—¿Dónde... estaba... yo? El... poblado. Es... es... verdad. Catalista... allí.
Deteniéndose, le lanzó a Blachloch una mirada suplicante.
El Señor de la Guerra se ablandó.
—
Ach-dra
—dijo, retirando el encantamiento.
Arrellanándose en la silla, Simkin se dio un masaje en la mandíbula y se palpó el rostro con las manos como si quisiera asegurarse de que seguía allí. Mirando a Blachloch por el rabillo del ojo como un chiquillo al que han castigado, continuó hablando hoscamente.
—Y no va a estar allí mucho tiempo, por lo que he oído.
El rostro de Blachloch seguía siendo inexpresivo, dando la impresión de que era únicamente el sol al reflejarse en sus fríos ojos lo que los hacía brillar.
—¿Es un renegado, tal y como se nos informó?
—Bueno, en cuanto a eso... —Simkin, al percibir que el ambiente parecía caldearse un poco, se atrevió a levantar el pañuelo de seda y secarse ligeramente la nariz—. Yo no creo que
renegado
describa exactamente al catalista.
Digno de compasión
es mucho más apropiado. Pero sí que es verdad que piensa viajar al interior del País del Destierro. El Patriarca Vanya le ordenó que fuera, lo cual me hace creer —Simkin se apoyó sobre la mesa, bajando la voz con aire conspirador— que lo hace bajo coacción, si entendéis a lo que me refiero.
—El Patriarca Vanya.
Blachloch le envió una rápida mirada a su hombre, quien hizo una mueca, asintió y empezó a avanzar.
—Sí, estaba ahí —replicó Simkin, con una sonrisa encantadora y recostándose en su silla, totalmente a sus anchas una vez más—, junto con el Emperador y la Emperatriz. Un grupito bastante divertido, os lo aseguro. —Se atusó un extremo del bigote con los dedos—. Por fin, pude sentirme realmente en compañía de mis iguales. «Simkin —me dijo la Emperatriz—, me encanta el color de esas calzas que llevas. Por favor, dime el nombre de esa tonalidad, para que pueda copiarla...» «Majestad —le repliqué—, la he llamado
La Noche del Pavo Real
.» Y ella replicó...
—Simkin, eres un embustero —dijo Blachloch con voz impasible mientras el centinela se adelantaba con una mueca burlona en los labios.
—No, de verdad, palabra de honor —protestó Simkin, herido—, es verdad que la llamo
La Noche del Pavo Real
. Aunque puedo aseguraros que jamás se me ocurriría enseñarle a copiarlo...
Blachloch levantó la pluma y volvió a su trabajo mientras el guardián se acercaba a ellos.
En medio de un centelleo de colores, Simkin volvió a lucir sus exóticas ropas y, poniéndose en pie con elegancia, miró a su alrededor.
—No me toques, patán —dijo, olfateando el aire y sonándose las narices. Luego, guardando el pañuelo de seda en la manga de su chaqueta, hizo que sus ojos descendieran hacia el Señor de la Guerra—. A propósito, Ser Cruel y Despiadado, ¿os gustaría que ofreciera mis servicios a ese catalista para guiarle a través de esta región salvaje? De lo contrario, es muy probable que algo increíblemente repugnante le ponga las manos encima. Sería desperdiciar a un buen catalista, ¿no os parece?
Aparentemente absorto en su trabajo, Blachloch le contestó sin siquiera levantar la vista:
—Así que realmente hay un catalista.
—En unas cuantas semanas, lo tendréis ante vos.
—¿Semanas? —El guardia lanzó un resoplido—. ¿Un catalista? Dejad que los muchachos y yo vayamos a buscarlo. Lo traeremos aquí en cuestión de minutos. Nos abrirá un Corredor y...
—Y los
Thon-Li
, los Amos de los Corredores, cerrarán la entrada de golpe —se mofó Simkin—. Quedaríais atrapados de la manera más ingeniosa. No entiendo cómo seguís teniendo a esos imbéciles a vuestro alrededor, Blachloch, a menos que, al igual que las ratas, sean baratos de alimentar. Personalmente, prefiero las sabandijas...
El guardia arremetió contra Simkin, cuya chaqueta se erizó súbitamente de espinas.
Blachloch efectuó un movimiento con la mano; ambos hombres quedaron paralizados al momento. El Señor de la Guerra no había ni levantado los ojos sino que continuaba escribiendo en el libro.
—Un catalista —murmuró Simkin a través de los entumecidos labios—. ¡Qué... poder... nos proporcionaría! Combinando... el hierro y la magia...
Levantando la cabeza, y dejando de escribir, aunque con la pluma suspendida en el aire, el Señor de la Guerra miró a Simkin. Pronunciando una palabra retiró el encantamiento.
—¿Cómo descubriste todo eso? ¿No te vieron?
—¡Claro que no! —Levantando la puntiaguda barbilla, Simkin se quedó mirando a Blachloch como si se sintiera herido en su dignidad—. ¿No soy yo un maestro del disfraz, como muy bien sabéis? Estuve en su propia casucha, sobre su propia mesa, ¡una auténtica tetera! No sólo
no
sospechó de mí, sino que incluso me lavó y me secó, y me colocó con bastante gusto sobre una estantería. Yo...
Blachloch hizo callar a Simkin con una mirada.
—Ve a encontrarte con él ahí fuera, y haz lo que sea necesario para traerlo aquí. —Aquellos fríos ojos azules paralizaron al joven, igual que un conjuro mágico—. Pero tráelo aquí. Vivo. Quiero a ese catalista más de lo que nunca he deseado nada en toda mi vida. Si me lo traes serás bien recompensado. Si vuelves sin él te ahogaré en el río. ¿Me entiendes, Simkin?
Los ojos del Señor de la Guerra lo miraban impasibles. Simkin esbozó una sonrisa.
—Os comprendo, Blachloch —dijo con suavidad—. ¿No lo hago siempre?
Con una profunda reverencia, se dispuso a marcharse, dejando que la capa color malva le arrastrase por el suelo.
—Oh, Simkin —dijo Blachloch, volviendo a su trabajo.
—¿Mi señor? —preguntó Simkin, girándose.
Blachloch hizo caso omiso del sarcasmo.
—Haz que le suceda algo desagradable al catalista. Nada grave, desde luego. Tan sólo convéncele de que sería poco prudente por su parte el pensar siquiera en abandonarnos...
—¡Ah!... —observó Simkin pensativamente—. Bien, eso
será
un placer. Adiós, patán —dijo, dándole una palmadita en la mejilla al centinela—. Augh...
Con una mueca, se limpió la mano en la tela de color naranja y salió por la puerta majestuosamente.
—Dad la orden y... —masculló entre dientes el centinela, mirando con fiereza por la abierta puerta al joven que se paseaba por el campamento como un arco iris ambulante.
Blachloch no se dignó ni a responder. Volvía a trabajar en su libro de cuentas.
—¿Por qué soportáis a ese imbécil? —gruñó el centinela.
—Lo mismo se podría preguntar de ti —le respondió Blachloch con su inexpresiva voz—. Y podría dar la misma respuesta. Porque es un imbécil útil y porque algún día lo ahogaré.
—¿Qué ha sido eso?
Jacobias, sacado de su profundo sueño, se sentó en la cama y echó una mirada alrededor de la oscura cabaña, buscando lo que lo había despertado.
Volvió a oírlo; eran unos tímidos golpecitos en la puerta.
—Alguien está llamando a la puerta —susurró su esposa, sentándose en la cama junto a él. Su mano le aferró el brazo—. ¡A lo mejor es Mosiah!
—¡Bah! —gruñó el Mago Campesino apartando a un lado las mantas y deslizándose sin esfuerzo por el suelo gracias a la magia.
Una orden dada con voz suave rompió el sello que cerraba la puerta y el mago se asomó cautelosamente.
—¡Padre Saryon! —exclamó, sorprendido.
—Sí..., siento haberos despertado —balbuceó el catalista—. ¿Podría molestaros un poco más y... y autoinvitarme a pasar? ¡Realmente es urgente, imprescindible que hable con vosotros! —añadió desesperadamente, mirando suplicante al padre de Mosiah.
—Claro, claro, Padre —dijo Jacobias, retrocediendo y abriendo la puerta.
El catalista penetró en el interior, haciendo que su alta y delgada figura, cubierta por la verde túnica, se perfilara durante unos instantes a la luz de la luna llena que empezaba a elevarse en el firmamento. La luz de la luna se reflejó un momento en el rostro de Jacobias cuando éste intercambió una mirada con su asustada esposa, que seguía sentada en la cama, apretando las mantas contra su pecho. Luego cerró la puerta, extinguiendo la luz de la luna y sumiendo la habitación en la oscuridad. Una palabra del mago, no obstante, hizo que una cálida luz empezara a brillar entre las ramas del árbol que formaban el techo.
—¡Por favor, apagad eso! —suplicó Saryon, echándose hacia atrás y mirando por la ventana, temeroso.
Totalmente perplejo, Jacobias hizo lo que se le pedía, y apagó la luz dejando la habitación a oscuras una vez más. Un roce de ropas proveniente de la cama le indicó que su esposa se estaba levantando.
—¿Puedo ofreceros... algo, Padre? —le preguntó, vacilante—. ¿U... una taza de té?
¿
Qué
se le dice a un catalista que entra en tu casa a medianoche, especialmente a uno que tiene la misma expresión que si lo persiguieran demonios?
—No..., no, gracias —repuso Saryon—. Yo... —empezó a decir, pero carraspeó y se quedó en silencio.
Durante un buen rato, los tres permanecieron allí en la oscuridad escuchando sus propias respiraciones. Luego se oyó un crujido y un gruñido procedente de Jacobias, en respuesta a un codazo de su esposa en las costillas.
—¿Hay algo, entonces, que podamos hacer por vos, Padre?
—Sí —respondió Saryon. Suspirando profundamente, dejó ir su discurso—. Quiero decir, espero que sí. Estoy..., uh..., desesperado, como veis, y... uh... se me dijo... quiero decir oí... que vosotros teníais... que podríais... —Al llegar a este punto se quedó callado, al habérsele ido de la cabeza completamente las frases que con tanto cuidado había preparado. Esperando que volverían de nuevo, se aferró a una palabra que recordaba—. Desesperado, como veis, y... —Pero era inútil, y Saryon se dio por vencido—. Necesito vuestra ayuda —dijo finalmente con sencillez—. Me voy al País del Destierro.
Si el Emperador se hubiera materializado en su cabaña y dicho que se iba al País del Destierro, Jacobias, probablemente, no se habría sorprendido mucho más. La luz de la luna se deslizaba ya a través de la ventana y brillaba sobre el maduro y medio calvo catalista que permanecía encorvado en el centro de la habitación, sujetando un saco conteniendo lo que Jacobias consideró que eran todas sus posesiones materiales. Un ruidito procedente de su mujer, que sonaba sospechosamente igual a una risita nerviosa ahogada, provocó una tosecilla de reproche del esposo, quien dijo con aspereza:
—Creo que tomaremos ese té, mujer. Será mejor que os sentéis, Padre.
Saryon sacudió la cabeza, mirando por la ventana.
—De... debo irme, mientras haya luna llena...
—La luna seguirá brillando un buen rato, todavía —dijo Jacobias con voz satisfecha, dejándose caer en una silla mientras su esposa preparaba el té en un pequeño fuego que había hecho arder en el hogar—. Ahora, Padre Saryon —el mago contempló al catalista con la misma severidad con que hubiera podido contemplar a un hijo de diez años—, ¿qué es ese disparate de querer iros al País del Destierro?
—Debo hacerlo. Estoy desesperado —repitió Saryon, sentándose, mientras seguía sujetando el saco de sus pertenencias contra el pecho. Y realmente tenía un aspecto desesperado, sentado allí ante aquella tosca y pequeña mesa, frente al Mago Campesino—. Por favor, no intentes detenerme y no me hagas preguntas. Simplemente concédeme la ayuda que necesito y déjame marchar. Estaré bien. Después de todo, nuestras vidas están en las manos de Almin...
—Padre —lo interrumpió Jacobias—, sé que en vuestra Orden, ser enviado aquí, a los Campos, es un castigo. Ahora bien, yo no sé qué pecado cometisteis ni tampoco quiero saberlo. —Levantó una mano, pensando que Saryon podría decir algo—. Pero, sea lo que fuere, no creo que sea tan importante como para que sacrifiquéis inútilmente vuestra vida. Quedaos aquí con nosotros, haced vuestro trabajo.
Saryon sencillamente negó con la cabeza.
Mirándolo fijamente un instante, Jacobias frunció el entrecejo. Removiéndose en su silla, pareció sentirse incómodo.
—Yo...; no es normal en mí hablar de las cosas que voy a mencionar ahora, Padre. Vuestro dios y yo hemos estado en bastante buenas relaciones siempre, sin que ninguno de los dos exigiera demasiado del otro. Nunca me sentí ligado a Él, ni Él a mí, e imaginé que así era como Él lo quería. Al menos, así es como parecía entenderlo el Padre Tolban; pero vos sois diferente, Padre. Algunas de las cosas que
habéis
dicho han hecho que empezara a hacerme preguntas. Cuando
vos
decís que estamos en las manos de Almin, casi puedo creer que vos os referís a mí también, no tan sólo a vos mismo y al Patriarca.
Totalmente estupefacto, Saryon miró a aquel hombre con los ojos abiertos de par en par. Ciertamente no había esperado aquello y se sentía avergonzado, porque de repente se le ocurrió que cuando había dicho: «Estamos en las manos de Almin», él mismo no se lo creía realmente. De lo contrario, ¿por qué lo tendría que asustar tanto el aventurarse en la región salvaje? «Está bien que me vaya —pensó con amargura—; ahora, aparentemente, soy también un hipócrita.»
Al ver que Saryon guardaba silencio, evidentemente absorto en sus reflexiones, Jacobias asumió erróneamente que el catalista estaba reconsiderando su decisión.
—Quedaos con nosotros, Padre —le exhortó suavemente el Mago Campesino—. No es una buena vida, pero tampoco es mala. Las hay mucho peores, creedme —Jacobias bajó la voz—. Salid ahí fuera —indicó la ventana con un movimiento de la cabeza— y lo veréis.
El padre Saryon inclinó la cabeza, dejando caer los hombros en un gesto apesadumbrado con el rostro tenso y pálido por el miedo.
—Ya veo —dijo Jacobias tras una pausa—. De modo que así están las cosas, ¿verdad? Esto que yo estoy diciendo no es nuevo para vos, ¿no, Padre? Vuestro propio corazón os lo ha estado diciendo también. Alguien o algo os está obligando a ir.
—Sí —respondió Saryon con calma—. No me preguntes nada más. Miento muy mal.
Dejaron de hablar cuando la esposa de Jacobias envió el té flotando hacia la mesa, donde él mismo se vertió en tazas hechas de cuernos pulimentados. Sentándose junto a su esposo, le tomó una mano entre las suyas y la sujetó con fuerza.
—¿Es a causa de nuestro hijo? —preguntó con voz asustada.
Levantando la cabeza, Saryon los miró a los dos, con el rostro pálido y cansado a la luz de la luna.