Seda hizo girar a su caballo y condujo a Garion y a Zakath hacia una casa grande en la acera de enfrente.
Cuando desmontaron, Zakath tuvo que esforzarse para reprimir la risa.
—Todavía no hemos acabado —murmuró Seda—, falta el último detalle. —Se dirigió a la puerta cerrada de la casa y extrajo una larga aguja del interior de su bota. Manipuló la cerradura durante un momento y la puerta se abrió con un chasquido metálico—. Necesitaremos una mesa y tres sillas —les dijo—. Traédmelas y ponedlas frente a la casa. Yo echaré un vistazo y buscaré las demás cosas que necesitamos.
El hombrecillo entró en la casa. Garion y Zakath se dirigieron a la cocina y sacaron una mesa de tamaño considerable. Luego volvieron a buscar sillas.
—¿Qué se propone? —preguntó Zakath con expresión de perplejidad.
—Está jugando —dijo Garion con un deje de disgusto—. Suele hacerlo cuando está en tratativas comerciales.
Cuando salieron con las sillas, Seda ya los esperaba. Sobre la mesa había varias botellas de vino y cuatro copas.
—Muy bien, caballeros —dijo el pequeño drasniano—, tomad asiento y bebed un poco de vino. Volveré enseguida. Quiero registrar algo que vi al otro lado de la casa.
Giró por una esquina y regresó unos minutos después con una gran sonrisa en los labios. Se sentó, se sirvió una copa de vino, se reclinó en la silla y puso los pies sobre la mesa, como si pensara permanecer allí mucho tiempo.
—Le doy cinco minutos —dijo.
—¿A quién? —preguntó Garion.
—Al mercader —respondió Seda encogiéndose de hombros—. Cuando llevemos un rato sentados aquí, comenzará a ver las cosas a mi manera.
—Eres un hombre muy cruel, príncipe Kheldar —rió Zakath.
—Los negocios son los negocios —respondió Seda mientras bebía un sorbo de vino—. No está mal, ¿verdad? —dijo levantando la copa para admirar el color de la bebida.
—¿Qué has ido a hacer al otro lado de la casa? —le preguntó Garion.
—Allí hay una casa de carruajes con un gran cerrojo en la puerta. Nadie huye de un pueblo y cierra la puerta a no ser que haya algo valioso dentro, ¿no os parece? Además, las puertas cerradas siempre han despertado mi curiosidad.
—¿Y bien? ¿Qué había dentro?
—Un bonito cabriolé.
—¿Qué es un cabriolé?
—Un carruaje de dos ruedas.
—Y lo vas a robar.
—Por supuesto. Le dije a aquel mercader que cogeríamos sólo lo que pudiéramos cargar, pero no especifiqué cómo lo transportaríamos. Además, Durnik necesitaba ruedas para llevar a tu loba y ese pequeño carruaje podría ahorrarle mucho trabajo. Los amigos deben ayudarse entre sí, ¿no crees?
Tal como Seda había previsto, el mercader no soportó verlos sentados a aquella mesa durante mucho tiempo y, mientras sus hombres acababan de cargar el carro, cruzó la calle.
—De acuerdo —dijo con expresión sombría—, pero recuerda que sólo os llevaréis lo que podáis cargar.
—Confía en mí —dijo Seda mientras contaba las monedas sobre la mesa—. ¿Te apetece una copa de vino? Es bastante bueno.
El mercader cogió las monedas y se giró sin responder.
—Nosotros cerraremos cuando te vayas —gritó Seda a sus espaldas, pero el gordinflón no se volvió.
En cuanto el mercader y sus hombres se alejaron, Seda condujo su caballo hacia el otro lado de la casa, mientras Garion y Zakath se dirigían a la tienda.
El pequeño carruaje de dos ruedas tenía una cubierta plegable y una gran caja cubierta de cuero en la parte trasera. El caballo de Seda parecía algo incómodo amarrado a las dos limoneras y era evidente que la sensación de llevar algo amarrado a la espalda lo ponía nervioso.
La caja del cabriolé tenía capacidad para una asombrosa cantidad de mercancías. La llenaron con quesos, piezas de mantequilla, jamones, trozos de tocino y varios sacos de alubias. Luego rellenaron los espacios sobrantes con hogazas de pan. Cuando Garion levantó una gran bolsa de harina de avena, Seda sacudió la cabeza con firmeza.
—No —dijo con tono implacable—. Ya sabes lo que hace Polgara con la harina de avena. No pienso desayunar gachas durante todo el próximo mes. Mejor llevemos esa pieza de carne.
—No podremos comerla toda antes de que se eche a perder —objetó Garion.
—Tenemos dos nuevas bocas que alimentar, ¿recuerdas? He visto comer a tu lobo y a su cachorro. Créeme, la carne no alcanzará a ponerse mala.
Por fin salieron del pueblo. Seda iba reclinado en el caballo del pequeño carruaje y llevaba las riendas en su mano izquierda con actitud indolente. En la derecha tenía la botella de vino.
—Esto es vida —dijo con alegría y bebió otro sorbo de vino.
—Me alegro de que te encuentres cómodo —observó Garion con ironía.
—Oh, por supuesto —respondió Seda—. Después de todo es lo más justo, Garion: yo robé el cabriolé, yo lo conduzco.
Los demás aguardaban en el patio de una granja abandonada, a unos cinco kilómetros del pueblo.
—Veo que habéis estado muy ocupados —observó Belgarath mientras Seda detenía el pequeño carruaje.
—Necesitábamos algo para traer las provisiones —respondió Seda con desenvoltura.
—Por supuesto.
—Espero que hayáis podido encontrar algo más que alubias —dijo Sadi—. Uno se cansa pronto de las comidas militares.
—Seda ha estafado a un mercader —dijo Garion mientras abría la caja cubierta de cuero del carruaje— y conseguimos muchas cosas.
—¿Estafar? —protestó Seda.
—¿No es eso lo que has hecho? —preguntó Garion y apartó la pieza de carne para que Polgara pudiera registrar la caja.
—Bueno..., supongo que algo similar —admitió Seda—, pero «estafar» es una palabra demasiado fuerte.
—No te preocupes, príncipe Kheldar —dijo Polgara satisfecha mientras hacía un inventario del contenido de la caja—. Para serte franca, no me importa cómo hayas conseguido todo esto.
—Ha sido un placer —dijo él con una reverencia solemne.
—Sí —respondió ella con aire ausente—, estoy segura de que has disfrutado mucho.
—¿Qué habéis descubierto? —preguntó Beldin.
—Bueno, entre otras cosas, que Zandramas vuelve a llevar la delantera —respondió Garion—. Pasó por aquí hace unos días y sabe que el ejército de Urvon está bajando las montañas. Es probable que avancen más deprisa de lo que creíamos, porque Zandramas está ordenando a la población civil que lo demoren. Sin embargo, la gente parece no hacer caso de sus órdenes.
—Sabia decisión —gruñó Beldin—. ¿Alguna otra cosa?
—Zandramas ha dicho que todo habrá concluido antes de que acabe el verano.
—Eso concuerda con lo que dijo Cyradis en Ashaba —observó Belgarath—. De acuerdo. Todos sabemos cuándo se llevará a cabo el encuentro, lo único que falta averiguar es dónde.
—Por eso debemos darnos prisa para llegar a Kell —dijo Beldin—. Cyradis está sentada sobre esa información como una gallina sobre sus huevos.
—¿Qué es? —preguntó Belgarath con exasperación.
—¿Qué es qué?
—Tengo la sensación de que debo recordar algo. Se trata de algo importante y estoy seguro de que me lo dijiste tú.
—Yo te he dicho montones de cosas, Belgarath, aunque no sueles escucharme.
—Esto fue hace un tiempo. Creo que estábamos conversando en mi torre.
—Lo hemos hecho en varias ocasiones durante los últimos mil años.
—No. Esto es algo más reciente. Eriond estaba allí y aún era un niño.
—Entonces fue hace unos diez años.
—Exacto.
—¿Qué estábamos haciendo hace diez años?
Belgarath comenzó a pasearse de un sitio a otro con aire pensativo.
—Yo había estado ayudando a Durnik a arreglar la casa de Poledra y tú acababas de regresar de Mallorea.
Beldin se rascó la barriga con aire pensativo.
—Creo que lo recuerdo. Bebimos un barril de cerveza que le habías robado a los gemelos mientras Eriond limpiaba el suelo.
—¿Qué me dijiste entonces?
Beldin se encogió de hombros.
—Te describí la situación de Mallorea y te hablé del Sardion, aunque en ese momento no sabíamos mucho sobre él.
—No —dijo Belgarath sacudiendo la cabeza.—. No fue eso. Dijiste algo sobre Kell.
Beldin reflexionó con una mueca de concentración en la cara.
—No debe de haber tenido mucha importancia, porque ninguno de los dos puede recordarlo.
—Tengo la impresión de que fue algo dicho al azar.
—Yo digo muchas cosas al azar. Ayudan a llenar los silencios de la conversación. ¿Estás seguro de que era tan importante?
—Estoy seguro —asintió Belgarath.
—De acuerdo, entonces veamos si podemos recordarlo.
—¿No puede esperar, padre? —preguntó Polgara.
—No, Pol, no lo creo. Estamos muy cerca de recordarlo y no quiero que se escape de mi mente.
—Veamos —dijo Beldin con su fea cara arrugada en una mueca reflexiva—. Yo entré y os encontré limpiando. Me ofreciste una jarra de la cerveza que le habías robado a los gemelos. Luego me preguntaste qué había estado haciendo desde la boda de Belgarath y yo te dije que había estado vigilando a los angaraks.
—Sí —asintió Belgarath—, recuerdo esa parte.
—Te dije que los murgos estaban desesperados por la muerte de Taur Urgas y que los grolims del oeste se habían desmoronado con la muerte de Torak.
—Luego tú me hablaste de la campaña de Zakath en Cthol Murgos y me contaste que había añadido la palabra «Kal» a su nombre.
—En realidad, yo no pretendía hacerlo —dijo Zakath algo avergonzado—. Fue idea de Brador... para unificar la sociedad malloreana. Aunque parece que no funcionó —añadió con una mueca de disgusto.
—Es cierto —asintió Seda—. Da la impresión de que tu nación está algo desorganizada.
—¿De qué hablamos después? —preguntó Belgarath.
—Si no recuerdo mal —dijo Beldin— le contamos la historia de Vo Mimbre a Eriond y tú me preguntaste qué sucedía en Mallorea. Yo te respondí que las cosas estaban más o menos igual, que la burocracia era el elemento aglutinador, que había conspiraciones en Melcena y Mal Zeth, que en Karanda y Darshiva se gestaba una rebelión y que los grolims...
El hombrecillo deforme se interrumpió y abrió mucho los ojos.
—¡Tenían miedo de acercarse a Kell! —concluyó Belgarath con un grito de triunfo—. ¡Era eso!
—¿Cómo he podido ser tan estúpido? —dijo Beldin golpeándose la frente con una mano. Luego se arrojó al suelo riendo a carcajadas y dando patadas de alegría en el suelo—. ¡La tenemos, Belgarath! —rugió—. ¡Los tenemos a todos: Zandramas, Urvon e incluso Agachak! ¡Ellos no pueden ir a Kell!
—¿Cómo hemos podido olvidarlo? —preguntó Belgarath entre sonoras carcajadas.
—Padre —dijo Polgara con seriedad—. Estoy comenzando a enfadarme. ¿Podríais explicarnos toda esta histeria? —Belgarath y Beldin correteaban cogidos de la mano, en una grotesca danza de alegría—. ¿Queréis parar de una vez? —exclamó la hechicera.
—¡Oh, es extraordinario, Pol! —jadeó Beldin mientras la estrechaba en un gran abrazo.
—¡No hagas eso! ¡Limítate a hablar!
—De acuerdo, Pol —dijo secándose las lágrimas de alegría de los ojos—. Kell es el hogar sagrado de los dalasianos, el centro de su cultura.
—Sí, tío, ya lo sé.
—Cuando los angaraks conquistaron Dalasia, los grolims obligaron a la población a reemplazar la religión original por el culto a Torak, igual que en Karanda. Luego, cuando descubrieron la importancia de Kell, intentaron destruirla, y los dalasianos tuvieron que recurrir a sus magos para evitarlo. Los magos rodearon Kell de maldiciones. —Hizo una mueca de concentración—. Tal vez «maldiciones» no sea la palabra adecuada —admitió—, «encantamientos» sería más exacto, pero al fin y al cabo es más o menos lo mismo. El caso es que, puesto que los grolims constituían el peligro principal que acechaba a Kell, los encantamientos se dirigían a ellos. Cualquier grolim que se aproxime a Kell quedará ciego.
—¿Por qué no nos lo dijiste antes? —preguntó ella enfadada.
—Nunca le había dado importancia y es evidente que me olvidé de ello. No suelo ir a Dalasia porque los dalasianos son místicos y los místicos siempre me han sacado de mis casillas. Las videntes hablan con acertijos y la necromancia me parece una pérdida de tiempo. Ni siquiera estaba seguro de que los encantamientos funcionaran. Los grolims pueden llegar a ser muy crédulos y la amenaza de un encantamiento podría haber surtido el mismo efecto de un encantamiento real.
—¿Sabes? —dijo Belgarath—. Creo que lo olvidamos porque nos concentramos en el hecho de que Urvon, Zandramas y Agachak son hechiceros, sin recordar que también son grolims.
—Esta maldición, o como quieras llamarla, ¿está destinada exclusivamente a los grolims? —preguntó Garion—. ¿O podría afectarnos a nosotros también?
—Es una buena pregunta —dijo Beldin mientras se rascaba la barba—. No podemos correr ese riesgo sin tomar precauciones.
—¡Senji! —exclamó Belgarath chasqueando los dedos.
—No te entiendo.
—Senji ha ido a Kell, ¿recuerdas? Y aunque sea un inepto, sigue siendo un hechicero.
—Muy bien —sonrió Beldin—. Eso quiere decir que nosotros podemos ir y ellos no. Esta vez tendrán que seguirnos a nosotros.
—¿Y qué hay de los demonios? —preguntó Durnik con seriedad—. Nahaz está marchando hacia Kell y, según nuestros informes, Mordja acompaña a Zandramas. ¿Podrían entrar ellos en Kell? Ya que Urvon y Zandramas no pueden hacerlo, ¿no podrían enviar a los demonios a obtener la información que necesitan?
Beldin sacudió la cabeza.
—No serviría de nada. Cyradis no permitiría que un demonio se acercara a la copia de los textos sagrados malloreanos. Pese a sus defectos, las videntes rehúsan cualquier contacto con los agentes del caos.
—¿Pero ella es capaz de evitar que los demonios cojan lo que quieran? —preguntó Durnik, preocupado—. No olvides que los demonios son criaturas horribles, Belgarath.
—Cyradis puede cuidarse sola —respondió Beldin—. No te preocupes por ella.
—Pero maestro Beldin —objetó Zakath—. Es casi una niña y, con esa venda que le cubre los ojos, estará indefensa.
—¿Indefensa?, ¿Cyradis? ¿Te has vuelto loco? Podría detener hasta el sol si lo considerara necesario. No podéis ni imaginar la magnitud de su poder.
—No lo entiendo —dijo Zakath, perplejo.
—Cyradis es el receptáculo de todo el poder de su raza, Zakath —explicó Polgara—, no sólo de los dalasianos que viven ahora, sino de los que han vivido desde la creación.