Pero, finalmente llegó la oscuridad y el silencio y, por fin, se apoderó de él el sueño, un sueño tranquilo y sosegado. Por último llegó un día en que sus ojos se abrieron y miraron a su alrededor, y Anja y Merilon habían desaparecido y únicamente había una anciana sentada junto a él y aquel golpeteo que resonaba en sus oídos.
—Has efectuado un largo viaje, Muchacho de Cabellos Oscuros —le dijo la anciana, alargando la mano para echarle hacia atrás la negra melena—. Un viaje muy largo que estuvo a punto de llevarte al Más Allá. La Hacedora hizo todo lo que pudo, pero sin un catalista que le proporcione Vida, sus artes son limitadas.
Joram intentó sentarse, pero descubrió que sus brazos y sus piernas estaban atados.
—Desatadme —gritó con voz ronca, intentando hacerse oír por encima de los golpes y bramidos que llegaban de algún lugar cercano, pero, aparentemente, fuera de la cabaña.
—No, chico, no estás atado —dijo la mujer, sonriendo ligeramente divertida—. No, ahora quédate quieto. Tenías una pierna rota por dos sitios y un brazo prácticamente arrancado y las costillas aplastadas. Las ataduras que notas mantienen tus huesos en su sitio, jovencito. —Su sonrisa se transformó en una de orgullo—. Un invento de mi esposo, de cuando era joven. Es lo mejor que pudimos hacer por ti, sin un catalista que ayudase a nuestra Hacedora. Esas tablillas sujetan los huesos en su lugar mientras ellos mismos se van uniendo unos con otros por sí solos.
Joram se recostó, confuso y receloso, pero demasiado fatigado para discutir o luchar. Aquellos golpes incesantes parecían provenir ahora del interior de su cabeza. Viéndole hacer una mueca de dolor, la anciana le dio unas palmaditas.
—El ruido es de la forja. Con el tiempo, te acostumbrarás a él. Ahora yo ya no lo oigo, excepto cuando para. Es muy probable que acabes trabajando allí, chico —añadió, levantándose—. Apostaría a que eres fuerte y estás acostumbrado a trabajar duro. Puedo verlo en los callos de tus manos. Nos irá bien un joven fornido como tú; pero no te preocupes de eso ahora. Te conseguiré un poco de caldo, si crees que podrás tragarlo.
Joram asintió. Las vendas le producían picazón y sufrió un fuerte dolor al moverse. Pero entonces sintió un brazo que le pasaba por detrás de la cabeza y el contacto de algo en sus labios. Abriendo los ojos, vio a la anciana que sostenía un cuenco y un extraño utensilio en la mano. Con aquel utensilio, trasladó el caldo desde el cazo hasta la boca de Joram. Tenía un sabor salado y delicioso, llenando su cuerpo de un agradable calorcillo, de modo que lo engulló con avidez.
—Bueno, eso es suficiente —le dijo la mujer, volviéndolo a acostar—. Tu estómago aún no está acostumbrado. Debes intentar dormir otra vez.
«¿Cómo podré dormir con ese ruido infernal?», pensó.
—¿Qué es una forja? —preguntó cansadamente.
—Ya lo verás, todo a su tiempo, Muchacho de Cabellos Oscuros —dijo, inclinándose sobre él con otra cariñosa sonrisa.
Al hacerlo, Joram se fijó en un objeto que colgaba de una cadena de plata que llevaba al cuello, que se había escapado del corpiño de su vestido y se balanceaba ahora ante sus ojos. Era un colgante de alguna especie, se dijo Joram, recordando cómo Anja le había hablado de las resplandecientes joyas que llevaba la gente de Merilon; pero esto no era una joya resplandeciente. Era un círculo hueco y mal acabado, tallado en madera atravesado por nueve delgadas varillas.
Viendo que Joram clavaba la mirada en aquel objeto, la anciana lo tocó con una mano, acariciándolo con el mismo orgullo con que la Emperatriz hubiera podido acariciar sus ricas joyas.
—¿Dónde estoy? —preguntó Joram soñoliento, sintiéndose como si estuviera realizando de nuevo aquel terrible viaje y las aguas lo arrastraran una vez más.
—Estás con aquellos que practican el Noveno Misterio, aquellos que, según algunos, traerían la muerte y la destrucción a Thimhallan.
La voz de la anciana sonaba triste, como el suave murmullo del río. Llegaba hasta él lejana, ahogada por los golpes y los bramidos, y mientras flotaba sobre las aguas, oyó de nuevo la voz de la mujer, susurrante como el viento:
—Somos la Cofradía de la Rueda.
Habían pasado diecisiete años desde que Saryon cometiera el horrible crimen de leer libros prohibidos. Hacía diecisiete años que lo habían llevado a Merilon y también hacía diecisiete años de la muerte del Príncipe. Los habitantes de Merilon y su pequeño imperio de ciudades-estado vecinas acababan de celebrar la fiesta conmemorativa de tan triste suceso, cuando a Saryon se le convocó de nuevo a los aposentos del Patriarca Vanya en El Manantial.
Aquella llamada, al coincidir con el triste aniversario, trajo a Saryon unos recuerdos tan desdichados y espantosos que no pudo evitar obedecer con una cierta turbación. De hecho, había regresado a El Manantial desde su residencia habitual en la Abadía de Merilon expresamente para evitar aquella celebración que le recordaba no sólo sus esperanzas y sus sueños frustrados, y el amargo dolor de la Emperatriz, sino también la tristeza de otros a quienes había visto, cuyos hijos habían nacido Muertos.
Saryon siempre regresaba a El Manantial, si le era posible, durante aquella época del año. Allí, Saryon encontraba consuelo, ya que a ningún habitante de El Manantial se le permitía jamás hacer la menor alusión a la muerte del Príncipe, y mucho menos conmemorarla. El Patriarca Vanya lo había prohibido, algo que a todos les pareció extraño.
—El Viejo Vanya realmente odia esta celebración —le comentó el Diácono Dulchase a Saryon mientras ambos deambulaban por los silenciosos y tranquilos pasillos de la montañosa fortaleza.
—No puedo decir que le culpe —repuso Saryon, sacudiendo la cabeza con un suspiro.
Dulchase soltó un resoplido. Diácono todavía a sus cincuenta años y sabiendo que moriría sin duda alguna siendo Diácono, Dulchase no tenía escrúpulos en decir lo que pensaba, incluso estando en El Manantial, donde, se decía, las paredes tenían oídos, ojos y boca. La razón de que no se lo hubiera enviado a los campos de labranza hacía ya mucho tiempo, debía atribuirse por completo a la intervención del ya anciano Duque de Justar, en cuya familia se había criado.
—¡Bah! Es mejor permitirle ese capricho a la Emperatriz. No es pedir demasiado. Almin lo sabe. ¿Te enteraste de que Vanya intentó disuadir al Emperador de declararla fiesta oficial?
—¡No!
Saryon pareció escandalizado.
Dulchase asintió, satisfecho de saber tantas cosas; de hecho, estaba enterado de todos los comadreos de la corte.
—Vanya le dijo al Emperador que era pecaminoso recordar a alguien que había nacido sin Vida, alguien que evidentemente estaba maldito.
—¿Y el Emperador se negó?
—Este año volvieron a llenar Merilon de colgaduras color
Azul Llanto
, ¿no es así? —preguntó Dulchase, frotándose las manos—. Sí, el Emperador tuvo agallas suficientes como para enfrentarse con Su Divinidad, a pesar de que ello supuso que Su Divinidad abandonara el Palacio con aire ofendido y ahora se niegue a acercarse siquiera a la corte.
—No puedo creerlo —musitó Saryon.
—¡Oh!, eso no durará. Es sólo para impresionar. Al final será Vanya quien gane, de eso no hay duda. Espera y verás. En la primera cuestión que surja, el Emperador estará encantado de ceder ante él. Harán las paces y Vanya simplemente esperará hasta el próximo año para volver a empezar de nuevo.
—No me refería a eso —dijo Saryon, mirando a su alrededor incómodo y llamando la atención de Dulchase hacia un enlutado
Duuk-tsarith
, que permanecía de pie en el pasillo, en silencio, el rostro oculto en las profundidades de su capucha, las manos cruzadas al frente como era preceptivo. Dulchase volvió a resoplar con desdén, pero Saryon se percató de que el Diácono cruzaba el pasillo para andar por el otro lado—. Quiero decir, que no puedo creer que el Emperador se negara.
—Desde luego, todo fue a causa de la Emperatriz —explicó Dulchase inclinando la cabeza con malicia y bajando ligeramente la voz, tras echarle una ojeada al Ejecutor—.
Ella
ordenó que se hiciese y, por lo tanto, desde luego, se hizo. ¡Tiemblo sólo con pensar qué ocurriría si se le metiese en la cabeza pedir la luna! Pero tú debes saberlo. Has estado en la corte.
—No, no he estado tantas veces —rechazó Saryon.
—¡Vive en Merilon y no va a la corte! —Dulchase le lanzó a Saryon una mirada divertida.
—Mírame —dijo Saryon. Ruborizándose le mostró sus enormes y torpes manos—. Yo no encajo en los ambientes de lujo y belleza. ¿Ya viste lo que pasó durante la ceremonia, hace diecisiete años, cuando le di a mi túnica un color equivocado? ¡Y no creo que haya conseguido nunca que fuera el correcto desde entonces! Si el color debía ser
Albaricoque Flambeado
, el mío era
Melocotón Pasado
. ¡Oh!, puedes reírte, pero es verdad. Finalmente, decidí dejar de cambiar los colores de mi túnica. Era mucho más fácil llevar la sencilla túnica blanca sin adornos que corresponde a mi rango y profesión.
—¡Apostaría que tenías éxito! —dijo Dulchase mordaz.
—¡Oh, desde luego! —le respondió Saryon con una triste sonrisa y encogiéndose de hombros—. Ya sabes cómo me llamaban a mis espaldas: Padre Cálculo, debido a que únicamente podía hablar sobre matemáticas. —Dulchase emitió un gemido—. Lo sé. Se aburrían como ostras. Algunos llegaron a hacerse invisibles para huir. Una noche, el Conde simplemente se deshizo ante mis ojos. El pobre no quería ofenderme. Se sintió terriblemente avergonzado y se disculpó con mucha elegancia, pero se va haciendo viejo...
—Si tan sólo hicieses un esfuerzo...
—Lo intenté, de verdad. Me uní a los comadreos y a las diversiones —suspiró Saryon—. Pero resultó demasiado difícil. Me
estoy
haciendo viejo, supongo. Me voy a dormir dos horas antes de que la mayoría de los habitantes de Merilon piensen siquiera en sentarse a cenar. —Echó una ojeada a su alrededor, a las paredes de piedra que brillaban suavemente con un resplandor mágico—. Me gusta vivir en Merilon. Sus bellezas me siguen pareciendo tan nuevas y tan impresionantes como me lo parecieron el día que las vi por vez primera, hace diecisiete años. Pero mi corazón está aquí, Dulchase, quiero continuar con mis estudios. Necesito tener acceso a cierto material que hay aquí; estoy trabajando en una nueva fórmula y no estoy muy seguro de algunos de los teoremas mágicos que requiere. Verás, es así.
Dulchase se aclaró la garganta.
—Ah, sí, lo siento —sonrió Saryon—. Aquí está el Padre Cálculo de nuevo. Me entusiasmo demasiado, lo sé. De cualquier modo, estaba pensando en hacer una solicitud para volver aquí, cuando recibí esta llamada del Patriarca... —El rostro de Saryon se ensombreció.
—Anímate. No te asustes —le dijo Dulchase en tono despreocupado—. Es posible que desee ofrecerte su pésame por la muerte de tu madre. Después, probablemente, te invitará él mismo a que vuelvas. Después de todo, tú no eres como yo, tú has sido un buen chico, siempre te has comido la sopa y todas esas cosas. Y no debes preocuparte por ningún miembro de la corte; incluso siendo tan aburrido como tú eres, sin duda, no podrías ser
nunca
más aburrido que el Emperador. —Dulchase dirigió una rápida mirada al rostro que Saryon mantenía desviado—. Te
has
estado comiendo la sopa, ¿verdad?
—Sí, claro —respondió Saryon apresuradamente, con un esbozo de sonrisa que fue un terrible fracaso—. Tienes razón. Es probable que no sea más que eso.
Lanzándole una mirada a Dulchase, descubrió que el Diácono tenía los ojos clavados en él con curiosidad. El terrible peso de su culpa le asaltó de nuevo y, sintiéndose totalmente incapaz de permanecer cerca del astuto y perspicaz Dulchase por más tiempo, Saryon se despidió de manera bastante confusa y se alejó presuroso, mientras Dulchase lo seguía con la mirada, luciendo una sonrisa retorcida.
«Me gustaría saber qué secreto vergonzoso me ocultas, amigo mío. Yo no soy el único que se ha preguntado por qué te enviaron a Merilon hace diecisiete años. Bien, sea lo que fuere, te deseo suerte. Diecisiete años podrían muy bien ser diecisiete minutos por lo que se refiere a Su Divinidad. Lo que sea que hayas hecho, él no lo habrá olvidado, ni tampoco perdonado.»
Dirigiéndose de regreso a sus propias obligaciones, Dulchase sacudió la cabeza con un suspiro.
Al abandonar a Dulchase, Saryon buscó refugio en la Biblioteca, donde podía contar con estar solo. Sin embargo, no se dedicó a estudiar. Sepultándose bajo un montón de pergaminos, para quedar fuera de la vista de cualquiera que acertase a pasar por allí, el Sacerdote hundió la cabeza tonsurada en las manos, sintiéndose tan desdichado como cuando había sido llamado a los aposentos de Vanya diecisiete años atrás.
Había visto innumerables veces al Patriarca Vanya durante los últimos años, puesto que el Patriarca siempre pernoctaba en la Abadía cuando visitaba Merilon; pero Saryon no había hablado con él desde aquel día fatídico.
Aquello no se debía a que el Patriarca lo evitase o lo tratase con frialdad. Muy al contrario, Saryon había recibido una carta muy amable con motivo del fallecimiento de su madre, en la que el Patriarca le hacía llegar su más sentido pésame y le aseguraba que el cuerpo de su madre reposaría en la misma tumba que el de su padre, en uno de los lugares más sagrados de El Manantial. Incluso se acercó a él durante las ceremonias fúnebres, pero Saryon, con el pretexto de estar profundamente afligido, se alejó.
No se sentía cómodo en presencia del Patriarca. Quizás ello se debía a que nunca había perdonado realmente a Su Divinidad por haber condenado a muerte al pequeño Príncipe, o quizá se debiera a que siempre que miraba a Vanya, Saryon veía únicamente su propia culpa. Tenía veinticinco años cuando cometió su crimen. ¡Ahora Saryon tenía cuarenta y dos, y le parecía como si hubiera vivido mucho más durante aquellos últimos diecisiete años que durante los veinticinco primeros! Lo que le había contado a Dulchase sobre su vida en la corte era sólo cierto en parte.
No
encajaba, eso era verdad, y la gente
realmente
lo consideraba un auténtico y verdadero pelmazo, pero aquél no era el verdadero motivo de que se mantuviera apartado de la corte.
La belleza y las diversiones de la vida cortesana no eran, había descubierto, más que una ilusión. Un ejemplo de ello era que Saryon había presenciado cómo la Emperatriz sucumbía, día a día, a una enfermedad que la iba debilitando sin que los Hacedores de la Salud supieran cómo tratarla. La Emperatriz se moría, todo el mundo lo sabía, y nadie hablaba de ello. Especialmente el Emperador, que no dejaba de comentar ninguna noche el mejorado aspecto que ofrecía su encantadora esposa y lo beneficioso que era el aire primaveral que habían traído los
Sif-Hanar
(hacía un año que era primavera en Merilon) para su recobrada salud. Toda la corte asentía y daba su aprobación, y las artes mágicas de sus damas de compañía ponían color en las pálidas mejillas de la Emperatriz y cambiaban el tono de sus ojos.