Los proyectiles eran de un compuesto similar al kevlar y las camisas de éstos también resultaban indetectables para los aparatos, así que no causaron ningún problema a Etzel cuando pasó tranquilamente por ellos antes de comenzar la visita.
La fatiga se acumulaba en su organismo. En las últimas semanas había cogido casi una docena de aviones, muchos más taxis, y visitado hoteles de diversas ciudades y países. Se había entrevistado con distintas personas y matado a algunas. Todo eso aparte de las largas horas de vigilancia.
Además, aunque no quería pensar en ello, pues sabía que estaba atentando contra sus rígidas normas y que traería desagradables consecuencias, se había echado un amante peligrosamente habitual en esas semanas. Dado su trabajo, era algo que no se podía permitir.
Se acercaba la hora. Poniéndose en pie, estiró los brazos e hizo diversos ejercicios para desentumecer los músculos. Dio un último repaso a la pistola y se la metió en la cintura del pantalón. Después, se puso una extraña máscara negra que sacó de uno de los bolsillos de la cazadora oscura.
Similar a las máscaras antigás militares, tenía dos ventanas oscuras para ver a través de ellas y a la altura de la boca un corto morro de plástico negro. Hizo una prueba antes de quedarse conforme y, con la ganzúa, abrió la puerta como lo hiciera antes para entrar en el cuartucho.
Había algunas cámaras dispersas pero casi ninguna funcionaba, así que Etzel no perdió el tiempo y se encaminó con rapidez a la pecera donde se hallaba el vigilante.
Como había previsto, el hombre se encontraba medio traspuesto. Sobre el mostrador, donde se alineaban los monitores en blanco y negro, estaba el aparato de televisión con las dos antenas desplegadas emitiendo algún programa absurdo en el que se oían risas.
—Buenas noches.
El vigilante saltó de su asiento con el corazón casi saliéndole por la boca. Sin dar crédito a lo que veía, se quedó de una pieza viendo al extraño enmascarado que lo apuntaba con una curiosa y desconocida arma.
—¿Quién es usted? —preguntó cuando se hubo recuperado un poco.
—No se preocupe por eso y présteme atención —dijo la voz grave distorsionada por el aparato incorporado en la máscara que llevaba—. Hágame caso y no le pasará nada. En otro caso lo mataré. ¿Ha entendido?
El pobre hombre no pudo sino asentir, sin poder quitar la mirada del arma que lo apuntaba. Su conocimiento sobre éstas se limitaba al pesado y viejo revólver con el percutor medio suelto que portaba al cinto y que nunca había disparado, y al
chopo
utilizado en el servicio militar durante su juventud y que le había producido moratones en el hombro por el retroceso.
—Levántese. No trate de hacer nada raro, por favor. No tengo intención de disparar. No es mi intención. Pero si me obliga, no tendré el menor reparo.
Aquello era una mala pesadilla para el vigilante. Siguiendo las instrucciones que se le daban, se desabrochó el cinto y lo dejó caer suavemente al suelo, se giró de espaldas a su atacante y, con más miedo que alma, se puso de rodillas.
Etzel sacó el viejo revólver de la cartuchera, lo estudió un momento y diestramente abrió el tambor, dejando caer las balas con un tamborileo que asustó aún más al amedrentado guarda jurado. Con un par de golpes Etzel inutilizó el arma torciendo el eje del tambor.
—Póngase en pie. Lléveme al sótano.
El hombrecillo, con las manos levantadas sin que se lo hubiesen ordenado, abrió la marcha hasta los ascensores.
—Por la escalera, por favor.
El vigilante obedeció la educada y tajante orden, y abrió la puerta antifuego que daba acceso a la escalera para bajar al sótano. Al final de ésta, otra puerta similar a la anterior daba paso a un estrecho pasillo que terminaba en unas puertas dobles de metal.
—Abra las puertas.
El vigilante tomó las llaves que le tendía Etzel, sacadas del cinto reglamentario, y con manos temblorosas buscó la que necesitaba. Tras cuatro intentos consiguió dar con la apropiada y pudieron acceder al interior.
La estancia era inmensa. Del suelo al techo, filas y filas de abarrotadas estanterías metálicas, algunas de ellas abombadas por el peso, contenían cajas de cartón y de madera, estuches, montañas de libros, algunos envueltos en paquetes aún con el celofán con el que salían de las imprentas, baúles…
Las cajas venían marcadas con números de referencia garrapateados con rotulador. Sin tener el inventario, resultaba imposible encontrar un objeto en concreto. Etzel, apuntando todo el rato al vigilante, miraba desapasionadamente la mareante estancia, rodeada por un húmedo olor a polvo y a viejo, ineficazmente combatido por dos enormes y renqueantes deshumificadores que noche y día filtraban el aire.
Encontró lo que buscaba: un recio sillón de madera tapizado con una tela echada a perder, el clásico mueble carente de gusto que podría ocupar la sala de espera de un dentista o de un banco.
Sobre una de las estanterías había una monumental caja de herramientas de la que asomaban varios mangos de martillos y destornilladores.
Rebuscó en la caja hasta encontrar una bolsa de plástico que contenía bridas de electricista, de las utilizadas para atar los cables.
—Ponga ese sillón contra la pared, delante de esa tubería.
Con un gesto de la pistola obligó al vigilante a sentarse en el sillón y le tiró la bolsa en el regazo.
—Átese a la altura de los tobillos la brida y pásela por los travesaños de las patas. Hágalo bien y estese tranquilo —dijo Etzel observando atentamente cómo se obedecían sus instrucciones—. Ahora, con la mano izquierda haga lo mismo con la otra a la altura de la muñeca. Ajuste más fuerte.
Se guardó el arma en la cintura del pantalón y procedió a colocar otra brida en la mano izquierda del vigilante, asegurándose de que el resto se encontraba suficientemente prieto y que el guarda jurado no se podría soltar. Después cogió tres bridas y las enlazó entre sí, formando una sola. El prisionero no perdía detalle de las maniobras y cuando vio que su captor pretendía colocarle la brida en torno al cuello se revolvió gritando.
Etzel no se inmutó. Extrajo de la cintura la pistola y la puso directamente sobre la bragueta de los pantalones.
—Nadie le puede oír —dijo sin emoción, con la grave voz distorsionada por la máscara—. Si vuelve a moverse disparo. Seguro que a su mujer no le importa.
El convincente tono de voz surtió un efecto inmediato y el hombre se dejó rodear el cuello por la brida, que Etzel pasó por detrás de la tubería dejándolo inmovilizado.
—Ahora me va a decir dónde se encuentra el violín.
—¿Qué violín? —preguntó asustado el celador—. Hay docenas de ellos aquí.
—El stradivarius.
—No tengo ni idea —repuso el vigilante—. Están todos embalados. Sin el número de referencia es imposible saber cuál es cuál.
Etzel extrajo del bolsillo interior de la cazadora un extraño artilugio de aspecto inquietante. Se trataba de una varilla metálica terminada en una concavidad a modo de minúscula cucharilla. Parecía un horrible instrumento de tortura.
—¿Sabe cómo extraían los egipcios el cerebro de sus muertos antes de embalsamarlos? —preguntó Etzel. Ante el gesto de espanto del prisionero, continuó—: Metían un instrumento parecido a éste por la nariz y hurgaban en el cráneo, sacando poco a poco trozos de cerebro hasta vaciar toda la cabeza. Verá, así.
Inmovilizado como estaba y con la brida mordiéndole el cuello, no pudo hacer nada para impedir que Etzel se acercara con la pavorosa cucharilla, salvo gritar y tensar los músculos del cuerpo. Lo único que consiguió fue que las bridas cerradas en las diversas partes de su anatomía le laceraran la carne.
El alargado instrumento, diestramente introducido, avanzó suavemente por uno de los orificios nasales, ante el pasmo del guarda jurado, que, con los ojos cerrados, la frente perlada por el sudor y una húmeda mancha extendiéndose por donde momentos antes había estado apuntando el arma, era incapaz de reaccionar. Cuando llegó a un punto en que la cucharilla tropezó con un impedimento, Etzel dejó de apretar un momento.
—¿Dónde está?
Apoyó sus palabras haciendo una suave presión en la cucharilla.
—¡No, por favor! —logró decir lastimeramente el vigilante saliendo de su bloqueo—. Se lo diré. La octava columna, quinto estante. ¡Lo juro! ¡Por favor!
Etzel dejó la cucharilla colgando de la nariz del hombre y buscó donde le había indicado. Una caja de basta madera de pino, con un único número dibujado con rotulador negro escaso de tinta, ocupaba una parte del estante, rodeada de libros atados con cinchas. Con cuidado bajó la caja al suelo y, ayudándose de uno de los destornilladores de la caja de herramientas, levantó la claveteada tapa. En el interior había un estuche de violín. Abrió los cierres.
Un magnífico ejemplar de color rojo descansaba sobre terciopelo azul, despidiendo destellos bajo la iluminación de los tubos fluorescentes que colgaban del techo. Etzel sacó el instrumento del estuche y lo examinó. Firma, sello y marcas delatoras coincidían. Aquél era el stradivarius que perseguía.
Volvió a guardar el instrumento en su estuche y miró el reloj. Aún quedaban más de cinco horas para que se hiciera el relevo. Pero sabía que, en cuanto traspasara la puerta de entrada, contaría con pocos minutos hasta la llegada de la policía. Con un poco de suerte tardarían un buen rato en encontrar al vigilante, lo que aumentaría el margen para escapar.
De un tirón extrajo la cucharilla de la nariz, que empezó a sangrar entre los aullidos de dolor del hombre. De la caja de herramientas cogió cinta de embalar y dio tres vueltas con ella a la cabeza del gimiente guarda jurado, amordazándolo.
Le costó vencer la tentación de meterle un balazo. Pero no convenía que apareciera un cadáver en aquel lugar. La policía tendría que investigar y la prensa preguntaría qué había sucedido. El robo del violín, sin embargo, era más fácil disimularlo y sabía que a la institución no le interesaría airearlo.
Sin una mirada atrás, Etzel, con el estuche en la mano, abandonó a su víctima, cerró con llave el sótano y subió las escaleras. En cuanto cruzó la puerta de entrada saltaron las alarmas. Sin correr, Etzel se alejó a la vez que se despojaba de la máscara con el distorsionador de voz.
Las cámaras del edificio fueron testigos mudos de cómo se perdía entre las sombras de la noche.
—Buenas noches —dijo Herrero mostrando su placa de policía a través del cristal a la enfermera—. ¿Sería tan amable de ayudarme? Estoy buscando a una persona. Se llama Menasés Liebnitz. Es un rabino. Lo han traído esta tarde aquí.
Herrero aún estaba alterado por la noticia que le había dado Ponte en el despacho. Enseguida se había informado: efectivamente, Menasés había sufrido un grave atentado, aunque no había fallecido. Pero las noticias sobre la gravedad de su estado no eran tranquilizadoras.
—¿Liebnitz, me ha dicho? —preguntó la enfermera mirando la pantalla del ordenador—. Sí. Aquí está. Menasés Liebnitz. Unidad de Cuidados Intensivos. En la primera planta. Pero me temo que no pueda verlo. Sólo se admiten las visitas de los parientes más cercanos y en horarios permitidos.
—¿Podría hablar con el doctor que lo atiende? Es un asunto oficial.
—Ahora sólo está el médico de guardia. Aún estará pasando visita. Si quiere probar.
—Muchas gracias, señorita.
Herrero fue hasta los ascensores. Los dos estaban ocupados. Se dio la vuelta y comenzó a subir por la escalera. Tras preguntar a la enfermera en el puesto de control, aguardó diez minutos hasta que asomó un joven imberbe con una bata abierta sobre un pijama verde, con un fonendoscopio colgando al cuello y las manos en los bolsillos del pantalón. Detrás de él, y con una carpeta en la mano, venía una enfermera mayor que las otras, apuntando algo.
—¿Inspector? Soy el doctor Aranda. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Quería conocer el estado en el que se encuentra el rabino Liebnitz. Me han dicho que está aquí ingresado.
—¿Es usted familiar?
—No. El señor Liebnitz tiene relación con un caso que estamos investigando.
—Estamos buscando algún familiar para que se haga cargo, pero no encontramos a nadie —repuso esperanzado el médico.
—No se preocupe. Ha llegado hace unos días a España y carece de familiares, pero me ocuparé de avisar a sus allegados. Dígame, ¿cómo está?
—Mal. Muy mal. De hecho no creemos que llegue a mañana. Tiene la cabeza abierta por varios sitios, ha perdido mucha sangre, sus órganos funcionan muy mal, algunos a causa de los golpes y otros por la suma de las lesiones y el shock traumático. Le hemos extirpado el bazo, está conectado a una máquina para aspirarle el fluido que inunda los pulmones, el hígado y los riñones están afectados, la presión intracraneal está en los límites. Ésos son algunos de los problemas, al margen de costillas rotas, así como la mandíbula, un pómulo, el fémur derecho y la clavícula izquierda. Creo que, salvo el corazón, que no sabemos cómo aún late, el resto del organismo está a punto de sufrir un fallo múltiple.
—¿No hay ninguna posibilidad? —preguntó apenado el policía, que en el poco tiempo que había conocido al anciano le había cogido un sincero afecto.
—Me temo que no —dijo el médico moviendo la cabeza—. Aun en el improbable caso de que no falleciera por un fallo multiorgánico, las lesiones son de tal envergadura que la supervivencia resultaría inviable. La recuperación, si a eso es a lo que se refiere usted, es imposible. No se detecta actividad electroencefalográfica. Está en situación de muerte cerebral. Si lograra sobrevivir a los próximos días y no se dieran complicaciones ni infecciones, el resultado sería un cuerpo dependiente de las máquinas, una vida vegetativa.
—¿Puedo verlo?
El médico a punto estuvo de explicarle la imposibilidad de las visitas fuera del horario y por personas que no fueran familiares cercanos, pero miró el rostro del policía, donde los ojillos brillantes trataban de contener alguna lágrima, y dudó. Un policía de la edad de aquel inspector y con tantos años de carrera debería ser insensible a esas cosas. Él llevaba poco tiempo haciendo el MIR y ya se había fabricado una concha que lo aislaba. Por eso había hablado con esa crudeza al inspector. Ahora, al ver la reacción de Herrero, lamentaba haberlo hecho.
—Está bien, inspector. Pero sólo un momento. Entienda que es una unidad especial.