—¡Su caída!
Saryon se agarró al respaldo de una silla, sintiéndose débil y mareado.
—Su caída —repitió el Patriarca con severidad—. Sólo entonces, Padre Saryon, podremos prevenir una guerra catastrófica. —Miró torvamente al catalista—. Espero que os daréis cuenta ahora de la extrema urgencia e importancia de vuestra misión. No nos atrevemos a atacar el campamento de los Hechiceros. Sharakan vendría inmediatamente en su ayuda. Una persona debe infiltrarse allí y volver a traer al muchacho... Yo os escogí a vos, uno de los Hermanos más inteligentes de la Orden...
—Intentaré no fallaros, Divinidad —murmuró Saryon confusamente—. Tan sólo desearía haberlo sabido, para estar mejor preparado...
Vanya alargó la mano posándola sobre el hombro de Saryon, con una expresión de sincera preocupación.
—Sé que no me fallaréis, Diácono Saryon. Confío plenamente en vos. Tan sólo me apena que malinterpretarais la naturaleza de vuestra misión. No me atrevía a explicárosla en más detalle. El Manantial tiene oídos, ya sabéis. —Levantó la mano para bendecirlo según el ritual—. Que los elementos, tierra, aire, fuego y agua, os otorguen Vida. Que Almin esté con vos.
Y entrando en el Corredor, el Patriarca se desvaneció.
Cuando se hubo marchado, a Saryon se le acabaron las fuerzas y cayó de rodillas, abrumado por lo que acababa de oír. La idea de su propia muerte le había resultado espantosa. ¿Cómo no sería aún más espantoso ahora saber que el destino de dos reinos descansaba, quizá, sobre sus hombros?
Con la mente totalmente trastornada, apoyó la cabeza sobre el dorso de sus manos crispadas e intentó comprender qué era lo que estaba sucediendo. Pero era superior a él. Qué claras, simples y puras eran las ecuaciones de su oficio. De qué forma tan hábil y lógica encajaba todo en el mundo de las matemáticas. ¡Qué horrible era penetrar en el reino del caos!
Sin embargo, no tenía elección, y, al hacerlo, estaría sirviendo a su país, a su Emperador y a su Iglesia. ¡Era muchísimo mejor que considerarse a sí mismo un criminal! Aquel pensamiento le dio valor y fue capaz de incorporarse.
—Necesito algo que hacer —murmuró para sí—. Algo que mantenga mi mente alejada de esto o volverá a invadirme el pánico.
En un esfuerzo para sosegarse, Saryon empezó a realizar las pequeñas tareas domésticas de su vivienda que, en su desesperación, había ido dejando de lado descuidadamente.
Tomando la tetera del lugar donde descansaba encima de la mesa, la lavó y secó, colocándola sobre la estantería. Barrió el suelo e incluso tuvo la entereza, finalmente, de empezar a empaquetar sus escasas posesiones para preparar el viaje. Cuando se dio cuenta de que estaba tan cansado que el sueño se adueñaría de él con facilidad, se tumbó sobre el duro camastro. Cerrando los ojos, empezaba ya a hundirse en la oscuridad cuando le asaltó un pensamiento.
Él no tenía ninguna tetera.
Blachloch estaba sentado ante un escritorio en el interior de su morada de ladrillos, que era la mejor y más grande del poblado, profundamente absorto en su trabajo. El sol de la mañana, que penetraba por una ventana, brillaba con fuerza sobre el libro de contabilidad abierto por el que se deslizaba la mano del Señor de la Guerra. Un suave airecillo, perfumado con el aroma que desprenden los últimos días de estío, acompañaba al sol, arrastrando con él el susurro de las hojas de los árboles, el murmullo de las voces, el griterío de los niños que jugaban o las discordantes y sonoras carcajadas de sus secuaces, que ganduleaban en el exterior de la cabaña. Y, constantemente, sobresaliendo por encima y por debajo de los sonidos cotidianos y dominando los cambios de estación, resonaba el ruido de la forja, martilleando rítmicamente como el tañido de una campana.
Blachloch era consciente de todo aquello sin serlo. El más mínimo cambio en cualquiera de aquellos sonidos, una alteración en la dirección del viento, una pelea entre los niños, un hombre que bajara la voz hubiera hecho que las orejas de Blachloch se aguzaran como las de un gato. El cese del ruido de la forja lo hubiera obligado a levantar la cabeza y, con una orden dada en voz baja, enviar a uno de sus hombres a averiguar el motivo. Para eso se prepara a los
Duuk-tsarith
, para que estén al corriente de todo lo que sucede a su alrededor, controlándolo todo, y para que, al mismo tiempo, consigan mantenerse por encima y aparte de todo. De esta manera, Blachloch estaba al tanto de todo lo que ocurría en la cofradía, de esta manera lo tenía todo bajo su mando, a pesar de que apenas abandonaba su alojamiento, y cuando lo hacía era para guiar a sus hombres en sus silenciosas y mortales incursiones o, como acababa de suceder recientemente, para viajar a las tierras del norte.
Blachloch acababa de regresar de Sharakan. Y era debido al éxito que habían obtenido sus negociaciones allí que estaba anotando cifras en el libro de cuentas. Trabajaba con rapidez y precisión, equivocándose raras veces y escribiendo los números de manera pulcra y ordenada. Todo lo que lo rodeaba estaba colocado de manera pulcra y ordenada, empezando por el mobiliario y terminando por sus rubios cabellos, pasando por sus pensamientos y su recortado y rubio bigote. Todo pulcro, ordenado, frío, calculado y preciso.
Un golpe que sonó en la puerta no interrumpió a Blachloch. Puesto que hacía rato que se había dado cuenta de que se aproximaba uno de sus hombres, el antiguo Ejecutor no dejó su tarea. Ni tampoco pronunció una sola palabra. Los
Duuk-tsarith
hablan muy raras veces, ya que conocen muy bien el poder intimidatorio del silencio.
—Simkin ha vuelto —le informaron a través de la puerta.
Por lo visto, aquello era algo inesperado, pues la delgada y blanca mano que anotaba las cifras se detuvo por un instante, quedando suspendida sobre la página mientras el cerebro que la guiaba se ocupaba rápidamente de aquel asunto.
—Traedle.
Si aquella palabra fue pronunciada o simplemente transmitida mentalmente al centinela, era una cuestión que nadie se molestaba en considerar cuando un
Duuk-tsarith
se dirigía a ellos, ya que éstos estaban preparados para leer la mente y controlarla, entre otras muchas habilidades adecuadas a las necesidades de aquellos que hacían cumplir la ley en Thimhallan. O que, como en el caso de Blachloch, utilizaban aquello que se les había enseñado para violarla.
El Señor de la Guerra no interrumpió sus cálculos, sino que continuó sumando las largas columnas de números. Había llegado ya al final de una de las columnas, cuando volvió a sonar un golpe en la puerta. No contestó de inmediato; muy al contrario, terminó su trabajo tranquilamente y sin prisas; luego, limpiando con un trapo blanco e inmaculado la punta de la pluma de ganso con la que había estado escribiendo, la dejó junto al libro de cuentas, girándola de manera que la pluma mirara hacia afuera a su derecha. Hizo, entonces, un movimiento con la mano y la puerta se abrió silenciosamente.
—Lo he traído. Está aquí conmigo...
El hombre penetró en el interior, vio cómo las cejas de Blachloch se enarcaban ligeramente y se volvió con rapidez. No había nadie con él.
—¡Maldición! —musitó el centinela—. Estaba justo detrás de mí...
Precipitándose al exterior en busca de su detenido, el guardián estuvo a punto de chocar con un joven que entraba en aquel momento, y cuya entrada en la fría y descolorida morada de Blachloch podría haberse comparado con una explosión floral.
—Voto a tal, patán —exclamó el joven, apartándose apresuradamente del guardián y envolviéndose en su capa para protegerse—, decidme, ¿vuestros pies vienen o van? ¡Ja! Me ha salido un verso. Haré otro. ¡Patán, haragán! Eso es precioso, ¿verdad? Ve a bañarte o a masacrar niños pequeños o lo que sea que hagas mejor. Ahora que lo pienso, el bañarse no entra en esa categoría. Ofendes a mis fosas nasales, rufián.
Extrayendo del aire un pedazo de seda de color naranja, el recién llegado se lo colocó sobre la nariz, echando una mirada a toda la habitación como aquel que ha llegado a una fiesta poco interesante y no sabe si quedarse o marcharse. El centinela dejó bien claro, no obstante, que se quedaba al colocar su mano sobre la manga de color morado del muchacho y empezar a empujarlo hacia el interior. Sin embargo, retiró la mano casi al instante, aullando de dolor.
—¡Ah!, cómo lo lamento. Ha sido totalmente culpa mía —dijo el joven, acercando la vista a la mano del hombre con fingido espanto—. Lo siento. A este color lo llamo
Uva Rosada
. Se me ocurrió esta misma mañana y no he tenido tiempo de acabarlo del todo. Creo que he dejado demasiado
Rosa
en la
Uva
. —Alargando el brazo, arrancó algo de la mano del guardia—. Lo que pensé. Una espina. Chupa ahí. Eso es, buen chico. No creo que sea venenosa.
El joven pasó flotando junto al enojado centinela, rodeado de un embriagador olor a perfumes exóticos que lo envolvía como una sofocante nube, deteniéndose frente al inexpresivo Blachloch.
—¿Os gusta este conjunto? —le preguntó, girando a un lado y a otro, sin dejarse impresionar en lo más mínimo por la silenciosa y enlutada figura que permanecía sentada inmóvil, absorbiendo todo lo que lo rodeaba en su oscuro vacío interior—. Hace furor en la corte. Se los llama «calzones». Tremendamente incómodos. Me rozan las piernas, pero todo el mundo los lleva, incluso las mujeres. Pues bien, la Emperatriz me dijo... ¿Qué ha sido eso? ¿Habéis murmurado algo, ¡oh!, Silencioso Señor? Os agradezco la invitación aunque hubierais podido expresarla con algo más de elocuencia. Creo que me
sentaré
.
Dejándose caer elegantemente sobre una silla colocada frente al escritorio de Blachloch, el joven se recostó en ella, poniéndose cómodo y colocándose de manera que pudiera exhibir sus ropas sacándoles el mayor partido posible. Era difícil poder adivinar su edad, podía tener entre dieciocho y veinticinco años. Era alto y bien formado, y el cabello le caía en largos rizos color castaño sobre los delgados hombros. Una barbita corta y suave del mismo color ocultaba una barbilla de aspecto débil. Un flexible bigote le adornaba el labio superior, aparentemente con la única finalidad de facilitarle algo con lo que jugar cuando se sentía aburrido, que era lo más normal, e iba vestido con un auténtico ramillete de estridentes colores. Las medias de seda eran verdes, los calzones amarillos, el chaleco morado, el blusón de encaje verde —haciendo juego con las medias— y la capa color malva le colgaba de los hombros al suelo, arrastrando tras él majestuosamente.
Mientras el muchacho permanecía allí sentado, retorciéndose las puntas del bigote, el centinela se adelantó para colocarse detrás de la silla, pero, en cuanto se acercó, el joven se puso el pedazo de seda anaranjada sobre la nariz con prontitud y fingió marearse.
—¡Oh!, no puedo soportar esto. Empiezo a sentir náuseas...
Con una mirada, Blachloch le ordenó a su hombre que retrocediera. El guardián obedeció con un gruñido, ocupando su lugar al otro extremo de la limpia y ordenada habitación. El joven sonrió, bajando el pañuelo de seda.
—Cámbiate de ropa —ordenó Blachloch.
—No os comportéis como un patán... —empezó a decir el muchacho con voz ofendida.
Blachloch no se movió ni pronunció una sola palabra.
—Encontráis mi vestimenta totalmente ridícula.
Me
consideráis totalmente ridículo —dijo el joven alegremente—, pero os soy útil de todas formas, ¿verdad, mi Benevolente Señor?
Los colores de sus ropas se intensificaron con lentitud, oscureciéndose, alterándose totalmente en forma y esencia, hasta que quedó vestido de negro de la cabeza a los pies, con ropas que eran una copia exacta de las de Blachloch, con algunas pequeñas excepciones. Las mangas eran demasiado largas y la capucha demasiado grande; las primeras se tragaban totalmente sus manos, la segunda le caía sobre los ojos para ir a reposar sobre su nariz. Inclinando la cabeza hacia atrás para poder ver, el joven sonrió.
—Ahora debería decir: ¡Detente, bellaco! —Agitó en el aire el pañuelo de seda—. ¿No es eso lo que vosotros los Ejecutores decís siempre? Me gusta bastante esto...
—¿Dónde has estado, Simkin? —preguntó Blachloch.
—Oh, por todas partes, acá y acullá, por aquí y por allí —repuso él con voz aburrida.
Alargando la mano por encima de la mesa, arrastrando la larga y negra manga sobre ella, Simkin tomó la pluma de ganso que estaba junto al libro de contabilidad de Blachloch. Recostándose de nuevo, se pasó la pluma por la nariz haciéndose cosquillas, aspiró, resopló y finalmente estornudó prodigiosamente, haciendo que la capucha cayera hacia adelante, cubriéndole por completo el rostro.
El hombre de Blachloch que estaba al fondo de la habitación emitió una especie de gruñido, apretando las manos como si aprisionaran al joven y estuvieran divirtiéndose con ello. Blachloch siguió sin moverse ni hablar en voz alta, pero Simkin, que se estaba echando hacia atrás la capucha, se removió incómodo repentinamente y volvió a colocar la pluma sobre la mesa con mucho cuidado.
—Fui al poblado —respondió bajando la voz.
—Deberías haberme dicho que ibas a ir.
—No lo pensé. —Simkin se encogió de hombros. Su nariz se contrajo—. Atch...
Iba a empezar a estornudar otra vez cuando captó la mirada de Blachloch, y se apresuró a apretarse la nariz con suma delicadeza.
El Señor de la Guerra aguardó un momento antes de hablar.
Con una sonrisa de alivio, Simkin retiró los dedos de su nariz.
—Un día de éstos irás demasiado lejos... —empezó a decir Blachloch.
—¡Chiss!
El estornudo de Simkin descendió como una fina lluvia sobre el libro de contabilidad del otro.
Sin decir una palabra, Blachloch alargó su blanca mano, cerró el libro y se quedó mirando con frialdad al joven que tenía enfrente.
—Lo siento muchísimo —se disculpó Simkin, mansamente, y, tomando el pañuelo de seda color naranja, empezó a secar la superficie de la mesa—. Permitidme, dejadme secar esto.
—
Dra-ach
—dijo el Señor de la Guerra, dejando a Simkin paralizado con un gesto de la mano—. Continúa.
Incapaz de moverse, Simkin efectuó un sonido lastimero con su paralizada boca.
—Puedes hablar —le dijo Blachloch—. Hazlo.
Simkin hizo lo que le ordenaban, siendo los labios lo único que se movía en su rígido rostro. Las palabras surgían lentamente a medida que conseguía formarlas, lo cual le daba el aspecto de un hombre al que le está dando un ataque.