sería indudablemente su destino. Poniéndose en pie, miró por la ventana intentando ver a aquel visitante, pero no pudo distinguir nada a excepción de una confusa sombra.
—¡Abre la puerta! —le gritó el centinela a la anciana, ocurriéndosele la peregrina idea de que a lo mejor el Príncipe podría no ser excesivamente escrupuloso en cuanto al alma que se llevaba. Pero la atención de la anciana se concentraba únicamente en el estofado, ya que no había oído ni el grito ni el golpe en la puerta.
—¿Hay alguien en casa? —dijo la voz, y el repiqueteo aumentó.