La fría piel de agosto (12 page)

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Authors: Julio Espinoza Guerra

BOOK: La fría piel de agosto
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Antes de entrar en el salón se propuso no permanecer callado tanto tiempo, a bromear incluso. Fue por eso que le dijo que el chocolate reemplazaba al amor, y ella le siguió el juego diciendo que quizá ambos necesitaban con urgencia el chocolate. Un estremecimiento que no pudo controlar le recorrió la espalda. A partir de entonces solo se sintió el sonido de las cucharas y el de la boca en su ir y venir de jugos.

Cuando ya no quedaba nada del postre ni la comida, solo los cadáveres del festín que había sido; cuando Andrés pensaba que lo que estaba sucediendo tenía que responder a un plan mayor, imposible de ser aprehendido por él, Olga le preguntó qué hacía, más por buscar una respuesta a lo que sucedía que por llenar su mutismo. Nada, le respondió, solo pintar y olvidar. Y sintió que la barrera, la represa que durante tanto tiempo había estado conteniendo su culpa, su dolor, su secreto, se rompía; callándose hasta que Olga añadió, seguramente porque no podía dejarlo allí, en medio del desierto, tan solo, un es probable que nos parezcamos. Es imposible, respondió él, impulsado por la fuerza de todas las muertes que como grandes torrentes de agua se agolpaban en su boca, porque lo que yo quiero olvidar realmente no se olvida; todo lo que intento no son más que veladuras, trampas, cepos que me voy poniendo en el camino. Las palabras salieron como una riada, como un golpe.

Se levantó y cogió el cuadro. La he pintado porque no dejaba de mirarme, le dijo con los nervios del brazo tensos, a punto de comenzar a temblar. Olga comprendió que no se trataba de la silla, sino de quién se sentaba en ella. Por eso te pedí que la voltearas; a mí también me mira, le contestó aún sin comprender del todo lo que él quería decirle, dejándose llevar por su propio presentimiento, su propio desasosiego. Entonces Andrés acomodó el cuadro en el trípode en su posición original y, derrotado, afirmó: No hay forma de evitarlo; aunque les demos la vuelta, allí estarán, siempre, día y noche. Quizá lo mejor sea dejar de darles la espalda, dejar de evitar sus ojos, invitarlos a entrar de nuevo en el sitio que les corresponde, aquí dentro, y Andrés se golpeó el pecho, y aquí adentro, y Andrés se golpeó la frente y sudó y tembló por fin.

Andrés vio que Olga se le acercaba y le tomaba las manos. Hacía cuánto una mujer no hacía ese simple gesto con ellas. Entre las suyas, se calmaron poco a poco. Perdona, le dijo, sintiendo que sus ojos se inyectaban en sangre, que su cuerpo cedía a la angustia, que necesitaba refugiarse en un lugar donde no hubiera nadie, solo él y sus fantasmas. Se soltó de sus manos y caminó al baño. Dentro se sentó sobre la tapa del váter, se sacó las gafas, que dejó sobre el lavabo, y se cubrió el rostro con los dedos. Vio de nuevo cuerpos mutilados y miembros llenos de sangre, y su cuello palpitó más fuerte y su boca emitió un chillido imperceptible de animal herido, pero no pudo llorar, no pudo.

Ya en el salón y mientras buscaba la caja de cigarrillos entre sus ropas, le dijo que necesitaba estar solo. Ella intentó volver a tomarle las manos, pero él la rechazó susurrando un las tengo sucias que quedó flotando en el aire. Se adelantó por el pasillo, invitándola a seguirlo. Por un momento, solo se escucharon sus pisadas sobre el suelo, hasta que Olga le dijo que le debía un café. Sonrió muy levemente, casi por obligación, y repitió, te debo un café. Y en el mismo momento que abría la puerta, ella insistió: Un café y una conversación. Y una conversación, reafirmó él.

Cuando llegaron al umbral, Andrés dejó que Olga le tomara nuevamente las manos. Ella se las apretó con toda la fuerza que su debilidad le permitía, queriéndolo proteger de no sabía muy bien qué cosas, como si fuera la imagen de un espejo en la que la viuda se consuela a sí misma. Ese débil calor entró en Andrés sin pedirle permiso y se sintió como el verdugo consolado por su víctima justo antes de matarla.

Después de cerrar se apoyó en la puerta y presintió la respiración de Olga todavía de pie en el rellano, al mismo tiempo que se daba cuenta de que había escuchado todas las voces que, acumuladas en su interior, pugnaban por salir. Pensó en su vida y en la oportunidad de salvación que le ofrecía esa mujer que retornaba desde su memoria al presente. Y tuvo miedo, pero también esperanza.

 

 

 

 

Fue por eso que en los días siguientes no la buscó. Todavía no estaba preparado para decirle nada; tampoco para mostrarle su debilidad. Manos fuertes, cuadradas, pero que apenas soportaban el pincel. Ojos gastados no por el tiempo, sino por la sensación repetida del dolor, las gargantas, los gritos, las laceraciones. Olga, con su visita, había profundizado en las cicatrices que las noches anteriores se habían ido abriendo frente a sus cuadros.

Después de calmarse volvió a asomarse al balcón. Eran las cuatro de la tarde y un niño solitario pateaba una pelota en la plaza. El niño corría de una esquina a otra, sorteando bancas, farolas, el quiosco. Parecía que el cemento se lo iba a tragar en cualquier instante. Y entonces se vio, años atrás, igual de pequeño, corriendo solo en una cancha de fútbol polvorienta, al lado de unas viviendas de protección oficial para los más pobres de los pobres. No calzaba zapatillas, sino unos zapatos viejos, herencia de un hermano mayor, con algodón en la puntera y suela gastada hasta comenzar a abrirse un pequeño agujero por el que de vez en cuando se colaban los restos de una piedra, algún insecto de caparazón duro, el polvo. Corría dominando la pelota de plástico que saltaba, como un globo, de lado a lado; enfrentaba al portero, impactaba con fuerza el balón y esperaba en cámara lenta que entrara a la portería tan vacía como el resto del vecindario a esa hora de la tarde. Después era el grito, la nueva carrera para abrazar a nadie: gol, gool, gooool.

Andrés abrió los ojos. Allí seguía el chiquillo y allí su pequeña patria. El Chile de su infancia y el de una primera adultez, que no quería repetir. Apretando la barandilla del balcón hasta hacer enrojecer sus dedos, todo fue tristeza.

Los días que no se vieron no pintó. Era un ejercicio inútil, un engaño. Se encerró en la rutina del alcohol, la noche, las prostitutas. Ese intercambio frío pero justo, donde no había más que piel y ningún sitio donde lamentarse ni compadecerse. Nada de llanto. Historias al margen de la historia. Aunque sabía que el olvido no existía en ninguna parte, ni siquiera en el sueño, donde siempre se repetía la misma pesadilla: una habitación oscura, una silla, una mujer atada de pies y manos y él golpeándola. Pero lo peor era la violación. Cuando la tiraba al suelo, la sujetaba de las muñecas y los gritos actuaban como afrodisíaco, excitándolo hasta que con rabia rompía sus bragas y entraba profundo en lo seco. Cuando despertaba, le daban ganas de cortarse el sexo al descubrirse excitado, a punto de eyacular. Hijo de puta, se decía, golpeándose con las mismas manos que creaba. Hijo de puta, hijo de puta, se repetía llorando.

Sus fantasmas se habían despertado. Una serie de engranajes secretos había coincidido para que los sueños, medianamente aplacados, surgieran con la misma fuerza de la primera vez. Solo el alcohol en grandes cantidades lograba no que no soñara, sino que no existiese el recuerdo del dolor. Fueron días en que deambuló como una piel sin alma, un alma sin cuerpo por el piso, la calle, las zonas más oscuras, deseando un golpe, una cuchillada tras un basural, un coche que extinguiera su vida.

El sexto día despertó exudando vino barato sobre unas sábanas sudorosas y malolientes. Seguía intranquilo. Era un poco antes de la medianoche. No recordaba haber tenido pesadillas. De pie en el salón observó el cuadro de la silla que seguía sobre el atril. Pero apartó la vista de inmediato, deseando que ninguno de los espíritus que se habían escapado de su particular Caja de Pandora lo atacase.

Miró entonces a su alrededor. Desde el día de la comida no fregaba los platos, no limpiaba el piso, no tiraba la basura. Todo apestaba. No llegó a demorarse dos horas en arreglarlo todo. Luego, se duchó, se puso un nuevo pantalón, otra camisa blanca y se afeitó. Al mirarse al espejo, no se detuvo a pensar. Cogió la bolsa de la basura y salió al rellano. Instintivamente pensó en Olga y se dio cuenta de que parte de su tristeza no era la producida por el recuerdo, sino un insistente llamado a la piedad, a la caricia, quizá solo al calor de algo tan sencillo como el abrazo, la sensación de ternura de otras manos, otra piel sobre la suya.

Pegó el oído a su puerta, poniendo en práctica un acto aprendido en ese tiempo que deseaba olvidar. Al otro lado escuchó ronquidos, que también podían ser quejidos o palabras sueltas en medio del sueño. Inquieto, bajó las escaleras y al llegar abajo echó una mirada rápida a los buzones. En el de Olga ya no cabían más papeles. Cogió todos los que asomaban y los revisó. La mayoría era de publicidad. Pero entre ellos destacaba una carta de la Seguridad Social. Vio la fecha del matasellos. Sacó las cuentas. Era del viernes anterior. Habría llegado el lunes. Olga llevaba cinco o seis días sin revisar su correo. Tantos como tiempo llevaba él intentando olvidar la tarde de la comida. Preocupado, Andrés abrió el portal.

 

 

 

 

Cuando pisó la acera buscó el basurero. Estaba unos metros a su derecha. Se acercó y levantó la tapa del cubo, dejando caer la bolsa y los papeles en su interior. Era poco más de la una de la madrugada, pero la plaza estaba llena de chicas y chicos que, sentados sobre el cemento, bebían cerveza. Algunos cantaban. La mayoría se dedicaba a charlar. Andrés los miró en silencio. Alargó los pasos y pensó en la libertad. Subió la cuesta de la calle Ave María oliendo los aromas de los restaurantes indios, observando a esa gente que gesticulaba, reía, se olvidaba del mundo y se dejaba atrapar por el verano. El único momento de paz. La única estación donde todo se detiene. El único mes en que deseamos que las noches sean más largas que los días. Agosto.

Andrés avanzó dejando atrás alegría y olores. Llegó a la calle Magdalena, pequeña y congestionada de autobuses; siguió subiendo hasta Atocha y caminó por ella hasta la Plaza Jacinto Benavente, ya sin ruido, sin bares, con la tranquilidad que daba su anchura, ajena a las multitudes de Lavapiés. Llegó a la Puerta del Sol. Se detuvo y se dedicó a observar aquellos gestos que le daban sentido a Madrid: hombres vendiendo inciensos, chinos con sus cajas de cartón susurrando cervezas y bocadillos, extranjeros hablando en un idioma universal, incomprensible para él, riendo, susurrando, abrazándose. Al verlos sentía que la sombra de sus muertos se pegaba a esos cuerpos extraños y nuevamente escuchaba sus gritos, sus súplicas, sus llantos. El Kilómetro Cero, el Oso y el Madroño, las bocas del metro y el anuncio luminoso de Tío Pepe desaparecieron en el mar negro de su memoria. Por un segundo dejó de ver, de escuchar, de oler, hasta de entender lo que sucedía a su alrededor.

Andrés agitó la cabeza; cerró los ojos y de inmediato los abrió. Cruzó a la calle Montera y miró a las mujeres que se ofrecían como cigarrillos o juguetes de usar y tirar. Andaba lento, midiendo los pasos y, al hacerlo, midiendo también los gestos, los guiños, la edad de esas mujeres que sacaban sonrisas de donde no tenían. Latinas y rumanas, africanas y orientales.

A diez metros de la Gran Vía la vio: era delgada, blanca y el pelo negro le caía hasta más abajo de los hombros. Vestía un pantalón negro ajustado y un top rojo que dejaba adivinar sus pechos. Pero pasó de largo. Se apoyó en la barandilla del metro, sacó un cigarrillo y lo encendió, dando una bocanada profunda. Los chicos se arracimaban en la caja del McDonald's. Afuera no se distinguía con claridad quién era una chica esperando a sus amigas y quién una puta. Imaginó a Olga apoyada en uno de los portales de Montera, vestida como la rusa que acababa de dejar atrás. Si no fuera por los ojos verdes y su juventud, pasarían por hermanas, pensó. Y tirando medio cigarro al suelo volvió sobre sus huellas. Estaba sola. Las demás se habían ido. Antes de hablar sintió que las manos le sudaban. ¿Cuánto?, preguntó. La respuesta fue pormenorizada: veinte chupar, cuarenta follar. ¿Y toda la noche? La rusa lo miró como a un pájaro extraño, casi como a un psicópata. Pero cuando enfrentó sus gafas de pasta negra, sus ojos claros, su calva, su delgadez, el miedo, a pesar de su estatura, desapareció. Doscientos más el hotel. No regateó. Era caro, pero era lo que quería. Eso sí, llévame a un hotel, no a una pocilga, le exigió Andrés. Y la rusa, abriendo la puerta del portal que estaba a sus espaldas, sacó una chaqueta corta que le cubrió el ombligo y el oficio. Ven.

Andrés caminó tras ella. Cruzaron Gran Vía, Fuencarral y doblaron por Hortaleza. La chica se puso a su lado. Al frente tenía un pequeño hotel, nada parecido a las asquerosas habitaciones de hostales en ruinas donde había caído las últimas noches. Al entrar, la tomó de la mano. Lo primero que sintió fue el aire acondicionado. Dentro, mostró documentos, tarjetas, y subieron a una habitación que, los ojos de la rusa lo decían, nunca había visto. Antes de cruzar palabra alguna, Andrés le entregó el dinero y ella se lo guardó en un bolsillo oculto dentro de los pantalones.

La rusa comenzó a desnudarse de inmediato, sin hablar, como si la noche durara cinco minutos. Pero antes de que se sacara el top, Andrés la cogió de las manos. Quiero que te duches, que te saques esa mugre de ropa, que te quedes solo con el albornoz blanco del hotel. El miedo nuevamente se reflejó en los ojos de la muchacha. Y no te preocupes, que no te haré nada malo. Y entonó el «malo» de tal forma que ella entendió.

La chica entró al baño y abrió el grifo de la ducha. Luego comenzó a sacarse la ropa. Andrés entró tras ella y se sentó sobre la tapa del váter. Seguía vestido. Cuando la rusa estuvo desnuda, le pidió que se diera la vuelta. Ella lo hizo casi con pudor. Nadie hubiese pensado al verla así, cubriéndose los pechos, que era una puta. Al contrario, parecía una estudiante de no más de veinte años. Pero Andrés no la quería ver a ella. Imaginó a Olga delante de él, también desnuda y pudorosa. Le pidió que cerrara los ojos, que prometía no hacerle nada. La chica lo hizo, apretando aún más los antebrazos sobre sus pechos. Andrés se levantó y le acarició el rostro. Eres tan hermosa, le dijo casi en un susurro. Pero la chica no sabía que no le hablaba a ella y sonrió.

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