Read La fórmula Stradivarius Online

Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (51 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
4.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cuando iba a salir del estacionamiento tuvo que frenar para dejar pasar a dos vehículos de la policía que, con las sirenas puestas, se detuvieron ante las puertas del aeropuerto. Varios agentes salieron a la carrera hacia el interior del edificio.

—Vaya, ¿qué sucederá? —dijo el taxista, tratando de iniciar una conversación. Ante el silencio del pasajero se dio cuenta de que el recorrido hasta Cremona iba a ser bastante aburrido.

El taxista pisaba sin miedo el acelerador. Era de noche y los radares no funcionaban. La circulación era escasa y el viajero no parecía inmutarse cuando la aguja subía. ¿No había dicho que se diera prisa? Cuarenta y cinco minutos después entraba en Cremona.

—¿Dónde quiere que lo deje?

Ludwig había estado pensando en ello durante el viaje. Si, como era presumible, Martha había cogido un taxi en Brescia, como lo había hecho él en Milán, tendría que rastrear el trayecto al igual que hiciera en Viena.

—Déjeme cerca del centro. En algún hotel.

El taxista detuvo su vehículo frente al hotel Delle Arti Design, en la vía Bonomelli, cerca de la catedral románica. Cuando se bajó del taxi, Ludwig pagó la carrera y añadió una magnífica propina al satisfecho chófer, que le entregó una tarjeta personal por si su generoso cliente volvía a necesitarlo.

Ludwig se metió la tarjeta, sin prestar atención, en un bolsillo de la cazadora, y entró en el hotel.

—Buenas noches —dijo en inglés al adormilado empleado—. Querría una habitación.

Entregó su pasaporte y la tarjeta de crédito. Mientras lo registraban solicitó el listín telefónico. No venía la zona de Brescia. Llamó a información y pidió todos los teléfonos de las empresas de taxis de Brescia.

Diez minutos después llamaba por teléfono desde su habitación. Se le había terminado la batería de su móvil y no había apuntado en otro sitio el número del inspector Herrero. Ni siquiera tenía ganas de hablar con él en ese momento, así que el policía tendría que aguardar a que encontrara a Martha. De momento, las gestiones urgentes eran con las compañías de taxi.

Probó primero a llamar a Martha. Como esperaba, su móvil estaba fuera de servicio. Después tecleó el número de la primera compañía que le habían facilitado. En esta ocasión les decía a los operadores que su mujer había llegado al aeropuerto de Brescia el día anterior pero que no sabía nada de ella y que su móvil no funcionaba. Él aguardaba en Cremona y estaba preocupado pues, siendo extranjera, sin saber nada de italiano y dada su delicada salud, temía que le hubiese ocurrido algo malo. Lo más difícil fue hacerse entender, ya que no todos hablaban inglés.

Por fin dio con una agencia que recordaba haber realizado un servicio desde el aeropuerto de Brescia a Cremona, trasladando a una señorita que coincidía con la descripción de Ludwig. La empleada que lo atendió tuvo la cortesía de facilitarle el teléfono del taxista para que hablara personalmente con él.

—Sí, señor —gritaba el hombre en un incomprensible inglés. Estaba conduciendo a la vez que hablaba. No daba la impresión de estar utilizando un manos libres—. Recogí a la señorita ayer al mediodía en la terminal y la llevé a Brescia. Más tarde me llamó, porque le había dado mi tarjeta y hablo inglés, como puede usted comprobar, para que la llevara hasta Cremona. La he dejado en la plaza de Roma a eso de la una de la mañana. De nada, ha sido un placer.

La plaza de Roma. ¿No le había dicho Martha que antiguamente se llamaba plaza de San Domenico y que allí era donde Antonius Stradivarius abrió su taller? Sin comprender nada, salió de la habitación y pidió al conserje de noche un taxi. Nervioso como estaba, prefirió esperarlo en la calle.

Instantes después por la desierta calzada aparecieron los faros de un coche. Según se iban acercando el vehículo fue frenando su marcha y arrimándose a la acera, donde aguardaba Ludwig, que, pensando que se trataba del taxi solicitado, hizo un gesto con la mano.

El Mercedes se detuvo a su lado y dos individuos altos y fuertes se bajaron del mismo. Sin decir una sola palabra, mientras uno lo encañonaba con una pistola, el otro lo obligó a entrar en el vehículo, que arrancó en cuanto todos se encontraron dentro.

—¿Qué pasa? —preguntó a gritos Ludwig—. ¿Qué quieren?

Los matones no contestaron. Eran tres, los dos que lo habían forzado a subir y el conductor. Iban vestidos con buenos trajes, el pelo cortado a cepillo y llevaban unos pinganillos en los oídos para comunicarse. El copiloto hizo una breve llamada y, en alemán, informó a la persona que estaba al otro lado de la línea de que el trabajo estaba hecho y de que iban al lugar convenido.

No tardaron en llegar a las puertas de un edificio moderno de cuatro plantas, una magnífica combinación de cristal, acero y piedra, iluminado por unos estratégicos focos situados en el frondoso jardín. El vigilante del recinto, avisado, tenía las puertas dobles de la verja abiertas. Las cerró en cuanto el Mercedes hubo entrado. Una vez detenido el coche, los matones hicieron bajar al médico y tomaron un ascensor. Ludwig hacía rato que había desistido de pedir cualquier tipo de información. Estaba claro que aquellos tipos no iban a proporcionársela y posiblemente no tardaría en averiguar lo que le esperaba.

El ascensor abrió sus puertas en el último piso y los tres salieron. Al fondo del pasillo, de la única puerta que había, asomó un hombre vestido de manera muy parecida a sus captores.

—Doctor Dreifuss, acompáñeme por favor.

Todo en aquel individuo resultaba atemorizador. Como los otros, tenía los ojos claros, pero éstos parecían los de un demente, desprovistos de cualquier tipo de emoción. Ludwig, asustado a su pesar, se limitó a cumplir la orden y cruzó la puerta que le sostenían. Los matones que lo habían secuestrado volvieron al ascensor y desaparecieron.

Ludwig observó la estancia donde se encontraba. Se trataba de un auditorio. El alto techo era escalonado y estaba recubierto con poliedros revestidos de algún material especial, sin duda para mejorar la acústica. Las paredes estaban forradas de gruesas planchas de lo que parecía madera maciza, sin ventanas y con la puerta por la que había entrado como única abertura. No tenía más mobiliario ni decoración que doce sillas, sobre las que descansaban doce estuches.

La mayor peculiaridad de la sala era que estaba compuesta por doce paredes, ocupando cada silla una de ellas, mirando al centro del dodecaedro.

Mientras Ludwig trataba de pensar qué estaba ocurriendo, la puerta volvió a abrirse y por ella apareció un anciano con una imponente presencia. El hombre que lo había conducido a la sala permanecía alerta, de espaldas a la puerta, con las manos cogidas por delante.

—¡Ah!, doctor Dreifuss. Ya está usted aquí —saludó el anciano—. Tenía ganas de conocerlo. Nos ha dado mucho trabajo.

—¿Quién es usted? —preguntó acalorado Ludwig. La sala insonorizada amortiguaba las voces.

—Me llamo Alexander Pawlak —contestó el anciano, caminando hacia el centro de la sala—. Imagino que esto no le dirá nada. Es el nombre que utilizo desde que terminó la guerra. El verdadero es Friedrich Schäuble, ¿le suena? Sí, ya veo que sí. Nuestro querido amigo, el rabino, le habrá hablado de mí. Bien, eso facilita las cosas.

—¿Para qué me ha traído aquí? —preguntó Ludwig.

—¿No quería venir? —dijo Schäuble, fingiendo asombro—. Mis hombres lo han acompañado desde un hotel en esta ciudad. ¿Por qué querría usted venir a Cremona si no era para visitarme? Digamos que le he facilitado el trabajo. De otra manera no hubiese podido llegar hasta aquí. Hermann —añadió señalando al guardaespaldas, que no se había movido de la puerta— no le hubiese permitido la entrada.

—¿Y dónde se supone que estamos? —preguntó Ludwig, a quien la inmovilidad del guardaespaldas lo atemorizaba. Aquel hombre destilaba peligro por todos los poros de su cuerpo.

—Ésta —repuso orgulloso el nazi, abriendo los brazos para abarcarlo todo— es la Escuela Superior de Violín Antonius Stradivarius. Fue construida hace unos cuantos años, gracias a generosas donaciones anónimas, para alumnos aventajados de violín, viola y violonchelo. En realidad las donaciones fueron mías. Ésta es mi creación.

Ludwig tuvo el convencimiento de estar en manos de un loco. Aquel hombre era el que había mandado asesinarlo, fallando su esbirro por dos veces. Ahora se hallaba en sus manos y no volvería a errar. El hombre apostado en la puerta aguardaba sin duda la orden para hacerlo. ¿A qué venía tanta charla? ¿Por qué no lo mataba ya?

¿Y dónde estaba Martha? ¿La habrían atrapado también? No sabía si preguntarle por ella al viejo. Al final optó por no hacerlo. Si la tuvieran en su poder se lo hubiesen dicho. Era mejor no llamar la atención sobre ella.

—¿No se supone que usted estaba muerto? —preguntó el médico. Se acababa de acordar del informe que el inspector Herrero le había mostrado sobre los cuatro nombres de antiguos científicos nazis que el rabino sospechaba pudieran estar tras aquel asunto. Según el informe de la Interpol, los cuatro habían fallecido.

—Se fingió mi muerte, como la de otros muchos, para encubrirme —contestó tranquilamente el viejo—. Es algo muy corriente.

—¿Cómo lo logró?

—Venga, acompáñeme —dijo el nazi encaminándose hacia la puerta—. En mi despacho estaremos más cómodos y podremos sentarnos. Tenemos tiempo aún y, si le parece, sostendremos una pequeña charla.

El guardaespaldas abrió la puerta y la sostuvo hasta que el médico abandonó la estancia. En el ascensor bajaron a la planta inmediatamente inferior. Allí el pasillo contenía tres puertas. Schäuble abrió una de las dos de la derecha.

Era un despacho muy amplio con un gran ventanal, una mesa de madera oscura ocupaba el centro de la estancia, sobre una gruesa alfombra oriental. Sobre el escritorio sólo se veían un par de carpetas bien ordenadas y un vaso con lápices y bolígrafos de distintos colores.

El nazi se sentó en un sillón de ruedas e hizo un gesto para que Ludwig hiciera lo mismo en una de las dos sillas colocadas al otro lado de la mesa y, de un cajón, sacó un sucio y estropeado librito. A Ludwig se le aceleró el corazón. Aquélla debía ser la Biblia de Stradivarius de la que le había hablado el rabino.

—Yo no hice nada —dijo Schäuble contestando a la pregunta que le había formulado antes el médico—. Soy físico y mi trabajo es otro. Un día, cuando estaba terminando la guerra, vinieron unos hombres al instituto donde trabajábamos. Nos ordenaron apilar toda la documentación que pudiera caer en manos del enemigo y prepararnos para escapar. Después nos llevaron en un autocar escolar hasta Italia y allí nos dejaron en distintos puntos. Yo estuve escondido en un convento durante un par de años, hasta que disminuyó la presión. Sí, no se sorprenda. La Iglesia ayudó a los nazis. Por motivos económicos, pero también políticos. Los rusos eran ateos, los americanos e ingleses protestantes. Tenía mucha influencia que perder, no se escandalice.

»Sigamos: el objetivo prioritario de los aliados fue la búsqueda de cerebros para llevárselos a su país. Físicos amigos míos que trabajaban en la preparación de la bomba nuclear fueron secuestrados por americanos, ingleses, franceses y rusos. Cuando no encontraron más científicos que robar, se dedicaron a enjuiciar a los militares capturados y más tarde perdieron interés por el resto. El mundo seguía rodando, y la carrera por el poder en el Nuevo Orden Mundial estaba en pleno apogeo.

»Así las cosas, pude abandonar el convento y me asenté en Polonia con la ayuda de una organización de antiguos nazis. Allí me casé, encontré un empleo como farmacéutico y continué las investigaciones sobre la Biblia de Stradivarius, que me había llevado conmigo. Me dijeron que habían quemado toda la documentación que se había quedado atrás, pero algo no ardió porque el maldito judío nos descubrió. Mis compañeros en el proyecto murieron después, pero no importaba. Yo tenía los conocimientos y el empeño para buscar la clave.

—¿Por qué todo esto? —preguntó Ludwig tratando de ganar tiempo. Aquel demente podía cambiar de opinión en cualquier momento y decidir que era mejor acabar enseguida con él.

—¿No lo sabe? —se extrañó el nazi, acariciando el libro—. Creía que el rabino se lo habría explicado.

—Me contó todo lo que sabía, lo cual no era mucho.

—¿Y usted lo cree? —repuso con ironía Schäuble—. Los judíos son mentirosos por naturaleza.

—Me habló —continuó Ludwig sin hacer caso del comentario despectivo— de un grupo de nazis que buscaban doce instrumentos concretos construidos por Stradivarius, ya que éstos guardan un secreto que el laudero escondió en ellos. Según el rabino, este secreto sería capaz de abrir las puertas del Cielo, pero no sabía explicar en qué consistía esta
apertura
.

—Vaya, veo que sobreestimé la inteligencia de ese judío —reflexionó en voz alta el nazi—. Quizá los asaltos contra ustedes resultaron innecesarios.

Ludwig no se dejó engañar por el eufemismo utilizado por el viejo. Sabía que éste no se arrepentía de los atentados por motivos humanitarios, sino por el peligro inútil que había corrido con ellos.

—También me habló de Pitágoras y su teoría de la música de las esferas, de la relación entre la música y las matemáticas.

—Todo muy vago —contestó Schäuble, haciendo un gesto despectivo con la mano—. Me decepciona su rabino. Debí haber supuesto que no sabía nada.

—Creo que con lo poco que tenía llegó muy lejos, teniendo en cuenta que todo esto es una locura y carece de cualquier lógica —dijo Ludwig defendiendo al rabino.

—¡Bobadas! Malgastó su vida persiguiéndome. Ni siquiera llegó a saber quién era yo —dijo el anciano escupiendo las palabras, como si le dejaran un mal sabor en la boca—. Imagino que le hablaría de Jacob, ¿me equivoco? Bien, Jacob no fue el único que recibió este regalo de los dioses, pero gracias a él ha llegado hasta nosotros. Usted sabe que, según la Biblia, Jacob escapó gracias a que Rebeca, su madre, lo advirtió de las intenciones de Esaú, su hermano, de matarlo por haberle robado la bendición paterna. ¿Conoce el significado de «Jacob»? Quiere decir «el que pone la zancadilla o el que suplanta a otro». Apropiado, ¿no le parece? Creo que es una definición justa para definir a toda esa raza.

»Como comprenderá el robo tiene más importancia que una simple bendición de un padre. Mediante esta fórmula, el que la recibía se convertía en el jefe de la casa, es decir, todos los demás, hermanos, primos, mujeres y niños, debían obedecerlo. Esaú era el elegido por Isaac, su padre, para dirigirles cuando él muriera y Jacob, al suplantar a su hermano, se apropió de esa bendición que el padre no podía deshacer.

BOOK: La fórmula Stradivarius
4.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Twilight of a Queen by Carroll, Susan
Waiting in the Shadows by Trish Moran
Kane by Jennifer Blake
The Oasis by Janette Osemwota