Cientos de practicantes del Noveno Misterio fueron enviados al Más Allá en lo que se denominó La Expulsión. Sus libros y documentos fueron destruidos, según informaron los catalistas, aunque éstos guardaron en secreto copias de muchos de ellos («Para vencer al enemigo, se debe llegar a conocerlo tan bien como a nosotros mismos»). Las terribles armas y máquinas de guerra de los Hechiceros se convirtieron poco a poco en oscura leyenda; las historias de máquinas que sacaban el agua del río y de carruajes que se arrastraban por el suelo sobre pies redondos se convirtieron en tema para cuentos infantiles que hacían reír a los niños.
Los pocos que consiguieron escapar de aquella persecución huyeron al País del Destierro, donde tuvieron que librar una constante y dura batalla por su supervivencia. Más tarde, pasaron a engrosar sus filas todos aquellos que, según el Patriarca Vanya, se sentían resentidos contra el mundo. Hombres y mujeres de las clases inferiores que se habían rebelado a su suerte, gentes de todas las clases sociales cuya codicia les había conducido al crimen, y otros cuyas retorcidas pasiones les habían hecho cometer mil y un pecados. También llegaron allí, años después, los Muertos, aquellas criaturas que no habían pasado las Pruebas. A todos se los aceptó porque a todos se los necesitaba para que ayudaran en la batalla que se libraba contra aquella tierra salvaje y primitiva, y sus habitantes.
Finalmente, con el paso de los siglos, los Tecnólogos habían conseguido crear un refugio en aquel lugar desolado, donde podían vivir más o menos en paz. Todo lo que deseaban era que los dejaran tranquilos, ya que no les quedaban ni ambiciones, ni deseos de imponer sus costumbres a otros. Querían vivir a su aire, trabajando el metal y la arcilla, construyendo sus norias, muelas y molinos de grano. Aunque seguían siendo un refugio para los desterrados de la sociedad, los Hechiceros del Noveno Misterio crearon sus propias leyes, que hacían cumplir con severidad. De esta forma se deshacían de aquellos que estaban corrompidos. Así consiguieron vivir aislados y aparte del resto de Thimhallan durante muchos, muchos años, y con el tiempo incluso consiguieron que el resto del mundo casi se olvidara de ellos.
Si el mundo se hubiera olvidado de los Hechiceros, hubiera dejado de ocuparse de ellos, pero, como a menudo le sucede a la humanidad en su búsqueda de conocimientos, la Cofradía tropezó por casualidad con un descubrimiento que hubiera podido conducir a cosas muy útiles pero que, por el contrario, fue utilizado para el mal.
Los Hechiceros aprendieron, una vez más, el antiguo y perdido arte de forjar el hierro.
¿Quién sabe de que manera aquel descubrimiento condujo hasta ellos a los hombres malvados? Quizá fuera el descubrimiento de un tosco cuchillo clavado en el cuerpo sin vida de un centauro. Quizás una lanza encontrada en las manos de un pobre y patético gigante, que balbuceó el nombre de aquellos que se la habían hecho antes de sucumbir a la tortura. Eso no importa ahora. Lo importante es que los bandidos descubrieron la Cofradía, gente tranquila y sencilla, que vivía aislada del mundo. Esclavizarlos fue tarea fácil, ya que el cabecilla de los bandidos era un poderoso Señor de la Guerra, un antiguo
Duuk-tsarith
.
Así pues, durante los últimos cinco años, los Tecnólogos han estado gobernados por un grupo que ha tomado el hierro, ha tomado aquello que no tenía Vida y le ha infundido la más mortífera de las vidas.
En menos tiempo de lo que se tarda en contarlo, Saryon inició su viaje. Cuando estuvo preparado para abandonar El Manantial, descubrió que ya no se sentía asustado, ni tampoco enojado o resentido. Se había resignado, y había aceptado su destino. Después de todo, había escapado al castigo durante diecisiete años... Abandonó El Manantial al amparo de la noche, efectuando el viaje a gran velocidad gracias a los Ejecutores, los enlutados
Duuk-tsarith
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Únicamente una persona se dio cuenta de que Saryon se había ido: el Diácono Dulchase. Cuando las indagaciones efectuadas entre Maestros y Hermanos dieron como resultado tan sólo encogimientos de hombros y miradas de perplejidad, Dulchase, seguro del favor de su Duque, se enfrentó finalmente con el mismo Patriarca Vanya.
—A propósito, Divinidad —dijo Dulchase en tono familiar, plantándose frente al Patriarca, que paseaba por uno de los jardines colgantes—, últimamente he notado la ausencia del Hermano Saryon. Él y yo íbamos a discutir una hipótesis matemática sobre la posibilidad de conseguirle la luna a la Emperatriz. La última vez que lo vi, me comentó que había sido llamado a vuestros aposentos. Me preguntaba...
—¿El Padre Saryon? —lo interrumpió el Patriarca fríamente, lanzando una ojeada a su alrededor a varios catalistas, miembros de su servicio, que estaban por allí cerca—. El Padre Saryon... —el Patriarca reflexionó—. Sí, ahora recuerdo. Creo que él y yo discutimos una teoría matemática suya, algo sobre el modelado de la piedra. Me pareció cansado. Trabaja demasiado. ¿No os parece,
Diácono
? —Hizo hincapié en el rango—. Le recomendé unas... vacaciones.
—Estoy seguro de que tomó vuestra recomendación al pie de la letra, Divinidad —replicó el obstinado Diácono, ceñudo.
—Así lo espero, Hermano —dijo el Patriarca, alejándose.
Con un suspiro, Dulchase regresó a su celda para celebrar la Ceremonia Nocturna, mientras mentalmente veía a su pobre amigo avanzando penosamente entre judías y pepinos.
Dulchase no andaba muy equivocado en sus figuraciones. El Patriarca había decretado que Saryon debería crearse una «reputación» como catalista renegado de modo que, cuando desapareciera en el País del Destierro, se creyera en su historia. También le aconsejó a Saryon que averiguara todo lo que pudiera sobre Joram, para obtener información sobre el joven que pudiera serle de utilidad más adelante. ¿Qué mejor modo había pues de alcanzar ambos objetivos que vivir entre los Magos Campesinos del poblado de Walren?
Saryon aceptó el plan con calma y tranquilidad, como un condenado que acepta su destino. Después de reflexionar sobre ello seriamente, había llegado a la conclusión de que aquel asunto de Joram era una farsa. No parecía haber ninguna otra explicación razonable. Simplemente no podía comprender por qué el Patriarca se tomaba tantas molestias para localizar a un joven Muerto, incluso si éste era un asesino.
Sencillamente, Saryon ya no era de utilidad a la Orden y aquélla era la forma en que Vanya lo eliminaba rápida y silenciosamente. No era la primera vez que ocurría; habían desaparecido catalistas con anterioridad. El Patriarca se había molestado incluso en conseguir un testigo en la persona de aquel desdichado Padre Tolban, quien contaría que Saryon había dado su vida por una causa heroica. De esta forma el espíritu de la madre de Saryon descansaría tranquilo y no molestaría a Vanya por las noches como hacían algunos espíritus ahora que ya no existían los nigromantes para aplacarlos.
Saryon y el Padre Tolban llegaron a la aldea de Walren a los pocos momentos de haber abandonado El Manantial, viajando a través de los Corredores, cuyas salas mágicas hacían que un viaje de cientos de kilómetros ocupara simplemente el espacio de tiempo que se emplea en colocar un pie delante del otro.
A pesar de que acababa de anochecer cuando llegaron, los Magos Campesinos estaban ya en la cama y dormidos, según Tolban, quien evidentemente se sentía nervioso e incómodo en presencia de Saryon. Murmurando unas palabras en el sentido de que estaba seguro de que Saryon desearía también descansar, Tolban condujo al sacerdote a una vivienda vacía cerca de la suya.
—El antiguo capataz vivía aquí —dijo el Padre Tolban con voz melancólica, abriendo la puerta que daba acceso al interior de un árbol quemado que había sido convertido en una vivienda como las demás de la aldea. Era ligeramente mayor que el resto, y parecía estar a punto de desplomarse.
Saryon le echó una ojeada al interior con amarga resignación. Su infelicidad era tal que parecía como si nada pudiera aumentarla ya.
—¿El capataz que fue asesinado? —preguntó con calma.
Tolban asintió con la cabeza.
—Espero que no os importe —musitó, frotándose las manos ya que soplaba un helado vientecillo primaveral—. Además es... es lo único que está vacío en estos momentos.
«Qué importa», pensó Saryon, hastiado.
—No, está bien.
—Os veré a la hora del desayuno, entonces. ¿Tendríais inconveniente en acompañarme en las comidas? —preguntó el Padre Tolban, indeciso—. Hay una mujer, demasiado vieja para trabajar en los campos, que se gana la vida haciendo tales faenas.
Saryon estaba a punto de responder que no tenía hambre y no esperaba tenerla, cuando repentinamente se dio cuenta de la expresión ansiosa y cansada de Tolban. Algo pasó por la mente de Saryon entonces y, recordando la bolsa que alguien le había entregado antes de que abandonara El Manantial, se la entregó al Catalista Campesino.
—Desde luego, Hermano —repuso Saryon—. Estaría encantado de compartir vuestra mesa, pero debéis dejarme pagar mi parte.
—Diácono..., esto... esto es demasiado —tartamudeó Tolban, que no había apartado los ojos de la pesada bolsa desde que llegaran. Un fragante aroma de tocino y queso llenaba el ambiente.
Saryon sonrió sardónicamente.
—Podemos perfectamente comérnoslo ahora. No creo que lo necesite en el lugar a donde voy, ¿no le parece, Hermano?
Ruborizándose, el Padre Tolban murmuró una respuesta incoherente y retrocedió apresuradamente hasta la puerta, dejando a Saryon contemplando la casa. En alguna ocasión, debía de haber sido un lugar relativamente agradable en el que vivir, pensó Saryon con tristeza. Las paredes eran de madera pulimentada, y las ramas que formaban el techo daban muestras de haber sido reformadas y reparadas por manos hábiles, pero su último propietario llevaba muerto un año, y se había permitido que la vivienda se convirtiera en una ruina. Aparentemente, nadie había entrado en ella desde el asesinato de aquel hombre; había vestigios de su antiguo propietario desperdigados por todas partes en forma de ropas y unos pocos artículos personales.. Recogiéndolos, Saryon lo arrojó todo al hogar; luego miró a su alrededor.
Había una cama, formada de una rama del árbol, en un extremo de la pequeña habitación, y una tosca mesa y varias sillas amontonadas cerca del hogar, mientras que algunas ramas hacían de estanterías en las paredes que habían sido el tronco del árbol, y aquello era todo. Pensando en su cómoda celda en El Manantial, con su colchón de plumas, el acogedor fuego y las gruesas paredes de piedra, Saryon le dirigió a la cama donde había dormido el hombre asesinado una mirada estremecida. Luego, envolviéndose en sus ropas, se tumbó en el suelo, dando paso a la desesperación.
A la mañana siguiente, después de compartir el exiguo desayuno de Tolban, Saryon tuvo ocasión de conocer a la charlatana Marm Hudspeth, la cual lo consideró un prodigio enviado por el mismo Almin. Luego el catalista fue conducido al exterior para que conociera al resto de su gente e iniciara sus labores.
Según el papel que se le había encomendado, a Saryon lo habían enviado a los campos a causa de una infracción menor cometida contra la Orden, y aparentemente debía mostrarse descontento y rebelde. Pero, tal y como ya se ha dicho, no era un buen embustero.
—No sé si sabré representar mi papel —le confió al Padre Tolban mientras avanzaban por entre el barro hacia el lugar donde los magos los aguardaban pacientemente en fila, en espera de que se les concediera el matutino Don de la Vida.
—¿Cuál...? ¿El de mostrarse enojado con la Iglesia? ¿El de estar enfadado por haber sido enviado aquí? ¡Oh!, lo hará bien —murmuró tristemente el Padre Tolban, mientras el viento primaveral hacía que sus ropas le azotaran el escuálido y agotado cuerpo—. Porque lo sentirá.
Y Saryon descubrió que así era. No llevaba ni un día en Walren cuando una parte de su profundo desconsuelo y autocompasión ya había desaparecido para dar paso a la cólera que le inspiraba la forma en que se obligaba a vivir a aquella gente.
Había considerado su alojamiento demasiado pequeño y reducido hasta que descubrió que familias enteras vivían en chozas de un tamaño semejante. En cuanto a la comida, era sencilla e insípida, además de escasa después del duro invierno, pues, al contrario de los afortunados habitantes de las ciudades donde el clima está bajo control, los Magos Campesinos están sujetos a los caprichos de las diferentes estaciones del año. En Merilon, rodeaba por su cúpula mágica, únicamente llueve cuando la Emperatriz decide que resulta pesado tanto sol, y la nieve cae tan sólo para brillar tenue y decorativa a la luz de la luna, sobre los palacios de cristal. Por el contrario, en la frontera tenían lugar terribles tormentas, como jamás las había presenciado Saryon.
—Los nobles de allí —el Padre Tolban lanzó una mirada en dirección a la lejana Merilon— temen a estos campesinos. Y con razón. —El Catalista Campesino se estremeció—. Vi sus rostros el día que ese condenado chico mató al capataz. ¡Pensé que iban a matarme a mí también!
Saryon también se estremeció, pero de frío. El viento había estado soplando sin parar desde las montañas y, hasta que cambiara, la primavera parecía más bien invierno. Abriendo un conducto hacia Marm Hudspeth, el Padre Tolban le dio Vida suficiente para que envolviera a los dos catalistas en una confortable esfera de calor que hizo que Saryon se sintiera como si estuviera sentado en una burbuja ardiente. Sin embargo no sirvió de mucho; al parecer el frío desafiaba a la magia. Había vivido en aquella choza más tiempo que los mortales, y deslizándose desde el suelo y las paredes, se filtró a través de los pies de Saryon y se le introdujo en los huesos. Se preguntó si volvería a entrar en calor de nuevo y algunas veces incluso pensó, con bastante amargura, que el Patriarca Vanya podía al menos haberle dicho que pretendía torturarlo antes de ejecutarlo.
—Pero si el Emperador teme una rebelión, ¿por qué no mejora las condiciones de vida? —preguntó Saryon, irritado, intentando cubrirse los pies con el faldón de su blanca túnica—. Dándole a esa gente una casa, comida suficiente...
—¡Comida suficiente! —Tolban parecía escandalizado—. Hermano Saryon, para empezar, esta gente tiene grandes poderes mágicos. He oído decir que son más poderosos que los
Albanara
, los magos que pertenecen a la nobleza. ¿Cómo podríamos controlarlos si aún se volvieran más poderosos? Ahora mismo, se ven obligados a depender de nosotros para que les proveamos de Vida, y deben utilizar toda su energía para sobrevivir. Si alguna vez consiguieran almacenarla... —Sacudió la cabeza; entonces, mirando a su alrededor temeroso, se acercó a Saryon—. Y existe otro motivo —le susurró—. ¡Sus hijos no nacen Muertos!