—Doctor, no sea usted hipócrita. Lo conozco un poco. Jamás se ha preocupado por nadie. Usted es como yo. En otras circunstancias lo hubiese sido. ¿No ha escuchado lo que he dicho? El Universo está desarmonizado y tenemos la posibilidad de recuperar su estado original en el que todas esas razas nunca habrán existido. El Edén, el Valhalla, el Olimpo. Estamos ante las puertas de la divinidad. ¿Cree que me pueden preocupar unos cuantos piojosos?
Ludwig encajó las críticas sabiendo que el nazi tenía razón en cuanto a su forma de ser. ¿No se había sorprendido él mismo del cambio experimentado desde que había conocido a Martha?
—Todas las religiones buscan la armonía, ¿no lo sabe? Los mantras del yoga, de los hindis, de los budistas tibetanos. ¿Conoce el mantra
Om mani padme hum
? «Om» es un monosílabo místico y sagrado cuyo sonido los hindúes creen que tiene poder divino. Es un fragmento de la formula. «Mantra» significa literalmente «elocución sagrada». Son palabras de poder para que su dios se compadezca y los libere del ciclo de reencarnaciones. Los indios americanos, los árabes, todos tienen sus composiciones musicales mediante las cuales alcanzan la armonía. Pero su fórmula es incompleta, por eso los efectos son transitorios. Aquí, en Occidente, no creemos en esas cosas y por eso tomamos Prozac y otros antidepresivos químicos para no caer en la desesperación.
—¿Por qué precisamente en Cremona? —preguntó Ludwig, cambiando de tema, aturdido por las divagaciones del viejo.
—Sencillamente porque los instrumentos recuperan mejor su sonido original en las condiciones en las que fueron fabricados. Me refiero a la humedad, la presión atmosférica, el calor con la contracción y dilatación…
—Me aseguraron que es imposible recuperar el sonido original —dijo Ludwig sin desvelar su fuente. Escuchando las locuras del nazi, rezaba para que la opinión de Martha al respecto fuese acertada—. La edad, las restauraciones, las sustituciones de sus piezas lo impiden.
—Siempre se ha creído eso, es verdad. Los instrumentos cambian y su sonido no es el mismo que tuvo en su origen, pero se puede restablecer. No es fácil, esté seguro. Cuando empecé con todo esto una de mis principales preocupaciones era precisamente ese problema. Averigüé que en París existía un laboratorio, en el Museo de la Música, especializado en restauraciones y me puse en contacto con algunos de sus técnicos. Dos de ellos eran expertos en instrumentos de cuerda y conocían perfectamente los stradivarius. Les hice una buena oferta y pasaron a trabajar para mí. Ellos han restaurado el sonido original de esos instrumentos que ha visto en el piso superior. Luego quizá tenga la oportunidad de conocerlos. El laboratorio está enfrente de mi despacho.
—¿Por qué doce instrumentos? —preguntó Ludwig temiendo que la conversación se hubiese terminado y el nazi diera a su esbirro la orden de matarlo.
—Doce son los hijos de Jacob, las tribus de Israel y los fragmentos en que Jacob dividió la fórmula. Doce son los libros proféticos del Antiguo Testamento. Doce, las secciones de treinta grados cada una, en las que los antiguos dividieron el cinturón de la cúpula celeste, el llamado Zodiaco. También los chinos adoptaron esa división pero les pusieron nombres de animales: rata, buey, tigre, dragón… Los aztecas hicieron lo mismo. Doce son las horas de luz dedicadas al dios Horus por los egipcios frente a las doce de oscuridad de su odiado tío Seth. Doce son los apóstoles que acompañaban a Jesucristo. Doce los principales dioses griegos olímpicos, al igual que los reinos en que se dividía Asgard, el mundo de los dioses nórdicos. El doce está presente en las sagas escandinavas y en sus principales deidades. Doce son los dioses
Adityas
hindúes. Doce los sabios rosacruces, los meses del año y los trabajos de Hércules. Doce puntas tiene la rosa de los vientos, las de los doce puntos cardinales. También la escala cromática musical tiene doce notas.
»En astrología, doce es el resultado del producto de los cuatro puntos cardinales por los tres planos del mundo. En alquimia es el resultado de la multiplicación de los cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire, por los tres principios alquímicos: azufre, nasal y mercurio, que da como resultado fases sucesivas de evolución e involución. Las doce fases por las que debe pasar la materia para alcanzar el fin último. En la escuela pitagórica el dodecaedro simbolizaba el Universo.
—¿Por eso la sala del auditorium es un dodecaedro? —preguntó Ludwig, abrumado por los datos.
—Así es.
Durante un rato ambos permanecieron en silencio mientras Ludwig trataba de asimilar las palabras del nazi. Todo aquello era una locura, pero entendía que al viejo le resultara atractiva. Estaba claro que durante toda su vida había estudiado para hacer casar los datos históricos con aquellos delirios paranoicos.
—¿Cree de verdad que la clave para abrir esas supuestas puertas celestiales está en la música?
—¿No ha escuchado nada de lo que le he dicho hasta ahora? —contestó irritado Schäuble—. La música tiene unos poderes extraordinarios de los que cada vez sabemos más, aunque estamos lejos de conocerlos todos. En medicina, su especialidad, doctor, se utiliza para disminuir el dolor, mejorar la memoria, reducir el estrés o ayudar a niños autistas. Como sin duda sabrá, su compatriota Hans Jenny cree que la clave del poder curativo de la música se encuentra en su efecto sobre la materia. Asegura que los sonidos crean campos de energía, absorbidos por nuestro organismo, capaces de alterar la respiración, el ritmo cardiaco, la tensión arterial y hasta la temperatura corporal. Está comprobado que la música aumenta la producción de endorfinas y sustancias necesarias para el sistema inmunológico.
—Eso no apoya sus absurdas teorías —atacó Ludwig—. Todo eso se ha podido demostrar científicamente.
—¿Ah, sí? ¿Me puede decir cómo funciona el sonar de un submarino? ¿O un aparato de ultrasonidos? ¿Cómo lo hace un escáner como los que utiliza en su consulta? ¿Y el microondas de su cocina? ¿Qué me dice de los aparatos para buscar petróleo? ¿Y de la bomba atómica? Todos funcionan con ondas. ¿Sabría usted explicarme cómo?
»No, claro que no. ¿Me creería si le dijera que hoy en día los científicos son incapaces de descifrar, exactamente, cómo funcionan algunos de estos inventos provenientes del estudio de la física cuántica?
—¿Qué va a hacer con los instrumentos? —preguntó Ludwig, volviendo al tema que lo preocupaba.
—Este edificio que doné a la ciudad de Cremona para homenajear a su más insigne ciudadano tiene tres usos. Por un lado, como le he dicho, ha servido de laboratorio para restaurar los instrumentos. Por otro, como puede ver, servirá para utilizarlos y ejecutar la fórmula entregada a Jacob. El tercer uso que ha tenido ha sido el de escuela para niños superdotados en el manejo de estos instrumentos. He elegido a los doce mejores, que duermen en el piso de abajo y que no tardarán en ser despertados. Tenga en cuenta que la hora límite son las siete de la mañana. En ese instante el mundo volverá a renovarse. El sol regresará para calentar la tierra. Mitra y los demás dioses solares renacerán. Será el momento oportuno para recobrar el equilibrio.
»Esos niños interpretarán un acorde. Nada especial, sólo el conocido como «acorde perfecto» según el modelo
do-mi-sol
. No voy a aburrirle contándole por qué este acorde se llama así, sería largo y tedioso. Los muchachos tocarán cuatro de esas tríadas del acorde perfecto, es decir, un acorde mayor de cuatro octavas.
—¿Eso no lo pueden hacer otros violines? —preguntó Ludwig sin estar muy seguro de entenderlo bien.
—Claro —dijo entusiasmado el anciano—. Pero no como éstos. Verá, en primer lugar los instrumentos fueron elaborados por Antonius Stradivarius, de forma que quedaran afinados de una manera especial que no es la corriente. Todos por igual. Por otro lado, y esto es lo más importante, éstos son capaces de solventar el problema que durante siglos ha traído de cabeza a los músicos.
—¿Qué problema es ése?
—Verá —contestó Schäuble buscando las palabras—. Cuando Pitágoras diseñó la escala natural, la afinación pitagórica, ésta chocaba a la hora de llevarla a la práctica. Pitágoras formó la escala de esta manera. Cogió una cuerda y la pulsó, consiguiendo un sonido, digamos un
do
. Luego dividió esta cuerda por la mitad y descubrió que el resultado era una octava más aguda. La dividió en tres partes e hizo sonar dos de ellas consiguiendo un
sol
. Y así sucesivamente, dividiendo siempre la cuerda en intervalos.
—Ya me lo había explicado el rabino —dijo Ludwig sin entender adónde quería llegar el viejo nazi.
—Bien. La cuerda en cuestión se va dividiendo en proporciones de un medio, dos tercios, tres cuartos, cuatro quintos y cinco sextos. Como puede imaginar, con estos intervalos no se pueden alcanzar todas las notas de una escala habitual. Para conseguir el resto de ellas es necesario efectuar más proporciones
a partir
de las notas ya obtenidas. ¿Me sigue?
—Con dificultad —hubo de admitir el médico.
—Reconozco que es un poco lioso. Créame que muchos músicos profesionales serían incapaces de explicárselo —dijo el nazi, retrepándose en su sillón antes de continuar—. Aquí tenemos el problema: la consecuencia de obtener unas notas a partir de otras es que las resultantes
no
tienen una frecuencia única, sino que ésta depende de la nota respecto a la que se afinen. No es lo mismo obtener el
la
a partir del
mi
, que obtenerlo a partir del
fa
.
—Y esto no resulta viable —intervino Ludwig, comprendiendo el problema.
—Me alegra comprobar que lo entiende. Para conseguir una afinación uniforme es necesario que una nota sólo se dé en una única frecuencia. ¿Como solucionar este problema?
»Se adoptó una solución convencional. Decidieron desafinar por igual todas las notas, de manera que, entre ellas, hubiera siempre la misma proporción. ¿Me sigue? Esto se conoce como escala temperada, que es la que se utiliza actualmente para afinar los instrumentos.
»El secreto que Orsini facilitó a Stradivarius era la solución al problema de la escala natural o pitagórica. Con esta escala, el laudero afinó sus instrumentos. Esta afinación lleva miles de años sin escucharse en el Universo. Desapareció cuando la trama comenzó a enredarse y alteró las leyes del Cosmos. Ésta es la escala con la que el Universo se creó al principio de los tiempos y que yo me propongo restaurar.
—¿Pretende hacerme creer que sus doce estudiantes tocando al unísono esa fórmula pueden alterar el Universo? —preguntó incrédulo Ludwig. El nazi estaba más loco de lo que pensaba.
—No solamente pueden sino que lo van a hacer. La música, como le he explicado y usted sabe, son ondas y éstas se propagan. La afinación comenzará aquí pero se extenderá rápidamente por todo el espacio. «Lo que está abajo es igual a lo que está arriba», dijo Hermes Trismegisto. Todo volverá a ser como era. Los humanos disfrutarán del Paraíso y de los poderes inherentes a la divinidad que les corresponden. No morirán y aprenderán de sus fallos. Las demás razas volverán a su estado natural, salvaje y sin alma, para servir a los superhombres de los que hablaba Nietzsche.
El viejo nazi se había ido excitando según pronunciaba un discurso que Ludwig sospechaba se había repetido a sí mismo innumerables veces a lo largo de aquellos años. Apoyado en los reposabrazos del sillón, se mantenía en tensión con una mirada extraviada en los ojos.
—¿Y qué cree que va a pasar ahora que ha sido descubierto? —preguntó asqueado Ludwig.
—Que usted morirá. Los niños interpretarán la fórmula y después nada será ya igual. El Universo recuperará su equilibrio. Usted y yo seremos Historia.
—¿Desapareceremos? —preguntó indiferente Ludwig—. No me parece un buen final para su absurda fábula.
—Ahórrese los sarcasmos. Un famoso físico alemán dijo una vez: «La ciencia es incapaz de resolver los últimos misterios de la naturaleza porque, en último lugar, el hombre es parte de esa naturaleza». O sea, parte del misterio que pretende resolver.
»Tengo cáncer y mis días se agotan. Este cuerpo no es más que una cáscara de la que pienso desembarazarme dentro de pocas horas para liberar mi alma inmortal, y que ocupe el lugar que le corresponde en el Orden Cósmico.
Sin saber qué más añadir, Ludwig se quedó mirando cómo el consumido nazi se perdía en sus sueños de inmortalidad. Miró la hora. Alarmado, observó que ya eran casi las seis de la mañana. El tiempo había pasado volando desde que entrara en aquella escuela.
—No creo que logre llevar a cabo sus planes —dijo Ludwig, tratando de contener los nervios. Estaba claro que en cualquier momento el viejo se levantaría para acudir al auditorio—. La policía está al corriente de sus planes y debe estar ya en camino.
—¿Se refiere usted al inspector Herrero? —preguntó sonriendo el nazi—. Sus esfuerzos para dar conmigo han sido patéticos. En todo momento me he mantenido al corriente de sus inútiles investigaciones. No, doctor Dreifuss. No será la policía quien dé al traste con mi proyecto. Ni tampoco, por cierto, quien salve su miserable vida.
A una señal imperceptible del nazi, el guardaespaldas abandonó la entrada y se acercó, pistola en mano, a la silla donde se encontraba sentado Ludwig. En ese momento se abrió la puerta.
—Vaya, querida —dijo Schäuble, saludando a la recién llegada—. Me preguntaba dónde estarías.
Ludwig se giró y contempló asombrado cómo Martha apuntaba al guardaespaldas con una pistola. En sus ojos se reflejaba un odio que lo paralizó.
—¡Martha!
—Sepárate de la mesa y tira la pistola —ordenó la profesora dirigiéndose al escolta. El tono gélido de su voz resultó desconocido para Ludwig.
—Haz como te dice, Hermann —dijo tranquilamente el viejo nazi—. No creo que tengas tiempo de disparar antes de que mi hija lo haga.
—¿Su hija? —preguntó Ludwig, atragantándose con las palabras—. ¿Qué quiere decir? —volvió a preguntar mirando alternativamente a su amante y al anciano.
—¡Vaya! ¿No se lo había dicho? —respondió Schäuble con una risita—. Mal, muy mal. Entre novios debe haber sinceridad. ¿Qué más no le ha dicho? ¿Que trabaja para mí?
—Ya no, padre —dijo Martha sin hacer caso a la mirada suplicante de Ludwig.
—Ella sabía dónde estaba usted y también que era usted el que estaba robando los instrumentos —dijo Ludwig hablando para sí, sin dirigirse a nadie en particular, tratando de asimilar la noticia.