La guerra de las Galias (20 page)

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Authors: Cayo Julio César

Tags: #Historia

BOOK: La guerra de las Galias
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XXXII. Los senos y condrusos,
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descendientes de los germanos, situados entre los eburones y trevirenses, enviaron legados a César, suplicándole «que no los contase entre los enemigos, ni creyese ser igualmente reos todos los germanos, habitantes de esta parte del Rin; que ni se habían mezclado en esta guerra, ni favorecido el partido de Ambiórige». César, averiguada la verdad examinando a los prisioneros, les ordenó que si se acogiesen a ellos algunos eburones fugitivos se los entregasen. Con esta condición les dio palabra de no molestarlos. Luego, distribuyendo el ejército en tres trozos, hizo conducir los equipajes de todas las legiones a un castillo que tiene por nombre Atuatica, situado casi en medio de los eburones, donde Titurio y Arunculeyo estuvieron de invernada. Prefirió César este sitio, así por las demás conveniencias, como por estar aún en pie las fortificaciones del año antecedente, con que ahorraba el trabajo a los soldados. Para escolta del bagaje dejó la legión decimocuarta, una de las tres alistadas últimamente y traídas de Italia, y por comandante a Quinto Tulio Cicerón con doscientos caballos a sus órdenes.

XXXIII. En la repartición del ejército da orden a Tito Labieno de marchar con tres legiones hacia las costas del Océano confinantes con los menapios. Envía con otras tantas a Cayo Trebonio a talar la región adyacente de los aduáticos;
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él, con las tres restantes, determina ir en busca de Ambiórige, que, según le decían, se había retirado hacia el Sambre
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con algunos caballos, donde se junta este río con el Mosa al remate de la selva Ardena. Al partir promete volver dentro de siete días, en que se cumplía el plazo de la paga del trigo que sabía deberse a la legión que quedaba en el presidio. Encarga a Labieno y Trebonio que, si buenamente pueden, vuelvan para el mismo día con ánimo de comenzar otra vez con nuevos bríos la guerra, conferenciando entre sí primero, y averiguando las intenciones del enemigo.

XXXIV. Éste, como arriba declaramos, ni andaba unido en tropas, ni estaba fortificado en plaza ni lugar de defensa, sino que por todas partes tenía derramadas las gentes. Cada cual se guarecía donde hallaba esperanza de asilo a la vida, o en la hondonada de un valle, o en la espesura de un monte, o entre lagunas impracticables. Estos parajes eran conocidos sólo de los naturales, y era menester gran cautela, no para resguardar el grueso del ejército (que ningún peligro podía temerse de hombres despavoridos y dispersos), sino por respeto a la seguridad de cada soldado, de que pendía en parte la conservación de todo el ejército; siendo así que por la codicia del pillaje muchos se alejaban demasiado, y la variedad de los senderos desconocidos les impedía el marchar juntos. Si quería de una vez extirpar esta canalla de hombres forajidos, era preciso destacar varias partidas de tropa desmembrando el ejército; si mantener las cohortes formadas según la disciplina militar de los romanos, la situación misma sería la mejor defensa para los bárbaros, no faltándoles osadía para armar emboscadas y cargar a los nuestros en viéndolos separados. Como quiera, en tales apuros se tomaban todas las providencias posibles, mirando siempre más a precaver el daño propio que a insistir mucho en el ajeno, aunque todos ardían en deseos de venganza. César despacha correos a las ciudades comarcanas convidándolas con el cebo del botín al saqueo de los eburones, queriendo más exponer la vida de los galos en aquellos jarales que la de sus soldados, y tirando también a que ojeándolos el gran gentío, no quedase rastro ni memoria de tal casta en pena de su alevosía. Mucha fue la gente que luego acudió de todas partes a este ojeo.

XXXV. Tal era el estado de las cosas en los eburones en vísperas del día séptimo, plazo de la vuelta prometida de César a la legión que guardaba el bagaje. En esta ocasión se pudo echar de ver cuánta fuerza tiene la fortuna en los varios accidentes de la guerra. Deshechos y atemorizados los enemigos, no quedaba ni una partida que ocasionase el más leve recelo. Vuela entre tanto la fama del saqueo de los eburones a los germanos del otro lado del Rin, y como todos, eran convidados a la presa. Los sicambros vecinos al Rin, que recogieron, según queda dicho, a los tencteros y usipetes fugitivos, juntan dos mil caballos, y pasando el río en barcas y balsas treinta millas más abajo del sitio donde estaba el puente cortado y la guarnición puesta por César, entran por las fronteras de los eburones: cogen a muchos que huían descarriados, y juntamente grandes hatos de ganados de que ellos son muy codiciosos. Cebados en la presa, prosiguen adelante, sin detenerse por lagunas ni por selvas, como gente criada en guerras y latrocinios. Preguntan a los cautivos dónde para César. Respondiéndoles que fue muy lejos, y con él todo su ejército, uno de los cautivos: «¿Para qué os cansáis, dice, en correr tras esta ruin y mezquina ganancia, pudiendo haceros riquísimos a poca costa? En tres horas podéis estar en Atuática, donde han almacenado los romanos todas sus riquezas. La guarnición es tan corta, que ni aun a cubrir el muro alcanza; ni hay uno que ose salir del cercado.» Los germanos que esto supieron, ponen a recaudo la presa hecha, y vanse derechos al castillo, llevando a su consejero por guía.

XXXVI. Cicerón, todos los días precedentes, según las órdenes de César, había contenido con el mayor cuidado a los soldados dentro de los reales, sin permitir que saliese de la fortaleza ni siquiera un furriel, pero el día séptimo, desconfiando que César cumpliese su palabra, por haber oído que se había alejado mucho y no tener la menor noticia de su vuelta, picado al mismo tiempo de los dichos de algunos que su tesón calificaban con el nombre de asedio, pues no les era lícito dar fuera un paso, sin recelo de desgracia alguna, como que en espacio sólo de tres millas estaban acuarteladas nueve legiones con un grueso cuerpo de caballería, disipados y casi reducidos a nada los enemigos, destaca cinco cohortes a forrajear en las mieses vecinas, entre las cuales y los cuarteles sólo mediaba un collado. Muchos soldados de otras legiones habían quedado enfermos en los reales. De éstos al pie de trescientos ya convalecidos son también enviados con su bandera; tras ellos va, obteniendo el permiso, una gran cáfila de vivanderos que se hallaban en el campo con su gran recua de acémilas.

XXXVII. A tal tiempo y coyuntura sobrevienen los germanos a caballo, y a carrera abierta formados como venían forcejean a romper por la puerta de socorro en los reales, sin que por la interposición de las selvas fuesen vistos de nadie hasta que ya estaban encima; tanto, que los mercaderes, que tenían sus tiendas junto al campo, no tuvieron lugar de meterse dentro. Sorprendidos los nuestros con la novedad, se asustan, y a duras penas los centinelas sufren la primera carga. Los enemigos se abalanzan a todas partes por si pueden hallar entrada por alguna. Los nuestros, con harto trabajo, defienden las puertas, que las esquinas bien guarnecidas estacan por situación y por arte. Corren azorados, preguntándose unos a otros la causa de aquel tumulto; ni aciertan a donde acudir con las banderas, ni a qué parte agregarse. Quién dice que los reales han sido tomados; quién asevera que degollado el ejército con el general, los bárbaros vencedores se han echado sobre ellos; los más se imaginan nuevos malos agüeros, representándoseles vivamente la tragedia de Cota y Titurio
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que allí mismo perecieron. Atónitos todos del espanto, los bárbaros se confirman en la opinión de que no hay dentro guarnición de provecho, como había dicho el cautivo, y pugnan por abrir brecha exhortándose unos a otros a no soltar de las manos dicha tan grande.

XXXVIII. Había quedado enfermo en los reales Publio Sestio Báculo, ayudante mayor de César, de quien hemos hecho mención en las batallas anteriores, y hacía ya cinco días que estaba sin comer. Éste, desesperanzado de su vida y de la de todos, sale desarmado del pabellón; viendo a los enemigos encima y a los suyos en el último apuro, arrebata las armas al primero que encuentra, y plántase en la puerta; síguenle los centuriones del batallón que hacía la guardia, y juntos sostienen por un rato la pelea. Desfallece Sestio traspasado de graves heridas, y desmayado, aunque con gran pena, y en brazos le retiran vivo del combate. A favor de este intermedio los demás cobran aliento de modo que ya se atreven a dejarse ver en las barreras y aparentar defensa.

XXXIX. En esto, nuestros soldados, a la vuelta del forrajeo, oyen la gritería; adelántanse los caballos; reconocen lo grande del peligro, pero sobrecogidos del terror, no hay para ellos lugar seguro. Como todavía eran bisoños y sin experiencia en el arte militar, vuelven los ojos al tribuno y capitanes para ver qué les ordenan. Ninguno hay tan bravo que no esté sobresaltado con la novedad del caso.

Los bárbaros, descubriendo a lo lejos estandartes, desisten el ataque, creyendo a primera vista de retorno las legiones, que por informe de los cautivos suponían muy distantes, Mas después, visto el corto número, arremeten por todas partes.

XL. Los vivanderos suben corriendo a un altillo vecino. Echados luego allí, se dejan caer entre las banderas y pelotones de los soldados, que ya intimidados, con eso se asustan más. Unos son de parecer que, pues tan cerca se hallan de los reales, cercados en forma triangular se arrojen de golpe; que si algunos cayeren, siquiera los demás podrán salvarse. Otros, que no se mueven de la colina, resueltos a correr todos una misma suerte. No aprobaban este partido aquellos soldados viejos que fueron también con su bandera en compañía de los otros, como se ha dicho, y así, animándose recíprocamente, capitaneados por Cayo Trebonio, su comandante, penetran por medio de los enemigos, y todos sin faltar uno, entran en los reales. Los vivanderos y jinetes, corriendo tras ellos por el camino abierto, amparados del valor de los soldados, se salvan igualmente. Al contrario los que se quedaron en el cerro, como bisoños, ni perseveraron en el propósito de hacerse fuertes en aquel lugar ventajoso, ni supieron imitar el vigor y actividad que vieron haber sido tan saludable a los otros, sino que intentando acogerse a los reales, se metieron en un barranco. Algunos centuriones que del grado inferior de otras legiones por sus méritos habían sido promovidos al superior de ésta, por no mancillar el honor antes ganado en la milicia, murieron peleando valerosamente. Por el denuedo de éstos arredrados los enemigos, una parte de los soldados contra toda esperanza llegó sin lesión a los reales; la otra, rodeada de los bárbaros, pereció.

XLI. Los germanos, perdida la esperanza de apoderarse de los reales, viendo que los nuestros pusieron pie dentro de las trincheras, se retiraron tras el Rin con la presa guardada en el bosque. Pero el terror de los nuestros, aun después de la retirada de los enemigos, duró tanto, que llegando aquella noche Cayo Voluseno con la caballería enviado a darles noticia de la venida próxima de César con el ejército entero, nadie lo creía. Tan atolondrados estaban del miedo, que sin escuchar razones, se cerraban en decir que, destrozada toda la infantería, la caballería sola había podido salvarse, pues nunca los germanos hubieran intentado el asalto estando el ejército en pie. La presencia sola de César pudo, en fin, serenarlos.

XLII. Vuelto éste, haciéndose cargo de los incidentes de la guerra, una cosa reprendió no más: que se hubiesen destacado las cohortes que debían estar en guardia en el campo; que por ningún caso convino aventurarse. Por lo demás hizo esta reflexión: que si la fortuna tuvo mucha parte en el inopinado ataque de los enemigos, mucho más propicia se mostró en que hubiesen rechazado a los bárbaros, estando ya casi dentro del campo. Sobre todo, era de admirar que los germanos, salidos de sus tierras con el fin de saquear las de Ambiórige, dando casualmente en los reales de los romanos, le viniesen a hacer el mayor beneficio que pudiera desear.

XLIII. Marchando César a molestar de nuevo a los enemigos, despachó por todas partes gran número de tropas recogidas de las ciudades comarcanas. Quemaban cuantos cortijos y caserías encontraban, entrando a saco todos los lugares. Las mieses no sólo fueron destruidas de tanta muchedumbre de hombres y bestias, sino también por causa de la estación y de las lluvias que echaron a perder lo que pudo quedar; de suerte que aun lo que por entonces se guareciesen, retrocediendo el ejército, se vieran necesitados a perecer de pura miseria. Y como tanta gente de a caballo dividida en piquetes discurría por todas partes, tal vez llegó la cosa a términos que los prisioneros afirmaban no sólo haber visto cómo iba huyendo Ambiórige, sino estarle todavía viendo; con que la esperanza de alcanzarle, a costa de infinito trabajo, muchos que pensaban ganarse con eso suma estimación de César, hacían más que hombres por salir de su intento. Y siempre a punto de prenderle, por un si es no es erraban el golpe más venturoso, escapándoseles de entre las manos en los escondrijos, matorrales y sotos, favorecido de la oscuridad de la noche, huyendo a diversas regiones y parajes sin más guardia que las de cuatro caballos, a quien únicamente osaba fiar su vida.

XLIV. Asoladas en la dicha forma las campiñas, César recoge su ejército menoscabado de dos cohortes a la ciudad de Reims, donde llamando a Cortes de la Galia, deliberó tratar en ellas la causa de la conjuración de los senones y chartreses; y pronunciada sentencia de muerte contra el príncipe Acón,
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que había sido su cabeza, la ejecutó según costumbre de los romanos. Algunos por temor a la justicia se ausentaron; y habiéndolos desnaturalizado,
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alojó dos legiones para aquel invierno en tierra de Tréveris, dos en Langres, las otras seis en Sens, y dejándolas todas provistas de bastimentos, partió para Italia a tener las acostumbradas juntas.

Notas de Napoleón al libro VI

El segundo paso del Rin efectuado por César no obtuvo mejor resultado que el primero; no dejó ningún rastro en Alemania. No se atrevió ni siquiera a establecer una plaza fuerte en forma de cabeza de puente. Todo lo que refiere del país, las ideas obscuras que tiene de él, nos descubren a qué grado de barbarie estaba todavía reducida entonces esa parte del mundo, hoy tan civilizada. Asimismo de Inglaterra no posee César sino nociones muy vagas. Cap. XLIV.

LIBRO SÉPTIMO

I. Sosegada ya la Galia, César, conforme a su resolución, parte para Italia a presidir las juntas. Aquí tiene noticia de la muerte de Publio Clodio. Sabiendo asimismo que por decreto del Senado todos los mozos de Italia eran obligados a alistarse, dispone hacer levas en toda la provincia. Espárcense luego estas nuevas por la Galia Transalpina, abultándolas, y poniendo de su casa los galos lo que parecía consiguiente: «que detenido César por las turbulencias de Roma, no podía durante las diferencias venir al ejército». Con esta ocasión, los que ya de antemano estaban desabridos por el imperio del Pueblo Romano, empiezan con mayor libertad y descaro a tratar de guerra. Citándose los grandes a consejo en los montes y lugares retirados, quéjanse de la muerte de Acón; y reflexionando que otro tanto puede sucederles a ellos mismos, laméntanse de la común desventura de la Galia. No hay premios ni galardones que no prometan al que primero levante bandera y arriesgue su vida por la libertad de la patria. Ante todas cosas, dicen: «Mientras la conspiración está secreta, se ha de procurar cerrar a César el paso al ejército; esto es fácil, porque ni las legiones en ausencia del general han de atreverse a salir de los cuarteles, ni el general puede juntarse con las legiones sin escolta. En conclusión, más vale morir en campaña, que dejar de recobrar nuestra antigua militar gloria, y la libertad heredada de los mayores.»

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