(Entra Masha.)
D
ORN
.—
(A Trepliov.)
Sosiéguese, amigo mío.
T
REPLIOV
.— De todos modos, iré. He de ir.
M
ASHA
.— Vaya a casa, Konstantín Gavrílovich. Su mamá le está esperando. Está intranquila.
T
REPLIOV
.— Dígale que me he ido. Y a todos ustedes les pido que me dejen en paz. ¡Déjenme! ¡No me sigan!
D
ORN
.— Bueno, bueno, amigo mío… No se ponga así… No está bien.
T
REPLIOV
.—
(Con lágrimas en los ojos.)
Adiós, doctor. Gracias…
(Se va.)
D
ORN
.—
(Suspirando.)
¡Juventud, juventud!
M
ASHA
.— Cuando no se sabe qué otra cosa decir, se dice: juventud, juventud…
(Sorbe rapé.)
D
ORN
.—
(Le toma la tabaquera y la arroja entre unos arbustos.)
¡Esto es feo!
(Pausa.)
Me parece que en la casa hay música. Es preciso ir.
M
ASHA
.— Espere.
D
ORN
.— ¿Qué?
M
ASHA
.— Quiero decírselo otra vez. Deseo hablar…
(Agitada.)
No amo a mi padre… pero mi corazón confía en usted. No sé por qué, siento con toda el alma que usted me comprende… Ayúdeme. Ayúdeme, o haré una tontería, me burlaré de mi propia vida, la pisotearé… No puedo más…
D
ORN
.— ¿Cómo? ¿En qué puedo ayudarle?
M
ASHA
.— Sufro. Nadie conoce mis sufrimientos, ¡nadie!
(Le apoya la cabeza sobre el pecho; en voz baja.)
Amo a Konstantín.
D
ORN
.— ¡Qué nerviosos están todos! ¡Qué nerviosos están todos! Y cuánto amor… ¡Oh, lago embrujado!
(Con ternura.)
¿Pero qué puedo hacer yo, hija mía? ¿Qué? ¿Qué?
Campo de juego para croquet. En el fondo, a la derecha, la casa con gran terraza; a la izquierda se ve el lago en el cual, reflejándose, brilla el sol. Parterres. Mediodía. Hace calor. Junto al campo de juego, a la sombra de un viejo tilo, están sentados en un banco Arkádina, Dorn y Masha. Dorn tiene un libro abierto sobre las rodillas.
A
RKÁDINA
.—
(A Masha.)
Verá, levantémonos.
(Se levantan las dos mujeres.)
Pongámonos una al lado de la otra. Usted tiene veintidós años, yo tengo casi el doble. Evgueni Serguéievich, ¿cuál de nosotras parece más joven?
D
ORN
.— Usted, sin duda.
A
RKÁDINA
.— Ya ve… ¿Y por qué? Porque yo trabajo, yo siento, estoy constantemente haciendo algo, y usted permanece siempre en el mismo lugar, no vive… Además, yo me atengo a una norma: no asomarme al futuro. Nunca pienso en la vejez ni en la muerte. Lo que deba suceder sucederá.
M
ASHA
.— Pues yo experimento una sensación como sí hubiera nacido hace ya mucho tiempo, muchísimo; tiro de mi vida a rastras, como si se tratara de una cola sin fin… A menudo no siento ningún deseo de vivir.
(Se sienta.)
Naturalmente, todo eso son tonterías. Es preciso reaccionar, arrojar de sí todo eso.
D
ORN
.—
(Canturrea en voz baja.)
«Contadle a ella, flores mías…»
A
RKÁDINA
.— Y soy correcta como un inglés. Yo, querida, me mantengo siempre en forma, como suele decirse; voy siempre vestida y peinada
comme il faut
. ¿Iba yo a permitirme salir de casa, aunque sólo fuera al jardín, en blusa o sin peinar? Jamás. Si me he conservado tan bien, se debe precisamente a no haber sido nunca una pepona, a no haberme abandonado, como algunas hacen…
(Da unos pasos por el campo de croquet, en jarras.)
Aquí me tiene, como una pollita. Dispuesta a representar el papel de una muchacha de quince años.
D
ORN
.— Bueno, de todos modos yo voy a continuar.
(Toma el libro.)
Nos habíamos parado en lo del tendero y las ratas.
A
RKÁDINA
.— Y las ratas. Lea
(Se sienta.)
Aunque, démelo, leeré yo. Ahora me toca a mí.
(Toma el libro y busca el párrafo con la mirada.)
Y las ratas… Aquí está…
(Lee.)
«Y, desde luego, para las personas de la alta sociedad, mimar a los novelistas y atraérselos resulta tan peligroso como para un tratante en granos criar ratas en sus graneros. Sin embargo, a los novelistas se los quiere. Así, cuando una mujer ha elegido al escritor al que desea prender en sus redes, le asedia con cumplidos, atenciones y amabilidades…». Bueno, esto quizá sea así entre los franceses, pero en nuestro país no hay nada semejante, no se dan programas de ninguna clase. Entre nosotros, una mujer, antes de tender sus redes para prender a un escritor, suele estar ya perdidamente enamorada de él, ésta es la pura verdad. No es preciso ir muy lejos para encontrar un ejemplo, vean el caso de Trigorin y mío.
(Entra Sorin, apoyándose en un bastón, acompañado de Nina; tras ellos, Medvedenko empuja un sillón de ruedas, vacío.)
S
ORIN
.—
(En un tono como el que se emplea al acariciar a los niños)
¿Sí? ¿Estamos de fiesta? ¿Estamos contentos al fin?
(A su hermana.)
¡Estamos de fiesta! El padre y la madrastra se han ido a Tver, y ahora, libres por tres días.
N
INA
.—
(Se sienta al lado de Arkádina y la abraza.)
¡Soy feliz! Ahora les pertenezco a ustedes.
S
ORIN
.—
(Se sienta en su sillón.)
Hoy está guapita.
A
RKÁDINA
.— Elegante, interesante… Por esto es usted inteligente.
(Besa a Nina.)
Pero no hay que cantar muchas alabanzas, que nos traería maleficio. ¿Dónde está Boris Alexéievich?
N
INA
.— Está en la caseta de baño, pescando con caña…
A
RKÁDINA
.— ¡Cómo no se hartará!
(Se dispone a continuar la lectura.)
N
INA
.— ¿Qué está usted leyendo?
A
RKÁDINA
.— Es Maupassant, querida: Sobre el agua.
(Lee algunas líneas para sí.)
Bah, lo que sigue no es interesante ni verdadero.
(Cierra el libro.)
Estoy intranquila. Dígame, ¿qué tiene mi hijo? ¿Por qué está tan mohíno y serio? Se pasa días enteros en el lago y yo casi no le veo.
M
ASHA
.— Tiene el alma dolorida.
(A Nina, tímidamente.)
Recitemos algún fragmento de su obra, se lo ruego.
N
INA
.—
(Encogiéndose de hombros.)
¿Lo desea usted? ¿Tan interesante es?
M
ASHA
.—
(Conteniendo el entusiasmo.)
Cuando él mismo recita alguna cosa, los ojos se le encienden y la cara se le vuelve pálida. Tiene una voz magnífica, triste, las maneras, como las de un poeta.
(Se oye roncar a Sorin.)
D
ORN
.— ¡Buenas noches!
A
RKÁDINA
.— ¡Petrusha!
S
ORIN
.— ¿Eh?
A
RKÁDINA
.— ¿Duermes?
S
ORIN
.— Nada de eso.
(Pausa.)
A
RKÁDINA
.— No te cuidas y eso no está bien, hermano.
S
ORIN
.— Me cuidaría de mil amores, pero el doctor no quiere.
D
ORN
.— ¡Cuidarse a los sesenta años!
S
ORIN
.— También a los sesenta años se tienen ganas de vivir.
D
ORN
.—
(Con desgana.)
¡Eh! Bueno, tome gotas de valeriana.
A
RKÁDINA
.— A mí me parece que no le sentaría mal ir a alguna parte a seguir una cura de aguas.
D
ORN
.— Bueno. Puede ir. También puede no ir.
A
RKÁDINA
.— A ver quién lo entiende.
D
ORN
.— No hay que entender nada. Todo está claro.
(Pausa.)
M
EDVEDENKO
.— Piotr Nikoláievich debería dejar de fumar.
S
ORIN
.— Tonterías.
D
ORN
.— Nada de tonterías. El vino y el tabaco despersonalizan. Después de un cigarro o de un vasito de vodka, usted ya no es Piotr Nikoláievich, sino Piotr Nikoláievich y alguien más; su «yo» se dispersa y usted se trata a sí mismo como a una tercera persona, como a un «él».
S
ORIN
.—
(Riéndose.)
Usted sí que… puede hacer comentarios. Usted ha vivido su vida. Pero ¿y yo? Yo he prestado servicios en el Departamento de Justicia durante veintiocho años, y aún no he vivido, no he experimentado nada, en resumidas cuentas; es muy comprensible que tenga muchas ganas de vivir. Usted está ahíto y es indiferente; por esto se siente inclinado hacia la filosofía; en cambio, yo quiero vivir y por esto bebo jerez en el almuerzo y fumo cigarros, eso es. Y eso es todo.
D
ORN
.— Hay que tomar la vida en serio, y eso de cuidarse a los sesenta años, lamentarse de haber disfrutado poco en la juventud, usted perdone, es frivolidad.
M
ASHA
.—
(Se levanta.)
Es hora de almorzar, me parece.
(Camina perezosa.)
Se me ha dormido una pierna…
(Sale.)
D
ORN
.— Se va y antes de comer se echará al coleto un par de vasitos de vodka.
S
ORIN
.— La pobrecita no sabe lo que es la felicidad.
D
ORN
.— Palabras, excelencia.
S
ORIN
.— Usted razona como persona ahíta.
A
RKÁDINA
.— ¡Ah, qué puede haber más aburrido que este agradable aburrimiento del campo! Calor, calma, nadie hace nada, todo el mundo filosofa… Con ustedes, amigos, se está bien, es grato escucharles, pero… ¡cuánto mejor hallarse en la habitación de una hostería estudiando un papel!
N
INA
.—
(Entusiasmada.)
¡Muy bien la comprendo!
S
ORIN
.— Claro, en la ciudad se está mejor. Te quedas sentado en tu gabinete, el lacayo no deja entrar a nadie sin anunciarlo previamente, tienes teléfono… en la calle hay coches de punto y eso es…
D
ORN
.—
(Canturreando.)
«Contadle a ella, flores mías…»
(Entra Shamráiev; tras él, Polina Andréievna.)
S
HAMRÁIEV
.— Aquí están los nuestros. ¡Buenos días!
(Besa la mano a Arkádina; luego a Nina.)
Encantado de verlas gozando de buena salud.
(A Arkádina.)
Mi mujer me dice que usted y ella tienen la intención de ir a la ciudad esta tarde. ¿Es cierto?
A
RKÁDINA
.— Sí, ésta es nuestra intención.
S
HAMRÁIEV
.— Hum… Esto es magnífico, pero ¿en qué harán el viaje, mi muy respetable señora? Hoy transportamos el centeno, todos los trabajadores están ocupados. Permítame que le pregunte, ¿qué caballos van a tomar?
A
RKÁDINA
.— ¿Qué caballos? ¿Cómo quiere usted que lo sepa?
S
ORIN
.— Pero tenemos caballos para coche.
S
HAMRÁIEV
.—
(Inquietándose.)
¿Para coche? ¿Y de dónde saco las colleras? ¿De dónde saco las colleras? ¡Es sorprendente! ¡Es increíble! ¡Mi muy respetable señora! Perdone, me inclino ante su talento, estoy dispuesto a dar por usted diez años de vida, pero no puedo darle caballos.
A
RKÁDINA
.— ¿Y si he de ir? ¿Qué tiene de extraño?
S
HAMRÁIEV
.— ¡Muy respetable señora! ¡Usted no sabe lo que significa administrar una hacienda!
A
RKÁDINA
.—
(Irritándose.)
¡Esta es una vieja historia! En este caso, hoy mismo vuelvo a Moscú. Mande alquilar caballos para mí en la aldea; de lo contrario, ¡me voy a la estación andando!
S
HAMRÁIEV
.—
(Irritándose.)
¡En este caso renuncio a mi puesto! ¡Búsquense otro administrador!
(Se va.)
A
RKÁDINA
.— ¡Cada verano pasa lo mismo, cada verano me ofenden aquí! ¡No volveré a poner los pies en esta casa!
(Se va por la izquierda hacia donde se supone que se encuentra la caseta de baño; un minuto después se la ve entrar en la casa; la sigue Trigorin con cañas de pescar y un cubo.)
S
ORIN
.—
(Irritándose.)
¡Esto es una insolencia! ¡El diablo sabe lo que esto significa! Ya estoy harto. Que traigan aquí todos los caballos. ¡Ahora mismo!
N
INA
.—
(A Polina Andréievna.)
¡Negar algo a Irina Nikoláievna, a una actriz tan famosa! ¿Acaso cada uno de sus deseos, hasta cada uno de sus caprichos no son más importantes que toda la hacienda? ¡Es sencillamente increíble!
P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.—
(Desesperada.)
¿Qué puedo hacer yo? Pónganse en mi situación: ¿qué puedo hacer yo?
S
ORIN
.—
(A Nina.)
Vamos a ver a mi hermana… Todos le suplicamos que no se vaya, ¿verdad?
(Mirando en dirección a la seguida por Shamráiev.)
¡Es un hombre insoportable! ¡Un déspota!
N
INA
.—
(Impidiéndole levantarse.)
Quédese sentado, quédese sentado. Le llevamos nosotros…
(Nina y Medvedenko empujan el sillón.)
¡Oh, qué terrible es esto!
S
ORIN
.— Sí, sí, es terrible… Pero él no se irá, ahora mismo le hablaré.
(Salen; se quedan tan sólo Dorn y Polina Andréievna.)
D
ORN
.— Son unos aburridos. Lo que se debía haber hecho era agarrar por el pescuezo al marido de usted y despedirle; pero todo acabará con que Piotr Nikoláievich, que está hecho una vieja mujeruca, y su hermana le pedirán perdón. ¡Ya lo verá!
P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.— Ha mandado al campo hasta los caballos de los coches. Todos los días hay historias como ésta. ¡Si supiese usted lo que me preocupa! Me pone enferma; ¿ve?, estoy temblando… No soporto sus groserías.
(Suplicante.)
Evgueni, querido, adorado, lléveme con usted; que por lo menos al final de nuestra vida no debamos escondernos, mentir…
(Pausa.)
D
ORN
.— Tengo cincuenta y cinco años; ya es tarde para cambiar de vida.
P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.— Ya sé, me rechaza porque, aparte de mí, hay otras mujeres que le placen. Llevarlas a todas consigo es imposible. Lo comprendo. Perdone, le he estado fastidiando.