—Quiero restablecer el orden en Mallorea, aunque eso implique aniquilar a la población de regiones enteras. Puesto que todos os preocupáis tanto por el Sardion, tal vez lo más sensato sería buscarlo y destruirlo.
—Bien —dijo Garion mientras se incorporaba—. Vamos allá.
—Oh, no, Majestad. —El tono de Zakath volvía a ser frío y autoritario—. Ya no confío en ti. No volveré a cometer ese error. Si te envío a Mal Zeth con tus amigos, habrá una persona menos buscando el Sardion. Luego yo mismo me empeñaré en hallarlo.
—¿Por dónde piensas empezar? —le preguntó Garion con brusquedad, convencido de que la conversación había llegado a su punto culminante. Ahora debía hacer enfadar a Zakath, tal como Belgarath le había ordenado—. Ni siquiera sabes lo que buscas y no tienes la menor idea de dónde debes comenzar. Irás dando tumbos por ahí como un ciego.
—No me gustan tus palabras, Belgarion.
—Peor para ti. La verdad suele ser difícil de aceptar, ¿no crees?
—¿Acaso sugieres que tú sabes dónde está?
—Yo puedo descubrirlo.
—Si tú puedes hacerlo, yo también. Además, estoy seguro de que me darás alguna pista.
—Ni lo sueñes.
—Cuando ponga a alguno de tus amigos en el potro de tormento, cooperarás. Incluso te permitiré mirar.
—En tal caso te aconsejo que contrates a un torturador del que no te importe deshacerte. ¿Aún no te has dado cuenta de lo que soy capaz de hacer? ¡Pensar que siempre te he considerado un hombre inteligente!
—¡Ya es suficiente, Belgarion! —exclamó Zakath—. Preparaos, pues os marcháis a Mal Zeth. Para asegurarme de que os comportáis, voy a separaros. De ese modo, si decidís cometer alguna imprudencia, tendré varios rehenes. Creo que eso es todo, de modo que doy por concluida esta conversación.
Belgarath se cubrió la boca con una mano y tosió. Toth asintió e inclinó la cabeza.
Zakath retrocedió atónito al ver la figura brumosa que apareció de pronto ante sus ojos. Luego miró a Garion con ojos fulminantes.
—¿Es un truco? —le preguntó.
—Ningún truco, Zakath —respondió Garion—. Ella tiene algo que decirte y te aconsejo que la escuches.
—¿Escucharéis mis palabras, Zakath? —preguntó la imagen luminosa de la vidente de los ojos vendados.
—¿De qué se trata, Cyradis? —respondió él con brusquedad y una expresión llena de desconfianza.
—Mi tiempo junto a vos será breve, emperador de Mallorea. En una ocasión os hablé de que habría una encrucijada en vuestra vida y ahora habéis llegado a ese punto. Dejad a un lado vuestros modales autoritarios y someteos con gusto a la tarea que debo encomendaros. Habéis hablado aquí de rehenes.
—Es una costumbre, Cyradis —respondió él irguiendo los hombros—, una simple medida para asegurarme de la buena conducta de mis prisioneros.
—¿Tan débil os sentís como para amenazar a inocentes sólo para imponer vuestra voluntad? —preguntó ella con un deje de desprecio.
—¿Débil, yo?
—¿Por qué otra razón ibais a actuar con semejante cobardía? Pero oídme con atención, Zakath, pues vuestra vida está en juego. Si levantáis la mano contra el Niño de la Luz o cualquiera de sus compañeros, vuestro corazón estallará y moriréis de inmediato.
—Que así sea entonces. Yo rijo los destinos de Mallorea, y si aceptara cualquier tipo de amenaza, incluida la tuya, perdería incluso mi propia estima. Nunca haría algo así.
—Entonces seguramente moriréis, y tras vuestra muerte el imperio se desmoronará. —El la miró con la cara cada vez más pálida—. Puesto que os negáis a oír mis advertencias, emperador de Mallorea, os haré una oferta. Si necesitáis un rehén, yo seré ese rehén. El Niño de la Luz sabe que si yo desapareciera de esta vida antes de cumplir con mi tarea, su misión fracasaría. No podréis imponerle una restricción mejor.
—Yo no te amenazaría, sagrada vidente —dijo él, cada vez menos seguro de sí mismo.
—¿Y por qué no, poderoso Zakath?
—No sería apropiado —se limitó a responder él—. ¿Qué era lo que debías decirme? Tengo obligaciones que atender.
—Todas ellas son nimiedades. Vuestras únicas obligaciones son conmigo y con la tarea que os encomendaré. El cumplimiento de esa tarea es el propósito de vuestra vida; sólo por ese fin habéis nacido. Si la rechazáis, no viviréis para ver otro invierno.
—Es la segunda vez que me amenazas de muerte desde tu llegada, Cyradis. ¿Tanto me odias?
—Yo no os odio, Zakath, y no amenazo. Me limito a revelaros el destino que os aguarda. ¿Aceptaréis vuestra tarea?
—No hasta que no sepa algo más sobre ella.
—Muy bien, entonces os revelaré la primera parte de vuestra misión. Debéis venir a Kell, donde me someteré a vos. Yo seré vuestro rehén, pero sin duda vos seréis también el mío. Venid entonces a Kell con el Niño de la Luz y sus amigos, pues está escrito desde el comienzo de los tiempos que debéis acompañarlos.
—Pero...
La vidente alzó una delgada mano.
—Dejad atrás vuestra comitiva, vuestro ejército y vuestros símbolos de poder, pues no os servirán de nada. —Hizo una pausa—. ¿O acaso, el poderoso Zakath teme viajar por su vasto reino sin soldados que se inclinen ante él y se sometan a su voluntad?
—Yo no le temo a nada, sagrada vidente —afirmó Zakath con frialdad—, ni siquiera a la muerte.
—La muerte es una pequeñez, Kal Zakath, pero yo creo que vos teméis a la vida. Como ya os he dicho, sois mi rehén y os ordeno que vengáis a Kell para haceros cargo de vuestra obligación.
El emperador de Mallorea comenzó a temblar de forma notable. Garion sabía que, en condiciones normales, aquel hombre rechazaría en el acto las órdenes imperiosas de Cyradis, pero parecía poseído por una fuerza sobrenatural. Sus temblores se volvieron más violentos y su cara pálida se empapó de sudor.
Cyradis, pese a sus ojos vendados, parecía adivinar la confusión que se había apoderado de su «rehén».
—La elección está en vuestras manos, Kal Zakath —declaró—. Os someteréis a mí de buena o de mala gana, pero debéis someteros, ya que así está previsto. —Irguió los hombros—. Hablad ahora, emperador de Mallorea, pues es necesario que aceptéis vuestro destino.
—Iré —respondió él con un gruñido ahogado.
—Entonces que así sea. Ocupad vuestro sitio junto a Belgarion y venid a verme a la ciudad sagrada. Allí os revelaré el resto de vuestra misión y os explicaré por qué no es sólo vuestra vida la que está en juego, sino también la supervivencia del mundo entero. —La vidente se inclinó un poco, de modo que sus ojos vendados parecieron mirar a Garion—. Traedlo ante mí, Niño de la Luz —le dijo—, pues todo esto forma parte de lo que debe ocurrir antes del encuentro final.
Luego, la imagen de Cyradis extendió una mano hacia Toth con un gesto de añoranza y desapareció.
—Ya somos doce —murmuró Sadi.
Sin embargo, el nuevo integrante del grupo permanecía inmóvil en el centro de la tienda con la cara cenicienta. Garion se maravilló de ver lágrimas en los ojos del emperador de Mallorea.
—El Vacío —dijo Eriond con un deje de satisfacción en la voz—. El grupo está casi completo.
—No te entiendo —confesó Sadi.
—Cyradis apareció ante nosotros en Rheon —explicó el joven— y nos reveló quién nos acompañaría al Lugar que ya no Existe. Me preguntaba quién sería el Vacío.
—¿Y cómo me describió a mí? —preguntó el eunuco.
—¿Estás seguro de que quieres saberlo?
—Sí, siento cierta curiosidad al respecto.
—Te llamó «el Hombre que no es Hombre».
Sadi se sobresaltó.
—Es una descripción muy cruda, ¿verdad?
—Tú quisiste conocerla.
—No te preocupes, Eriond —dijo Sadi con un suspiro—, la operación se realizó cuando era un bebé, así que nunca conocí otra cosa. En realidad, el interés de la gente por esa función específica me causa mucha gracia. Mi vida es mucho más simple así.
—¿Por qué lo hicieron?
Sadi se encogió de hombros y restregó la mano sobre su cabeza afeitada.
—Mi madre era pobre —respondió—, y éste era el único obsequio que podía ofrecerme.
—¿Obsequio?
—Me brindó la oportunidad de trabajar en el palacio de Salmissra. De lo contrario hubiera sido un mendigo como los demás miembros de mi familia.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Garion al macilento Zakath.
—Déjame en paz, Garion —respondió el emperador.
—¿Por qué no me dejas a mí, cariño? Esto es algo muy difícil de aceptar para él.
—Lo entiendo. A mí tampoco me resultó fácil.
—Y eso que nosotros te dimos la noticia con delicadeza. Sin embargo, Cyradis no tenía tiempo para hacerlo de otro modo. Yo hablaré con él.
—De acuerdo, tía Pol.
Garion se apartó y la dejó con el turbado Zakath.
El giro que tomaban los acontecimientos había sumido al joven rey de Riva en un mar de dudas. Aunque el emperador de Mallorea le caía bien, era consciente de que su inclusión en el grupo complicaría bastante las cosas. En el pasado, la supervivencia había dependido muchas veces de la total unanimidad de propósito de todos y cada uno de los miembros del equipo, pero los motivos de Zakath para acompañarlos no estaban demasiado claros.
«Garion», dijo la voz de su mente con un deje de cansancio, «deja de rumiar sobre cosas que no puedes comprender. Zakath debe ir con vosotros, así que es mejor que te vayas acostumbrando a la idea.»
«Pero...»
«Sin peros. Limítate a hacer lo que debes.»
Garion maldijo entre dientes.
«¡Y deja ya de maldecirme!»
—¡Esto es absurdo! —exclamó Zakath mientras se dejaba caer en una silla.
—No —discrepó Polgara—, sólo tendrás que acostumbrarte a ver el mundo desde otra perspectiva, eso es todo. La mayoría de la gente no necesita hacerlo, pero tú ahora formas parte de un grupo muy selecto y deberás regirte por normas distintas.
—Yo nunca me he regido por ninguna norma, Polgara. Siempre he creado mis propias normas.
—Ya no.
—¿Por qué yo? —preguntó Zakath.
—Esa es la primera pregunta que hacen todos —le dijo Belgarath a Seda con frialdad.
—¿Y alguien ha encontrado la respuesta alguna vez?
—Que yo sepa, no.
—Te iremos instruyendo sobre la marcha —le aseguró Polgara a Zakath—. Ahora lo único importante es si piensas cumplir el compromiso con Cyradis.
—Por supuesto que sí, le he dado mi palabra. No me gusta, pero no tengo alternativa. ¿Cómo puede manipularme de ese modo?
—Tiene extraños poderes.
—¿Quieres decir que me domina con la hechicería?
—No, con la verdad.
—¿Has comprendido algo de lo que dijo?
—Algo, pero no todo. Ya te he dicho que nosotros miramos el mundo desde una perspectiva distinta. Las videntes lo hacen desde otra y nadie que no comparta su visión puede comprenderlas del todo.
—De pronto me siento indefenso —confesó Zakath con la vista fija en el suelo—, y eso no me gusta nada. Es como si me hubieran destronado, ¿sabes? Esta mañana era el emperador de la nación más grande de la tierra y esta tarde seré un simple vagabundo.
—Podría resultar emocionante —observó Seda con voz jovial.
—Cierra el pico, Kheldar —dijo Zakath con aire ausente y volvió a mirar a Polgara—. ¿Sabes? En todo esto hay algo extraño.
—¿De qué se trata?
—Aunque no hubiera dado mi palabra, igual tendría que ir a Kell. Es como una necesidad irresistible. Siento que me están manejando y la persona que me maneja es una joven con los ojos vendados, casi una niña.
—Tendrás tu recompensa —le aseguró ella.
—¿Cuál?
—¿Quién sabe? Tal vez la felicidad.
—La felicidad nunca ha sido importante para mí, Polgara —señaló él con una risita irónica—, al menos desde hace mucho tiempo.
—Tal vez tengas que aceptarla de todos modos —sonrió ella—. No podemos elegir nuestras recompensas, así como tampoco nuestras tareas. Otros toman esas decisiones por nosotros.
—¿Y tú eres feliz?
—Pues sí, lo cierto es que sí. —El emperador suspiró—. ¿A qué se debe ese suspiro, Kal Zakath?
—Sólo me faltaba un tanto así para convertirme en el amo del mundo —respondió él mostrando el índice y el pulgar a un par de centímetros de distancia.
—¿Y por qué quieres serlo?
—Nadie lo ha conseguido antes —respondió Zakath encogiéndose de hombros—. Y el poder tiene sus satisfacciones.
—Estoy segura de que encontrarás también otras satisfacciones —sonrió ella apoyando una mano sobre el hombro de Zakath.
—¿Todo resuelto? —le preguntó Belgarath al malloreano.
—En realidad nada está resuelto hasta que uno reposa en su tumba, Belgarath —respondió Zakath—, pero supongo que esta cuestión ya está zanjada: iré con vosotros a Kell.
—¿Entonces por qué no envías a buscar a Atesca? Tendrás que decirle adonde vas, para que pueda cubrirnos la retirada. Odio que me persigan. ¿Sabes si Urvon ha cruzado ya el Magan?
—Es difícil asegurarlo. ¿Has salido fuera, Belgarath?
—No. La puerta de la tienda está custodiada y a los soldados de Atesca no les gustan los turistas.
—La niebla es tan densa que casi es posible caminar sobre ella. Urvon podría estar en cualquier sitio.
Polgara se levantó y se dirigió hacia la puerta de la tienda. La abrió y uno de los guardias le habló con brusquedad.
—Oh, no seas tonto —respondió ella. Luego inspiró hondo varias veces y cerró la puerta de lona—. No es natural, padre —dijo con gravedad—. Hay un olor raro.
—¿Grolims?
—Eso creo. Quizá sean chandims que intentan ocultar las fuerzas de Urvon de los botes de patrulla de Atesca. Podrían cruzar el Magan sin grandes dificultades.
—Si llegan al otro lado, el viaje a Kell se convertirá en una carrera de caballos.
—Hablaré con Atesca —dijo Zakath—, tal vez pueda entretenerlos un poco. —Luego miró con expresión inquisitiva al anciano—. Ya sé por qué voy a Kell, pero ¿por qué vais vosotros?
—Tengo que leer los textos sagrados malloreanos para descubrir el lugar del encuentro final.
—¿Quieres decir que aún no lo sabes?
—No, todavía no. Sin embargo, sé que lo llaman «el Lugar que ya no Existe».
—¿Por qué no me lo dijiste en Mal Zeth? Tengo una copia de los textos sagrados en mi biblioteca.
—Cuando estuve allí, no sabía nada al respecto. Además, tu copia no me habría servido. Según me han dicho, todas son diferentes, y la que contiene el pasaje que necesito está en Kell.