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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (40 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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—Ya se me pasará, venga, déjalo —contestó la profesora sin mirarlo, mientras se subía, aún más, la cremallera de la cazadora verde acolchada, a juego con la falda.

En silencio llegaron hasta la planta baja y salieron del ascensor. Nada más abandonarlo Martha hizo un gesto de fastidio y, con un rápido beso en la mejilla, le dijo a Ludwig:

—Tengo que volver a subir, se me ha olvidado coger el móvil. Pregúntale por favor al recepcionista si ha llegado algo para mí. Nos vemos enseguida en el coche. Toma, lleva esto, por favor —añadió a la vez que le metía el libro fotocopiado entre la camisa y la cazadora.

Ludwig, sin saber cómo actuar, vio cerrarse las puertas del ascensor y se dirigió hacia el mostrador, sin molestarse en sacarse el libro que llevaba contra el pecho.

El recepcionista que lo atendió aseguraba no tener nada para la señorita Mazowiecki y Ludwig volvió a tomar el ascensor hasta la planta inferior.

El médico no se encontraba tan sólo como creía en el garaje, prácticamente vacío de coches. Entre las sombras que dejaban las lámparas fluorescentes, una figura vestida de negro se desplazaba silenciosa de columna en columna.

Etzel, con una Walther calibre veintidós, provista de silenciador y puntero láser, se acercaba hasta su presa con un pasamontañas negro y unas gafas de sol. Cuando Ludwig apretó el mando a distancia y el BMW 320D alquilado emitió un alegre
beep-beep
y encendió por dos veces las luces de emergencia, Etzel se interpuso entre los dos y dirigió el arma hacia un aterrorizado Ludwig, que, blanco del espanto, no acertaba a reaccionar.

—¿Qué quiere?

Fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que su atacante, sin haber articulado palabra, dibujara en su pecho un punto rojo de láser, borrado milésimas de segundo después por dos orificios, uno tras otro, en la prenda.

Etzel contempló cómo el cuerpo del médico se proyectaba hacia atrás, haciendo más ruido al caer en el suelo que las dos balas al abandonar el arma.

En cuanto su atacante se hubo alejado, Ludwig abrió los ojos, boqueando. Debería estar muerto, pero la suerte había querido que los disparos impactaran justo donde tenía guardado el libro fotocopiado que le había metido Martha en la cazadora. El libro había amortiguado el letal impacto de los proyectiles y el chaleco había hecho el resto. Claro que eso su atacante no lo podía sospechar. Pero el intenso dolor que sentía en el pecho hizo temer al médico que se hubiera roto alguna costilla.

Con un inmenso esfuerzo logró ponerse en pie, mientras su acelerada mente trataba de asimilar lo que acababa de ocurrir. ¿Quién había tratado de matarlo? No se había llevado nada, ni el coche ni la cartera. Tampoco le había pedido nada. Sólo cabía una intención: acabar con su vida. Tenía que estar relacionado con el tema de los violines y con el atentado sufrido por el viejo rabino. Habiendo acabado con el anciano, ahora habían ido a por él y…

¡No! No podía ser. ¡Ahora irían tras Martha, a la que imaginarían en su habitación!

Apretándose el pecho con una mano llamó al ascensor y se arrojó dentro en cuanto se abrieron las puertas. Al instante golpeó histérico el pulsador para que comenzara a ascender.

—¡Socorro! —fue lo primero que oyó cuando se abrieron las puertas.

El grito venía de la escalera auxiliar, hacia la que corrió. En el rellano de la escalera observó una figura encogida en posición fetal, que se tapaba los oídos con manos temblorosas.

—Martha, no te asustes. Soy yo, Ludwig —dijo jadeando.

—Ha venido un hombre con una pistola y me quería matar —farfulló Martha con la cara llena de lágrimas y sorbiendo por la nariz—. Tenía una pistola… Lo he visto y me he escapado por la escalera. Ha venido corriendo, pero me he apoyado contra la puerta para no dejarlo pasar… Gritaba y decía que la abriera, que me iba a matar. Yo también gritaba, pero no ha venido nadie para ayudarme. De pronto ha dejado de golpear la puerta.

—Vale, vale —dijo Ludwig agachado y abrazado a ella, tratando de consolarla—. Ya ha pasado todo, no te preocupes.

—Pero ¿quién era ese hombre? ¿Por qué quería matarme? —sollozó Martha.

La profesora no pudo continuar, ahogándose en su propio llanto. Ludwig se sentó a su lado y colocó la cabeza de ella en su hombro. Le acarició el pelo a la vez que le hablaba suavemente para que se tranquilizara. Mientras, tratando de olvidar el intenso dolor que sentía en el pecho, su cerebro trabajaba a toda velocidad.

Aquel hijo de puta lo había dado por muerto y su intención de asesinar a su amante se había frustrado. Quizá algún ruido, como el del ascensor al abrir sus puertas, lo había asustado y había escapado… o igual no.

Quizá la interrupción le había supuesto un pequeño contratiempo y de un momento a otro regresaría para acabar su trabajo.

—Vamos, Martha —dijo Ludwig, tirando de un brazo de la profesora y conteniendo un grito de dolor—. Tenemos que entrar en tu habitación y llamar a la policía. Aquí no estamos seguros.

ZABULÓN (
COHABITACIÓN
)

Cada pensamiento musical está íntimamente, indivisiblemente relacionado con la armonía total, que es la Unidad
.

LUDWIG VAN BEETHOVEN

E
l inspector Herrero, sentado en el sofá de la salita de la habitación de Martha, aguardaba a que sus compañeros terminaran de tomar declaración a ésta y a Ludwig.

Había sido avisado por Ponte de lo ocurrido. El doctor Ludwig, tras encerrarse en la habitación de la profesora con ésta, había telefoneado a la comisaría y pedido que le pusieran con Herrero, pero aquel día el inspector libraba y se encontraba de compras con su mujer por el centro de la ciudad, aprovechando que los comercios aún no habían subido los precios de cara a la Navidad, para ir comprando los regalos que, como mandaba la tradición, serían repartidos el día de Reyes.

Para el inspector Herrero, ir de compras no era tan horrible como pudiera parecer. Incluso le hubiese gustado, de no ser por la inevitable acumulación de gente en cualquier lugar, algo que, según avanzaban los años, llevaba cada vez peor.

Pero ir de tiendas con su mujer solía concederle momentos para sumirse en sus pensamientos. Su mujer jamás le consultaba sobre un regalo. Herrero se limitaba a transportar los paquetes. Liberado de la presión que suponía elegir, probar y pensar, tenía el tiempo libre para observar, algo que sabía se le daba muy bien.

Le gustaba entrar en las tiendas y fijarse en las personas: ese chico alto de espesas patillas que miraba una camisa, en realidad no perdía ojo a la dependienta que, a su vez, coqueteaba con uno de los encargados. La mujer bajita y rolliza que iba acompañada por una adolescente vestida a la moda y muy metida en su papel de joven rebelde, trataba de encontrar una camiseta que, siendo del gusto de su hija, le cubriera convenientemente el
piercing
que ésta lucía en su ombligo y el par de revoltosos pechos que tensaban el top negro bajo la corta cazadora vaquera que llevaba, pues el frío era el precio que había que pagar por la moda imperante.

Herrero podría haberle evitado trabajo a la buena mujer avisándola de que, por definición, cualquier prenda que pudiera ser de su agrado nunca lo sería de su hija, aunque la mujer ya era consciente de tamaña desgracia.

Por deformación profesional también estudiaba las medidas de seguridad de los locales y los movimientos de los guarda jurados. Como era de esperar, ambas cosas solían carecer del menor de los rigores, siendo muchas veces una mera coreografía para impresionar a los clientes y, teóricamente, asustar a los posibles rateros. Pero Herrero sabía que los carteristas, los que robaban al descuido, los que se metían prendas bajo la ropa arrancando el chip de seguridad o, más avanzados tecnológicamente, se llevaban las prendas en inocentes bolsas de plástico recubiertas en su interior de papel de plata, también conocían los sistemas de seguridad y la calidad de ésta, por lo que, a la postre, los únicos que quedaban impresionados eran los clientes honrados.

De hecho, en más de una ocasión había atrapado
in fraganti
a un carterista. Incluso una vez había logrado evitar un atraco en unos grandes almacenes.

Aquella mañana las compras navideñas no habían tenido tantas emociones. Herrero, cargado de bolsas, se encontraba sentado al sol en un banco, mientras su mujer estaba en una juguetería, discutiendo la idoneidad de un rompecabezas para un niño de seis años. La chica del establecimiento miraba con cara de resignación a la mujer. Era muy joven, posiblemente una estudiante que se sacaba un dinerillo y pertenecía a la generación en la que los rompecabezas, puzzles y demás inventos quedaban a la altura de los ábacos y las hachas de pedernal. Si la vieja quería que la ayudara de verdad, podía darle el nombre de tres o cuatro juegos de videoconsola con los que su sobrino fliparía.

Herrero, en el exterior del local, echó un discreto vistazo a su reloj de pulsera, con la esfera amarillenta por los años. Se acercaba la hora de comer.

—Inspector Herrero —saludó un agente de uniforme sobre una motocicleta—. El subinspector Ponte anda buscándolo.

—Muchas gracias, enseguida lo llamo.

Si Ponte lo andaba buscando es que era algo importante. Si hubiese sido el comisario Martín, le habría llamado una vez más al teléfono apagado sobre la mesilla de noche, pero Ponte ni se habría molestado. Herrero le había dicho el día anterior que le tocaba salir de compras con su mujer y el subinspector sabía por dónde podía andar, así que habría mandado a varios motoristas y agentes a pie por la zona para localizarlo.

—Andrés, soy Pablo. ¿Me buscabas? —preguntó Herrero desde una cabina de teléfono, tras marcar los números copiados de la ajada libreta que siempre llevaba en el bolsillo.

—Hola, inspector —contestó Ponte utilizando el grado de su superior en vez de su nombre de pila, señal de que alguien más se encontraba por allí—. Ha llamado el doctor Dreifuss hace un rato muy asustado. Al parecer alguien ha tratado de matarlos a él y a la profesora Mazowiecki cuando salían del hotel de ésta. Yo me encontraba ocupado y he mandado dos patrullas, además de Cuéllar y Ramos, para allí. En estos momentos estoy llegando al hotel con Aldaya. El doctor Dreifuss insistía mucho en hablar con usted.

—Bien hecho, Andrés. Cuando llegues al hotel dile a Aldaya que pase a buscarme, lo espero frente al edificio de Correos.

La mujer del inspector y las bolsas con los regalos fueron introducidas sin protestas en un taxi y Herrero se dispuso a esperar tranquilamente a que lo vinieran a buscar. Un cuarto de hora más tarde ya se encontraba en la habitación del hotel, donde Martha, sentada en una butaca, más pálida que de costumbre si eso era posible, tenía la mirada perdida en los dibujos de la alfombra. No se había inmutado al ver llegar al inspector, al contrario que Ludwig, que se había mostrado muy satisfecho con la presencia del policía.

De boca del médico había escuchado la versión sobre el intento de asesinato. No había hecho ninguna pregunta, dejando el control de la situación a su ayudante Ponte, ante la desilusión de Ludwig, al que le parecía que aquel caso se le estaba yendo de las manos al inspector, único policía por el que había llegado a sentir respeto. Sentado en el sofá, en silencio, sin quitarse el abotonado abrigo de paño y su sombrero de fieltro, con las manos sobre las rodillas, parecía más un abuelo que hubiese salido al parque para tomar el aire que uno de los mejores inspectores con los que contaba la policía.

Ponte, sin embargo, sabía que todo aquello era fachada. Conocía lo suficiente a su jefe como para saber que había algo extraño en todo aquello que lo confundía y que la pose aparente de ausencia se debía a que estaba dejando la mente en blanco para que aquello que lo perturbaba saliera a la luz.

Ajeno a todo esto, Herrero daba vueltas en su cabeza a los datos de los que disponía, que no eran muchos. Al llegar al lugar del incidente, uno de los miembros de la policía científica le había comentado que el asaltante había utilizado un calibre veintidós. Aquello no tenía sentido. Un profesional nunca utilizaría una munición de tan escaso poder perforante.

—Inspector, hemos terminado —dijo al cabo de un rato Ponte—. El doctor Dreifuss se personará a lo largo del día en comisaría para presentar denuncia. He dispuesto, si a usted le parece bien, que una patrulla se quede aquí hasta que recojan sus pertenencias. Posteriormente se les trasladará a otro hotel en un vehículo camuflado. Los de la policía científica ya se han ido.

—Estupendo —dijo Herrero, y con las palmas en las rodillas se ayudó para levantarse del sofá. Dreifuss se encontraba detrás del subinspector, sintiendo lástima por Herrero, que parecía acabado.

—Dígame, doctor —preguntó Herrero tras quitarse el sombrero, mostrando una calva con la piel manchada por la edad—. ¿No había nada en el agresor que le recordara algo?

—No —respondió confuso el interpelado—. ¿Qué podía haber?

—No lo sé —respondió el inspector—. Toda esta historia me resulta de lo más extraña. Quien haya tratado de asesinarlos ha resultado ser un poco torpe, ¿no cree? No puede con usted porque, por fortuna, llevaba ese libro de fotocopias bajo la cazadora y el chaleco que le dimos. Luego atenta contra la señorita y es incapaz de atraparla. No parece un trabajo muy profesional y hasta ahora todo lo relacionado con la muerte de su tío ha llevado el sello de un experto.

—No sabría qué decirle —contestó confuso Ludwig—. Igual no era el mismo.

—El que el asesino ponga tanto empeño en no mostrar ni un centímetro de su rostro, con un pasamontañas y unas gafas de sol dentro de un garaje, me hace pensar que quizá temiera que usted lo reconociera.

—¿Y quién podría ser? —preguntó Ludwig, extrañado.

—Lo desconozco, por eso le pregunto de nuevo y piénselo bien, por favor: ¿Algo en el comportamiento de ese individuo, un gesto, la forma de andar o de moverse podría recordarle algo?

Ludwig se tomó su tiempo, recordando lo vivido antes de negar con la cabeza.

—No. No hay nada —respondió el médico—. ¿Y tú, Martha? ¿Te fijaste en algo que te llamara la atención?

—Si es que prácticamente no lo vi —dijo la profesora, hablando por primera vez desde que Herrero llegara.

—Bueno —dijo el inspector calándose el sombrero—. Si recordaran algo, no olviden llamarnos. Por tonto que parezca. Y si podemos hacer algo por ustedes, díganmelo, por favor.

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