—Realmente, Blachloch, el único Bufón que ese imbécil recuerda es el que vio esta mañana cuando se miró al espejo. ¡Además, si os vais a poner de malhumor, repasad todas las manos! De todas formas no importa. —Simkin lanzó sus cartas sobre la mesa—. Me habéis derrotado. Siempre lo hacéis.
—No es el ganar —comentó Blachloch, dándole la vuelta a las cartas de Simkin y seleccionándolas—, es el juego, los cálculos, la estrategia, la habilidad para derrotar al oponente. Deberías saber eso, Simkin. Tú y yo jugamos por amor al juego, ¿no es verdad, amigo mío?
—Puedo asegurároslo, querido señor —dijo Simkin lánguidamente, recostándose en su silla—, el juego es la única razón por la que continúo existiendo en este pedazo de hierba y arena que llamamos mundo. Sin él, la vida sería tan aburrida, que más le valdría a uno enroscarse en un ovillo y dejarse caer en el río.
—Yo te evitaré esa molestia algún día, Simkin —repuso suavemente Blachloch, clasificando las diferentes manos jugadas, y pasando las cartas con rápidos y diestros movimientos de sus delgadas manos—. No tolero a aquellos que, equivocadamente, creen que pueden vencerme.
Con un rápido movimiento de muñeca, el Señor de la Guerra arrojó una carta a Simkin. En aquellos momentos, había dos cartas con el Bufón sobre la mesa.
—No es culpa
mía
—dijo Simkin con voz dolida—. Después de todo, es vuestra baraja. No me sorprendería que fueseis
vos
quien intentara hacerme trampas a
mí
. —El joven sorbió por la nariz y el pañuelo de seda naranja apareció en su mano. Simkin se sonó la nariz delicadamente—. Hace una noche horrible ahí fuera. Creo que me he resfriado.
Una ráfaga de viento extraordinariamente fuerte golpeó en la casa, haciendo que las vigas crujieran. En algún sitio, cerca de allí, sonó un fuerte estrépito, una rama de un árbol se había roto y caído al suelo. Barajando las cartas, Blachloch echó una ojeada por la ventana. Su mirada se paralizó bruscamente.
—Hay luz en la herrería.
—¡Oh!, eso —dijo Drumlor, sobresaltado. Había estado dando cabezadas, mientras su cuerpo iba resbalando de la silla con gran regocijo por parte de Simkin. Dándose cuenta, el hombre se enderezó con dificultad—. El herrero tiene a algunos hombres... trabajando hasta tarde.
—Ya —dijo Blachloch. Apilando las cartas con pulcritud, las deslizó hasta Simkin—. Tú das. Y recuerda, te vigilo. ¿Cuál de los hombres está trabajando?
—Joram —dijo Simkin, pasándole las cartas a Drumlor para que cortara.
Un músculo se crispó en la mejilla de Blachloch, y sus ojos se entrecerraron. La mano que había estado descansando con negligencia sobre la mesa se puso en tensión, los dedos curváronse ligeramente sobre sí mismos.
—¿Joram? —repitió.
—Joram. Un jugador muy poco prometedor, ya que lo mencionamos —dijo Simkin, bostezando—. Demasiado impaciente. A menudo se lo puede engatusar para que juegue sus triunfos, en lugar de guardárselos para más adelante, cuando le serían de más utilidad.
Disponiéndose a repartir, la atención de Simkin estaba puesta en Blachloch, no en las cartas.
—¿Qué hay del catalista? —preguntó Blachloch, mirando por la ventana aquel llameante punto rojo que brillaba en la caverna, parpadeante, oscurecido por la torrencial lluvia y el granizo.
—Es un jugador mucho más experto, aunque uno no lo pensaría así al verlo —replicó Simkin en voz baja, barajando de nuevo las cartas con aire ausente—. Saryon juega según las reglas, amigo mío. —Una sonrisa apareció en los labios de Simkin—. Os propongo que no juguemos más. Empiezo a encontrar este juego mortalmente aburrido.
Drumlor lanzó a Simkin una mirada de profundo agradecimiento.
—Os diré la buenaventura en lugar de ello, ¿queréis? —le preguntó el joven a Blachloch con indiferencia.
—Ya sabes que no creo en eso... —Apartando la mirada de la ventana, Blachloch tuvo una fugaz visión del rostro de Simkin—. Muy bien —dijo con brusquedad.
El viento se levantó de nuevo. La lluvia entró por la chimenea, siseando al caer sobre el fuego. Acomodándose en su silla, Drumlor cruzó las manos sobre el estómago y volvió a dejarse llevar por el sueño. Simkin le pasó las cartas a Blachloch.
—Cortadlas...
—Sáltate esas tonterías —le replicó fríamente el Señor de la Guerra—. Acaba de una vez.
Encogiéndose de hombros, Simkin volvió a tomar las cartas.
—La primera carta es vuestro pasado —dijo, dándole la vuelta. Una figura mitrada aparecía sentada entre dos columnas—. El Sumo Sacerdote. —Simkin enarcó una ceja—. Vaya, esto es un poco extraño...
—Continúa.
Con un gesto de indiferencia, Simkin volvió la segunda carta.
—Éste es vuestro presente. El Mago Invertido. Alguien que es mago pero no es...
—Ya las interpretaré por mí mismo —dijo Blachloch, manteniendo los ojos clavados en las cartas.
—El futuro... —Simkin le dio la vuelta a la tercera carta—. El Rey de Espadas.
Blachloch sonrió.
—Qué color tan extraño tiene —murmuró Saryon—. El hierro se pone rojo. Esto se pone blanco. Me pregunto por qué. Sin duda, a causa de que tiene propiedades diferentes. Ojalá pudiera estudiarlo... Ahora ve con cuidado. Pon la cantidad exacta. Eso es.
Apenas si respiraba, por si aquello pudiera hacer perder la concentración a Joram y provocar que vertiera demasiado de aquel líquido fundido.
—No parece suficiente —observó Joram, mirándolo desaprobadoramente.
—¡No pongas más! —lo instó Saryon; alargó la mano para detener al joven—. ¡No le añadas más!
—No lo voy a hacer —replicó Joram fríamente, levantando el crisol y colocándolo a un lado.
El catalista sintió que podía volver a respirar libremente.
—Ahora debes...
—Esta parte ya la sé —lo interrumpió Joram—. Ése es mi oficio.
Vertió el ardiente líquido en un gran molde hecho de arcilla, sujeto por piezas de madera.
Mirándolo, Saryon tragó saliva, nervioso. Tenía la boca seca, con un regusto a hierro, y se bebió un vaso de agua con avidez. El calor en la fragua era sofocante. Sus ropas estaban sucias de hollín y empapadas de sudor. El cuerpo de Joram relucía a la luz del fuego y sus negros cabellos, sujetos hacia atrás por una cinta de cuero que le rodeaba la frente, se enroscaban con fuerza alrededor de su rostro. Contemplando al muchacho mientras trabajaba, Saryon volvió a sentir aquella punzada en su memoria, un pequeño dolor tan agudo como una espina.
Había visto un pelo como aquél, lo había admirado. Había sido hacía mucho tiempo en... en... El recuerdo estaba casi allí y entonces se esfumó. Fue en su busca de nuevo, pero no regresó y permaneció perdido entre las hojas de mohosos libros, enterrado bajo cifras y ecuaciones.
—¿Por qué me miráis así? ¿Cuánto tiempo dura el período de enfriamiento?
Saryon volvió al presente, sobresaltado.
—Lo... lo siento —dijo—. Mis pensamientos estaban... muy lejos. ¿Qué preguntabas?
—El enfriamiento...
—¡Oh, sí! Treinta minutos.
Poniéndose en pie con dificultad, se dio cuenta entonces de que no se había movido durante una hora, y decidió ir a ver si aún continuaba la tormenta. Por el rabillo del ojo, vio cómo Joram cogía un aparato para controlar el tiempo. Una buena prueba de lo abstraído que estaba Saryon fue que no le dedicara más que una mirada, a pesar de que, cuando había visto por primera vez lo que Andon denominaba un «reloj de arena», había quedado totalmente fascinado por su asombrosa simplicidad.
Sintió el frío antes de haberse acercado siquiera a la entrada de la cueva. Si antes había sido glacial, ahora era aún peor, en contraste con el calor de la fragua. Saryon podía oír otra vez el aullido del viento pero sonaba lejano, como si la fiera estuviera encadenada en el exterior, gimiendo por entrar.
Sacudiendo la cabeza, Saryon regresó apresuradamente junto a la fragua, donde Joram estaba muy ocupado limpiando todas las huellas de su extraña labor.
—¿Cuánta cantidad de piedra-oscura existe? —preguntó el catalista, observando cómo Joram recogía cuidadosamente en el interior de una pequeña bolsa los finos granos del mineral pulverizado.
—No lo sé. Encontré estas pocas piedras en las minas abandonadas que hay debajo de la casa de Andon. Según lo que leí en los libros, había un enorme depósito del mineral en algún sitio cerca de allí. Desde luego, ése es el motivo de que los Tecnólogos vinieran a este lugar después de la guerra. Planeaban volver a forjar sus armas, regresar y vengarse de aquellos que los habían perseguido.
Saryon sintió la mirada acusadora y penetrante de aquellos oscuros ojos, pero no se acobardó ante ella. Por lo que había visto en los libros, los miembros de su Orden habían tenido razón al desterrar aquel Arte Arcano y suprimir aquellos peligrosos conocimientos.
—¿Por qué no lo hicieron?
—Tenían demasiadas cosas de las que preocuparse —refunfuñó Joram—. Cosas tales como permanecer vivos. Luchar contra los centauros y otras criaturas mutadas, creadas y luego abandonadas por los Estrategas. Más tarde vinieron el hambre y las enfermedades. Los pocos catalistas que habían llegado con ellos murieron sin dejar herederos. Pronto todo lo que le preocupó a aquella gente fue sobrevivir. Dejaron de escribir su historia. ¿Para qué? Sus hijos no sabían leer, no tenían tiempo de enseñarles. La lucha por la supervivencia era demasiado desesperada. Finalmente, incluso el recuerdo de las viejas técnicas se perdió, y con ellas desapareció también la idea de volver y buscar venganza. Todo lo que queda son los cánticos de la Ceremonia del Scianc y unas cuantas piedras.
—Pero las canciones transmiten la tradición; sin duda hubieran podido utilizarlas para transmitir los conocimientos —protestó Saryon suavemente—. ¿Qué pasaría si tú estuvieses equivocado, Joram? ¿Y si esta gente se hubiera dado cuenta del horror que habían estado a punto de hacer caer sobre el mundo y hubieran escogido suprimirlo deliberadamente ellos mismos?
—¡Bah! —gruñó Joram, volviéndose del lugar donde había escondido el crisol en el montón de desperdicios—. Los cánticos guardan la clave de esos conocimientos. Era la única forma de que los sabios pudieran transmitirla, cuando vieron cómo las tinieblas de la ignorancia empezaban a cernirse sobre ellos, y eso es lo que refuta vuestra mojigata teoría, catalista.
Hay
claves en esas letanías para aquellos que de verdad las escuchan. De ellas es de donde saqué la idea de buscar en los libros. Para los Hechiceros —hizo un gesto señalando al poblado, más allá de las paredes de la cueva—, los cánticos no son nada, sólo palabras místicas, palabras llenas de magia y de poder quizá, pero cuando se llega al fondo, sólo son palabras.
Saryon negó con la cabeza, nada convencido.
—Seguramente debe de haber habido otros antes de ahora que se dieron cuenta de eso.
—Los ha habido —dijo Joram, la media sonrisa brillando en las profundidades de su oscura mirada—. Andon fue uno. Blachloch otro. El anciano sabía que las claves estaban allí, sabía que conducían a los libros que habían sido tan cuidadosamente conservados. —Joram se encogió de hombros—. Pero no sabía leer. Preguntadle algún día, Saryon, sobre el amargo sentimiento de frustración que lo roía por dentro. Oídle contar cómo bajaba a la mina y se quedaba allí mirando los libros, maldiciéndolos incluso, con una rabia impotente, porque sabía que en su interior estaban los conocimientos que podían ayudar a su gente, más preciosos que el tesoro del Emperador, e igual de imposible de conseguir para aquellos que no poseen la llave.
Joram hablaba con una profunda y apasionada intensidad que Saryon encontró bastante extraordinaria en aquel joven que normalmente se mostraba sombrío y reticente. Cuando mencionó la palabra llave, su mano se cerró sobre un objeto invisible, con los ojos llameando en febril excitación. El catalista se removió incómodo. Sí, ahora tenía la llave, la llave del tesoro, y el mismo Saryon le había mostrado cómo hacerla entrar en la cerradura.
—¿Qué dijiste sobre Blachloch? —preguntó, intentando desterrar aquellos inquietantes pensamientos y tratando también de apartar de su mente el hecho de que la arena se acumulaba rápidamente en la parte inferior del reloj.
—La primera vez que oyó los cánticos, según dice Andon, oyó las claves y dedujo que debían existir los libros, pero el anciano, que temía a Blachloch desde el principio, se negó a decirle dónde encontrarlos. Eso debe de haber resultado bastante frustrante para el Señor de la Guerra. —La media sonrisa casi se materializó en los labios de Joram—. Un maestro en el arte de la «persuasión» y no se atreve a utilizarlo porque sabe que todo el campamento se rebelaría contra él.
—Está esperando el momento oportuno, eso es todo —dijo Saryon casi en un susurro—. Ahora tiene a la gente tan dominada que puede hacer lo que quiera.
Joram no respondió; su mirada estaba clavada en el estuche de arcilla, aunque de vez en cuando miraba con impaciencia hacia el reloj de arena. También Saryon se quedó silencioso, sus pensamientos conduciéndole a lugares por los que preferiría no pasar todavía. El silencio se hizo tan profundo que pudo advertir lo diferente que era el sonido de la respiración de cada uno de ellos, la suya algo rápida y superficial contrastando con la de Joram, que era más profunda y regular. Empezó a imaginar que podía oír el crujir de la arena al caer a través del cuello del reloj.
La arena cayó del todo. Lentamente, casi de mala gana, Joram se puso en pie y cogió un martillo. Sujetándolo con ambas manos, se colocó encima del molde que descansaba sobre el suelo de piedra de la cueva, contemplándolo fijamente.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó de repente Saryon—. ¿Por qué te enseñó Andon los libros?
Levantando la mirada hacia el catalista, contemplándolo con aquellos ojos oscuros que ya no eran oscuros sino que relucían como si el frío material del que estaban hechos hubiera sido calentado en el carbón de la fragua, Joram sonrió, una sonrisa victoriosa, triunfante, una sonrisa que se reflejó en sus labios, aunque no fuera más que en una mueca siniestra.
—No lo hizo. No la primera vez. Simkin me los enseñó.
Levantando el martillo, Joram lo abatió sobre el molde de arcilla, haciéndolo añicos. El fuego de la fragua se reflejó anaranjado sobre su piel cuando se agachó sobre el oscuro objeto que yacía entre pedazos de arcilla y madera astillada. Estiró cautelosamente una mano que temblaba de impaciencia por cogerlo.