La guerra de las Galias (15 page)

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Authors: Cayo Julio César

Tags: #Historia

BOOK: La guerra de las Galias
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XXVII. Va a tratar con ellos Cayo Arpiño, caballero romano confidente de Quinto Titurio, con cierto español, Quinto Junio, que ya otras veces por parte de César había ido a verse con Ambiórige, el cual les habló de esta manera: «Que se confesaba obligadísimo a los beneficios recibidos de César, cuales eran haberle libertado del tributo que pagaba a los aduáticos sus confinantes; haberle restituido su hijo y un sobrino, que siendo enviados entre los rehenes a los aduáticos, los tuvieron en esclavitud y en cadenas; que en la tentativa de asalto no había procedido a arbitrio ni voluntad propia, sino compelido de la nación; ser su señorío de tal calidad, que no era menor la potestad del pueblo sobre él que la suya sobre el pueblo, y que el motivo que tuvo éste para el rompimiento fue sólo el no poder resistir a la conspiración repentina de la Galia, cosa bien fácil de probar en vista de su poco poder; pues no es él tan necio que presuma poder con sus fuerzas contrastar las del Pueblo Romano. La verdad es ser este el común acuerdo de la Galia, y el día de hoy el aplazado para el asalto general de todos los cuarteles de César, para que ninguna legión pueda dar la mano a la otra. Como galos no pudieron fácilmente negarse a los galos, mayormente pareciendo ser su fin el recobrar la libertad común; mas ya que tenía cumplido con ellos por razón de deudo, debía atender ahora a la ley del agradecimiento. Así que, por respeto a los beneficios de César y al hospedaje de Titurio, le amonestaba y suplicaba mirase por su vida y la de sus soldados; que ya un gran cuerpo de germanos venía a servir a sueldo y había pasado el Rin; que llegaría dentro de dos días; viesen ellos si sería mejor, antes que lo entendiesen los comarcanos, sacar de sus cuarteles los soldados y trasladarlos a los de Cicerón o de Labieno, puesto que el uno distaba menos de cincuenta millas y el otro poco más. Lo que les prometía y aseguraba con juramento era darles paso franco por sus Estados; que con eso procuraba al mismo tiempo el bien del pueblo aliviándolo del alojamiento y el servicio de César en recompensar de sus mercedes». Dicho esto, se despide Ambiórige.

XXVIII. Arpiño y Junio cuentan a los legados lo que acababan de oír. Ellos, asustados con la impensada nueva, aunque venía de boca del enemigo, no por eso creían deberla despreciar. Lo que más fuerza le hacía era no parecerles creíble que los eburones, gente de ningún nombre y tan para poco, se atreviesen de suyo a mover guerra contra el Pueblo Romano. Y así ponen la cosa en consejo, donde hubo grandes debates. Lucio Arunculeyo, con varios de los tribunos y capitanes principales, era de parecer «que no se debía atropellar ni salir de los reales sin orden de César; proponían que dentro de las trincheras se podían defender contra cualesquiera tropas, aun de germanos, por numerosas que fuesen; ser de esto buena prueba el hecho de haber resistido con tanto esfuerzo el primer ímpetu del enemigo, rebatiéndole con gran daño: que pan no les faltaba. Entre tanto vendrían socorros de los cuarteles vecinos y de César, que en conclusión, ¿puede haber temeridad ni desdoro mayor que tomar consejo del enemigo en punto de tanta monta?»

XXIX. Contra esto gritaba Titurio: «Que tarde caerían en la cuenta, cuando creciese más el número de los enemigos con la unión de los germanos, o sucediese algún desastre en los cuarteles vecinos; que el negocio pedía pronta resolución, y creía él que César se hubiese ido a Italia; si no, ¿cómo era posible que los chartreses conspirasen en matar a Tasgecio, ni los eburones en asaltar con tanto descaro nuestros reales?, que no atendía él al dicho del enemigo, sino a la realidad del hecho: el Rin inmediato; irritados los germanos por la muerte de Ariovisto y nuestras pasadas victorias; la Galia enconada por verse después de tantos malos tratamientos sujeta al Pueblo Romano, obscurecida su antigua gloria en las armas. Por último, ¿quién podrá persuadirse que Ambiórige se hubiese arriesgado a tomar este consejo sin tener seguridad de la cosa? En todo caso ser seguro su dictamen: si no hay algún contraste, se juntarán a su salvo con la legión inmediata; si la Galia toda se coligare con Germania, el único remedio es no perder momento. El parecer contrario de Cota y sus parciales ¿qué resultas tendrá? Cuando de presente no haya peligro, al menos en un largo asedio el hambre será inevitable».

XXX. En estas reyertas, oponiéndose vivamente Cota y los primeros oficiales: «Norabuena, dijo Sabino, salid con la vuestra, ya que así lo queréis», y en voz más alta, de modo que pudiesen oírle muchos de los soldados, añadió: «Sí, que no soy yo entre vosotros el que más teme la muerte. Los presentes verán lo que han de hacer, si acaeciere algún revés, tú sólo les serás responsable; y si los dejas, pasado mañana se verán juntos con los demás en los cuarteles vecinos para ser compañeros de su suerte, y no morir a hierro y hambre abandonados y apartados de los suyos».

XXXI. Levántanse con esto de la junta, y los principales se ponen de por medio y suplican a entrambos no lo echen todo a perder con su discordia y empeño; cualquier partido que tomen, o de irse o de quedarse, saldrá bien, si todos van a una; al contrario, si están discordes, se dan por perdidos. Durando la disputa hasta medianoche, al cabo, rendido Cota, cede. Prevalece la opinión de Sabino. Publícase marcha para el alba. El resto de la noche pasan en vela, registrando cada uno su mochila, para ver qué podría llevar consigo, que no de los utensilios de los cuarteles. No parece sino que se discurren todos los medios de hacer peligrosa la detención, y aun más la marcha con la fatiga y el desvelo de los soldados. Venida la mañana, comienzan su viaje en la persuasión de que no un enemigo, sino el mayor amigo suyo, Ambiórige, les había dado este consejo, extendidos en filas muy largas y con mucho equipaje.

XXXII. Los enemigos, que por la bulla e inquietud de la noche barruntaron su partida, armadas dos emboscadas en sitio ventajoso y encubierto entre selvas, a distancia de dos millas estaban acechando el paso de los romanos; y cuando vieron la mayor parte internada en lo quebrado de aquel hondo valle, al improviso se dejaron ver por el frente y espaldas picando la retaguardia, estorbando a la vanguardia la subida, y forzando a los nuestros a pelear en el peor paraje.

XXXIII. Aquí vieras a Titurio, que nunca tal pensara, asustarse, correr acá y allá, desordenadas las filas; pero todo como un hombre azorado que no sabe la tierra que pisa; que así suele acontecer a los que no se aconsejan hasta que se hallan metidos en el lance. Por el contrario Cota, que todo lo tenía previsto y por eso se había opuesto a la salida, nada omitía de lo conducente al bien común; ya llamando por su nombre a los soldados, ya esforzándolos, ya peleando, hacía a un tiempo el oficio de capitán y soldado. Mas visto que, por ser las filas muy largas, con dificultad podían acudir a todas partes y dar las órdenes convenientes, publicaron una general para que, soltando las mochillas, se formasen en rueda, resolución que, si bien no es de tachar en semejante aprieto, tuvo muy mal efecto; pues cuanto desalentó la esperanza de los nuestros, tanto mayor denuedo infundió a los enemigos, por parecerles que no se hacía esto sin extremos de temor y en caso desesperado. Además que los soldados de tropel, como era regular, desamparaban sus banderas, y cada cual iba corriendo a su lío a sacar y recoger las alhajas y preseas más estimadas, y no se oían sino alaridos y lamentos.

XXXIV. Mejor lo hicieron los bárbaros; porque sus capitanes intimaron a todo el ejército que ninguno abandonase su puesto; que contasen por suyo todo el despojo de los romanos, pero entendiesen que el único medio de conseguirlo era la victoria. Eran los nuestros por el número y fortaleza capaces de contrarrestar al enemigo, y dado caso que ni el caudillo ni la fortuna los ayudaba, todavía en su propio valor libraban la esperanza de la vida; y siempre que alguna cohorte daba un avance, de aquella banda caía por tierra gran número de enemigos. Advirtiéndolo Ambiórige, da orden que disparen de lejos, y que nunca se arrimen mucho, y dondequiera que los romanos arremetan, retrocedan ellos; que atento el ligero peso de sus armas y su continuo ejercicio no podían recibir daño, pero en viéndolos que se retiran a su formación, den tras ellos.

XXXV. Ejecutada puntualísimamente esta orden, cuando una manga destacada del cerco acometía, los contrarios echaban para atrás velocísimamente. Con eso era preciso que aquella parte quedase indefensa, y por un portillo abierto expuesta a los tiros. Después al querer volver a su puesto, eran cogidos en medio así de los que se retiraban, como de los que estaban apostados a la espera; y cuando quisiesen mantenerse a pie firme, ni podían mostrar su valor, ni estando tan apiñados hurtar el cuerpo a los flechazos de tanta gente. Con todo eso, a pesar de tantos contrastes y de la mucha sangre derramada, se tenían fuertes, y pasada gran parte del día, peleando sin cesar del amanecer hasta las ocho,
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no cometían la menor vileza. En esto, con un venablo atravesaron de parte a parte ambos muslos de Tito Balvencio, varón esforzado y de gran cuenta, que desde el año antecedente mandaba la primera centuria. Quinto Lucanio, centurión del mismo grado, combatiendo valerosamente, por ir a socorrer a su hijo rodeado de los enemigos, cae muerto. El comandante Lucio Cota, mientras va corriendo las líneas y exhortando a los soldados, recibe en la cara una pedrada de honda.

XXXVI. Aterrado con estas desgracias Quinto Titurio, como divisase a lo lejos a Ambiórige que andaba animando a los suyos, envíale su intérprete Neo Pompeyo a suplicarle les perdone las vidas. Él respondió a la súplica: «que si quería conferenciar consigo, bien podía, cuanto a la vida de los soldados, esperaba que se podría recabar de su gente; tocante al mismo Titurio, empeñaba su palabra que no se le haría daño ninguno». Titurio lo comunica con Cota herido, diciendo: «que si tiene por bien salir del combate y abocarse con Ambiórige, hay esperanza de poder salvar sus vidas y las de los soldados». Cota dice, que de ningún modo irá al enemigo mientras le vea con las armas en la mano, y ciérrase en ello.

XXXVII. Sabino, vuelto a los tribunos circunstantes y a los primeros centuriones, manda que le sigan, y llegando cerca de Ambiórige, intimándole rendir las armas, obedece, ordenando a los suyos que hagan lo mismo. Durante la conferencia, mientras se trata de las condiciones, y Ambiórige alarga de propósito la plática, cércanle poco a poco, y le matan. Entonces fue la grande algazara y el gritar descompasado a su usanza, apellidando victoria, echarse sobre los nuestros, y desordenarlos. Allí Lucio Cota pierde combatiendo la vida, con la mayor parte de los soldados; los demás se refugian a los reales de donde salieron, entre éstos Lucio Petrosidio, alférez mayor, que, siendo acosado de un gran tropel de enemigos, tiró dentro del vallado la insignia del águila, defendiendo a viva fuerza la entrada, hasta que cayó muerto. Los otros a duras penas sostuvieron el asalto hasta la noche, durante la cual todos, desesperados, se dieron a sí mismos la muerte. Los pocos que de la batalla se escaparon, metidos entre los bosques, por caminos extraviados, llegan a los cuarteles de Tito Labieno y le cuentan la tragedia.

XXXVIII. Engreído Ambiórige con esta victoria, marcha sin dilación con su caballería a los aduáticos, confinantes con su reino, sin parar día y noche, y manda que le siga la infantería. Incitados los aduáticos con la relación del hecho, al día siguiente pasa a los nervios, y los exhorta a que no pierdan la ocasión de asegurar para siempre su libertad y vengarse de los romanos por los ultrajes recibidos. Póneles delante la muerte de dos legados y la matanza de gran parte del ejército; ser muy fácil hacer lo mismo de la legión acuartelada con Cicerón, acogiéndola de sorpresa; él se ofrece por compañero de la empresa. No le fue muy dificultoso persuadir a los nervios. Así que, despachando al punto correos a los centrones, grudios, levacos, pleumosios y gordunos,
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que son todos dependientes suyos, hacen las mayores levas que pueden, y de improviso vuelan a los cuarteles de Cicerón, que aun no tenía noticia de la desgracia de Titurio, con que no pudo precaver el que algunos soldados, esparcidos por las selvas en busca de leña y fajina, no fuesen sorprendidos con la repentina llegada de los caballos. Rodeados ésos, una gran turba de eburones, aduáticos y nervios con todos sus aliados y dependientes empieza a batir la legión. Los nuestros a toda prisa toman las armas y montan las trincheras. Costó mucho sostenerse aquel día, porque los enemigos ponían toda su esperanza en la brevedad, confiando que, ganada esta victoria, para siempre quedarían vencedores.

XL. Cicerón al instante despacha cartas a César, ofreciendo grandes premios a los portadores, que son luego presos por estar tomadas todas las sendas. Por la noche, del maderaje acarreado para barrearse, levantan ciento y veinte torres con presteza increíble, y acaban de fortificar los reales. Los enemigos al otro día los asaltan con mayor golpe de gente y llenan el foso. Los nuestros resisten como el día precedente; y así prosiguen en los consecutivos, no cesando de trabajar noches enteras, hasta los enfermos y heridos. De noche se apresta todo lo necesario para la defensa del otro día. Se hace prevención de cantidad de varales tostados a raigón y de garrochones, fórmanse tablados en las torres, almenas y parapetos de zarzos entretejidos. El mismo Cicerón, siendo de complexión delicadísima, no reposaba un punto ni aun de noche; tanto que fue necesario que los soldados, con instancias y clamores, le obligasen a mirar por sí.

XLI. Entonces los jefes y personas de autoridad entre los nervios, que tenían alguna cabida y razón de amistad con Cicerón, dicen que quieren abocarse con él. Habida licencia, repiten la arenga de Ambiórige a Titurio: «estar armada toda la Galia: los germanos de esta parte del Rin: los cuarteles de César y de los otros, sitiados. Añaden lo de la muerte de Sabino. Ponente delante a Ambiórige,
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para que no dude de la verdad. Dicen ser gran desatino esperar socorro alguno de aquellos que no pueden valerse a sí mismos. Protestan, no obstante, que por el amor que tienen a Cicerón y al Pueblo Romano sólo se oponen a que invernen dentro de su país, y que no quisieran se avezasen a eso; que por ellos bien pueden salir libres de los cuarteles, y marchar seguros a cualquiera otra parte». La única respuesta de Cicerón a todo esto fue: «no ser costumbre del Pueblo Romano recibir condiciones del enemigo armado. Si dejan las armas podrán servirse de su mediación y enviar embajadores a César, que, según es de benigno, espera lograrán lo que pidieren».

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