—Tiene un aspecto radiante, Majestad. Cada vez está más bella, Majestad. Nunca la habíamos visto tan animada, ¿no es así, Alteza?
Sin embargo, no podían añadir carne a su rostro hundido, ni apagar el brillo febril de su mirada, y lo que se rumoreaba en la corte era:
—¿Qué hará él cuando ella muera? El título desciende de la mujer. Su hermano está aquí de visita, es el heredero al trono. ¿Te lo han presentado? Permíteme. Podría resultar beneficioso.
Y de entre todo aquello, de entre toda aquella belleza y fantasía, lo único real parecía ser el Patriarca Vanya, moviéndose, trabajando, levantando un dedo para llamar a alguien junto a él, haciendo un gesto con la mano para arreglar algo allí, guiando, controlando, dueño siempre de sí mismo.
No obstante, Saryon lo había visto temblar una vez, hacía diecisiete años, y se preguntó, no por primera vez, qué era lo que Vanya les ocultaba. Oyó de nuevo las palabras del Patriarca: «Os podría dar la razón para hacerlo. —Luego el suspiro que había cortado sus palabras, seguido de una expresión fría y resuelta—. No. Vosotros me obedeceréis. No haréis preguntas».
Un novicio se materializó ante él, golpeándolo suavemente en el hombro. Saryon dio un respingo. ¿Cuánto tiempo habría permanecido allí el muchacho, sin que él lo viera?
—¿Sí, Hermano? ¿Qué sucede?
—Perdonad que os interrumpa, Padre, pero se me ha enviado para que os conduzca a los aposentos del Patriarca, cuando os parezca oportuno.
—Sí. Ahora mismo sería... perfecto.
Saryon se puso en pie con presteza. Se decía que ni el Emperador hacía esperar al Patriarca Vanya.
—Padre Saryon, pasad, pasad.
Incorporándose, Vanya hizo un gesto afectuoso con la mano. Su voz era cálida, aunque a Saryon le pareció que sonaba un poco forzada, como si le costara un esfuerzo mantener aquel tono amistoso.
Al ir a arrodillarse para besarle el borde de la túnica en señal de respeto, a Saryon le vino a la memoria, intensa y dolorosamente, la última vez que había efectuado aquel gesto, diecisiete años antes, y, posiblemente, el Patriarca lo recordó también.
—No, no, Saryon —le dijo afablemente, tomando al sacerdote de la mano—; podemos prescindir del ceremonial. Reservadlo para el público, que es a quien va dirigido. Ésta es una reunión privada, e
íntima
.
Saryon le dirigió una rápida mirada al Patriarca, entendiendo más cosas por el tono en que se pronunciaron aquellas palabras que por lo que decían las palabras en sí mismas.
—Me... me siento honrado, Divinidad —empezó a decir Saryon, algo confuso—, de haber sido llamado a vuestra presencia...
—Hay alguien aquí, Diácono, que me gustaría que conocierais —continuó el Patriarca Vanya sin alterarse, ignorando las palabras de Saryon.
Volviéndose, asustado, Saryon vio que había otra persona en la habitación.
—Éste es el Padre Tolban, un Catalista Campesino del poblado de Walren —dijo Vanya—. Padre Tolban, éste es el Diácono Saryon.
—Padre Tolban. —Saryon inclinó la cabeza como era la costumbre—. Que las bendiciones de Almin estén con vos.
No era de extrañar que Saryon no hubiera advertido la presencia de aquel hombre en el momento de entrar. Tostado por el sol, reseco y consumido, el Catalista Campesino se confundía con el artesonado de madera tan perfectamente como si formara parte de él.
—Diácono Saryon —musitó, balanceándose nerviosamente, mientras su mirada pasaba con rapidez de Saryon al Patriarca para volver a Saryon, y movía las manos nerviosamente, tirando de las largas mangas de su sencilla, raída y enlodada túnica verde.
—Por favor, tomemos asiento —dijo Vanya amablemente, indicando unas sillas con un gesto.
Saryon advirtió que el Catalista Campesino vacilaba un momento, para asegurarse de que realmente se le había incluido en la invitación, supuso. Ello hizo que la situación fuese un poco violenta, ya que, por cortesía, Saryon no podía sentarse si no lo hacía también el Catalista Campesino. De modo que, cuando ya iba a sentarse, se percató de que Tolban seguía aún de pie, lo cual lo obligó a detenerse para volverse a poner en pie, justo cuando Tolban decidía finalmente que le era permitido sentarse. No obstante, al ver que Saryon estaba de pie, el catalista volvió a ponerse en pie de un salto, sonrojándose totalmente azorado. Esta vez, el Patriarca Vanya decidió intervenir, repitiendo con voz afable pero firme su invitación para que se sentasen.
Saryon se dejó caer en una silla, aliviado. Se había visto ya dando saltos de un lado a otro casi toda la tarde.
Después de preguntarles si alguno de ellos deseaba un refresco —cosa que ninguno deseaba— y unos instantes de cortés charla sobre las dificultades de la siembra primaveral y cuáles eran las expectativas para la cosecha de aquel año, a todo lo cual recibió una respuesta apenas audible y bastante confusa del catalista, que mostraba un manifiesto nerviosismo, el Patriarca fue directo al grano.
—El Padre Tolban tiene una extraordinaria historia que contar, Diácono Saryon —dijo, manteniendo el mismo tono amable, como si fueran tres amigos manteniendo una conversación frívola.
Saryon se relajó en cierta medida, pero su perplejidad fue en aumento. ¿Por qué se lo había llamado a los aposentos privados de Vanya, un lugar que no había pisado desde hacía diecisiete años, para oír cómo un Catalista Campesino contaba una historia? Dirigió una mirada penetrante a Vanya, encontrándose con que el Patriarca lo estaba mirando con una expresión de fría malicia en los ojos.
Rápidamente, Saryon desvió su atención hacia el Catalista Campesino, que respiraba profundamente como si fuera a zambullirse en aguas gélidas, dispuesto ahora a prestar una gran atención a las palabras de aquel reseco hombrecillo. Aunque el rostro del Patriarca aparecía tan afable y plácido como de costumbre, Saryon había visto crisparse su mandíbula, de la misma manera que se había crispado durante la ceremonia por el Príncipe Muerto.
El Padre Tolban empezó su relato, y Saryon se dio cuenta de que no necesitaba obligarse a escucharlo. Le hubiera sido imposible dejar de hacerlo. Era la primera vez que escuchaba la historia de Joram.
El catalista experimentó diferentes emociones durante la narración, emociones que iban desde el sobresalto hasta un sentimiento de ultraje y repulsión, las emociones normales que se experimentan al oír algo tan horrible y siniestro. Pero Saryon experimentó, también, un temor que le atenazaba el estómago y helaba los huesos, un temor que se extendió desde sus entrañas a todo su cuerpo. Con un estremecimiento, se arropó aún más en sus confortables vestimentas.
«¿De qué tengo miedo? —se preguntó a sí mismo—. Aquí estoy, en los refinados aposentos del Patriarca, escuchando el vacilante y torpe relato de este viejo y marchito catalista. ¿Qué es lo que puede estar mal?»
Pero no sería hasta más tarde que Saryon recordaría la expresión en los ojos de Vanya mientras escuchaba la historia; sólo entonces comprendería por qué temblaba de espanto. Pero en aquel momento decidió que se debía únicamente a aquella mezcla de emoción y miedo que se experimenta al escuchar los relatos infantiles, relatos de criaturas muertas que acechan por las noches.
—Y cuando llegaron los
Duuk-tsarith
—concluyó el Padre Tolban tristemente—, hacía horas que el muchacho se había ido. Siguieron su pista hasta el País del Destierro, hasta que quedó bien patente que había desaparecido en aquel territorio salvaje. Pudimos ver que su rastro desaparecía al cruzar las fronteras de la civilización. También se encontraron huellas de centauros y, de hecho, no había mucho más que pudieran hacer, simplemente lo dieron por muerto, ya que todos sabemos que muy pocos de los que se aventuran en esas tierras consiguen regresar. Así es como yo lo comuniqué.
Vanya frunció el entrecejo y el catalista se ruborizó, bajando la cabeza.
—Cre... creo que emití un juicio algo prematuro, puesto que ahora, un año después...
—Eso será suficiente, Padre Tolban —observó el Patriarca Vanya, utilizando todavía un tono afable.
Pero no engañó al Catalista Campesino, que se quedó mirando al suelo con pesimismo mientras apretaba los puños. Saryon sabía lo que aquel desdichado debía de estar pensando: después de aquel desastre continuaría siendo un Catalista Campesino durante el resto de sus días. Sin embargo, aquello no era en modo alguno asunto de Saryon, como tampoco era el motivo por el que se le había pedido que escuchara aquella siniestra historia de locura y asesinato. Volvió a mirar, perplejo, al Patriarca, esperando encontrar una respuesta, pero Vanya no miraba a Saryon, ni tampoco miraba al pobre Catalista Campesino. El Patriarca miraba al vacío, con los labios apretados y el ceño arrugado, luchando mentalmente, sin lugar a dudas, con algún enemigo invisible. Por fin su lucha terminó, o, al menos, eso pareció, ya que se volvió hacia Saryon, con rostro nuevamente afable.
—Un suceso realmente espantoso, Diácono.
—Sí, Divinidad —repuso Saryon, sintiendo todavía aquel escalofrío que le recorría el cuerpo.
Uniendo las puntas de sus gordinflones dedos, Vanya tamborileó con ellos delicadamente.
—Se han dado varios casos, durante los últimos años, en que nos ha sido posible localizar a niños que nacieron Muertos y a los que, sin embargo, debido a la desafortunada actuación de sus padres, se les había permitido permanecer en el mundo. Cuando se los descubrió, se los liberó misericordiosamente de su terrible suplicio.
Saryon se removió incómodo en su asiento. Le habían llegado rumores de ello, y aunque sabía el tipo de existencia torturada que aquellos desgraciados debían de llevar, no podía evitar preguntarse si tan drásticas medidas eran realmente necesarias. Aparentemente estas dudas se reflejaron en su rostro, puesto que Vanya frunció el entrecejo y, volviendo la mirada hacia el inocente Catalista Campesino, procedió a amonestarlo.
—Ya sabéis, desde luego, que no podemos permitir que los Muertos vaguen por el país —dijo Vanya severamente al Padre Tolban.
—Sssí, Divinidad —tartamudeó el catalista, acobardado ante aquel ataque inmerecido e inesperado.
—La Vida, la magia, proviene de todo lo que nos rodea, del suelo que pisamos, el aire que respiramos, los seres vivos que crecen y se reproducen para servirnos...; sí, incluso las piedras y las rocas, restos destrozados de lo que una vez fueron inmensas montañas, nos facilitan Vida. Es esa energía que invocamos y canalizamos a través de nuestro cuerpo la que le da a los magos la capacidad para moldear y alterar los elementos que están en estado puro para que se conviertan en objetos a la vez útiles y hermosos.
Vanya miró con ferocidad al Catalista Campesino, para comprobar si le estaba prestando atención. El catalista, sin saber qué hacer y totalmente abatido, tragó saliva y asintió.
—Imaginad —continuó el Patriarca— que esta Energía Vital es un vino generoso con mucho cuerpo, cuyo olor, sabor y aroma —extendió las manos— es perfecto en todos los aspectos. ¿Diluiríais ese maravilloso vino con agua? —preguntó Vanya con brusquedad.
—¡No, oh no, Divinidad! —exclamó el Padre Tolban.
—¡Y sin embargo permitiríais que aquellos que están Muertos se moviesen entre nosotros y, lo que es peor, quizá dejaríais incluso que su semilla cayera en terreno fértil y se reprodujera! ¿Os gustaría que enredaderas de hierbas nocivas asfixiaran las vides?
El mismo catalista se encogió como una uva pasa bajo aquella andanada. El curtido rostro se contrajo, y sus arrugadas facciones se crisparon mientras declaraba enérgicamente que no tenía la menor intención de alimentar malas hierbas. Vanya le dejó parlotear, trasladando su mirada a Saryon, quien inclinó la cabeza. La reprimenda iba dirigida a él, desde luego, pero como no era correcto que un Patriarca regañase a un catalista de El Manantial en presencia de un subordinado, el Patriarca había escogido aquel método para regañarlo. Unos confusos recuerdos de bebés que hipaban y padres que lloraban penetraron en la mente de Saryon, pero los contuvo con firmeza. Había comprendido. El Patriarca estaba en lo cierto, como siempre. No sería el Diácono Saryon quien diluyera el vino.
Pero, se preguntó, mientras estaba allí sentado contemplando fijamente sus manos, que permanecían dobladas con cuidado sobre su regazo, ¿adónde conducía todo aquello?
Con un brusco ademán, Vanya acalló al Catalista Campesino, como quien arranca una planta de raíz y la deja luego en el suelo para que se seque. El Patriarca se dirigió entonces a Saryon.
—Diácono Saryon, os estaréis preguntando, sin duda, qué tiene que ver esta historia con vos, y ahora tendréis una respuesta: os voy a enviar a buscar a ese Joram.
Incapaz de articular palabra, Saryon se quedó mirándolo, horrorizado. Ahora era él quien tartamudeaba y balbuceaba, para alivio del Padre Tolban, quien parecía estar muy agradecido de que la atención se alejara finalmente de su persona.
—Pero... Divinidad, yo... Vos dijisteis que estaba Muerto.
—Nnno —titubeó el Padre Tolban, acobardado—. Yo... Me equivoqué...
—Entonces, ¿es que no está Muerto? —preguntó Saryon.
—No —repuso Vanya—. Y vos debéis encontrarlo y traerlo de vuelta.
Con los ojos fijos en el Patriarca, Saryon rebuscó en su cabeza qué era lo que podía argüir. «Que no soy un
Duuk-tsarith
. Que no tengo ni idea de cómo se arresta a un criminal peligroso. Que ya no soy joven, que soy un catalista, una palabra que es sinónimo de persona débil e indefensa.»
—¿Por qué yo, Divinidad? —consiguió preguntar débilmente.
El Patriarca Vanya sonrió, sintiéndose indulgente ante el desconcierto de su sacerdote. Poniéndose en pie, se paseó hasta la ventana, agitando las manos a su espalda, con un movimiento que iba dirigido a sus dos subordinados, indicándoles que permanecieran sentados, ya que ambos habían hecho intención de levantarse cuando él se puso en pie.
Saryon se volvió a dejar caer sobre los blandos almohadones de la silla, pero al mismo tiempo, intentó cambiar de posición de tal manera que pudiera ver el rostro de Vanya mientras éste hablaba. Le resultó imposible. Dirigiéndose hacia la ventana, el Patriarca se quedó allí dándole la espalda a Saryon, contemplando el patio que había abajo.
—Veréis, Diácono Saryon —empezó; su voz seguía siendo agradable y tranquila—, ese joven, ese Joram, nos plantea un problema bastante especial.
No
encontró la muerte física en el País del Destierro tal y como se nos había informado. —Al llegar a este punto, Vanya se volvió a medias, examinando cuidadosamente un trozo de la tela de la cortina y frunciendo el entrecejo, irritado. El rostro del Catalista Campesino se volvió mortalmente pálido, pero Vanya murmuró al fin—: Tiene un defecto —continuó imperturbable—. El Padre Tolban ha recibido cierta información que nos lleva a creer que ese muchacho, ese Joram, se ha unido a un grupo que se denomina a sí mismo Cofradía de la Rueda.