Garion se detuvo al otro lado de la puerta y parpadeó para ajustar su vista a las penumbras. Daba la impresión de que la taberna nunca había sido limpiada. El suelo estaba cubierto de paja mohosa que apestaba a cerveza y en los rincones había montañas de comida podrida. Una tosca chimenea empotrada en la pared del fondo añadía sus humos al desagradable olor del lugar. Las mesas consistían en rústicas planchas de madera apoyadas sobre estructuras de hierro y los bancos eran trozos de troncos con ramas a modo de patas. Garion vio a Beldin que estaba hablando con varios karands en un rincón y se dirigió hacia él.
Al pasar junto a una de las mesas, tropezó con algo blando. Se oyó un quejido de dolor y un rápido movimiento de pies.
—No pises a mi cerdo —dijo con tono beligerante un viejo karand de mirada vidriosa que estaba sentado a la mesa—. Yo no he pisado al tuyo, ¿verdad? —El karand pronunció «sardo» y Garion tuvo dificultades para entenderlo—. Cuida tus «piesas» —dijo el karand con tono siniestro.
—¿Mis «piesas»? —preguntó Garion, algo preocupado.
—Sí. Las cosas que tienes al final de tus «piarnas».
—¡Ah, mis pies!
—Eso mismo acabo de decir.
—Oh, lo siento, no te había comprendido.
—Ése es el problema de los extranjeros. No podéis comprender la lengua aunque uno hable más claro que el agua.
—¿Por qué no nos bebemos una jarra de cerveza? —sugirió Garion—. Me disculparé con tu cerdo en cuanto regrese.
El viejo karand lo miró con desconfianza. Tenía una gran barba y su ropa consistía en miserables trozos de pieles curtidas. Su sombrero había sido hecho con la piel de un tejón, con cola y patas incluidas. Estaba muy sucio y Garion podía ver con claridad los piojos que poblaban su barba.
—Yo invito —ofreció Garion mientras se sentaba frente al dueño del cerdo.
La cara del viejo karand se alegró de forma evidente.
Bebieron un par de jarras de cerveza. Garion notó que el brebaje tenía un sabor insípido, como si hubiera sido sacado de la cuba antes de lo debido. Su invitado, sin embargo, chasqueaba los labios y giraba los ojos como si fuera la mejor cerveza del mundo. De repente, Garion sintió algo frío y húmedo en la mano y la alzó sobresaltado. Miró hacia abajo y se encontró con un par de ansiosos ojos azules, enmarcados por unas frágiles pestañas blancas. El cerdo acababa de regresar del chiquero y tenía un olor penetrante y nauseabundo.
—¡Éste es mi «sardo»! —dijo el karand—. Es muy bueno e incapaz de guardar rencor. —El individuo enfundado en pieles hizo un guiño cómplice—. Es huérfano, ¿sabes?
—¿Ah sí?
—Su madre nos dio un tocino muy bueno —El anciano resopló y luego se limpió la nariz con el dorso de la mano—. A veces la echo mucho de menos —admitió—. Ese cuchillo que llevas es muy grande —le dijo a Garion.
—Sí —asintió el joven mientras acariciaba con aire ausente las pequeñas orejas del cerdo. El animal cerró los ojos, apoyó la cabeza sobre su regazo y gruñó de satisfacción—. Cuando veníamos bajando la montaña —dijo Garion—, vimos mucho humo en la llanura. ¿Ha habido algún problema?
—El peor tipo de problema del mundo, amigo —respondió el anciano—. Tú no eres malloreano, ¿verdad?
—No —le aseguró Garion—, no lo soy. Vengo del Oeste.
—No sabía que hubiera nada al oeste de Mallorea. Bueno, en la llanura hay un montón de gente peleando por cuestiones religiosas.
—¿Religiosas?
—La religión no es lo mío, amigo. Están los que creen y los que no, y yo soy de los segundos. Siempre digo que los dioses deberían cuidarse solos. Yo me ocupo de mí mismo y de los míos, así que estamos en paz.
—Parece un buen argumento —dijo Garion con cautela.
—Me alegro de que lo veas así. Bien, como te decía, ha venido una grolim de Darshiva, llamada Zandramas, y ha dicho que, muerto Torak, habrá un nuevo dios de Angarak. La verdad es que eso a mí me interesa tanto como a mi «sardo». Él es muy listo y sabe cuándo la gente dice tonterías.
Garion acarició el lomo cubierto de barro del cerdo y el rollizo animal respondió con un gemido de satisfacción.
—Es un buen cerdo —dijo Garion—. Bueno, quiero decir «sardo».
—Le tengo mucho cariño —respondió el anciano—. Es bueno tenerlo para abrazarlo en una noche de invierno y casi no ronca. Bien, como te decía, esa tal Zandramas vino a predicar y a chillar aunque no sé bien sobre qué. Cuando ella hablaba, todos los grolims asentían y se inclinaban a sus pies. Pero poco tiempo después, llegó un nuevo grupo de grolims y dijeron que Zandramas estaba equivocada, que, aunque era cierto que habría un nuevo dios, Zandramas no tenía nada que ver con él. Ésa es la causa del humo en la llanura. Ambos bandos luchan por imponer su idea sobre el nuevo dios y mientras tanto queman y destruyen todo. Yo no quiero tomar partido por ninguno de los dos grupos. Mi «sardo» y yo volveremos a la montaña y dejaremos que se maten los unos a los otros. Cuando hayan resuelto el problema, regresaremos y nos inclinaremos ante el primer altar con que nos topemos.
—Has hablado de Zandramas como si fuera una mujer —señaló Garion.
—¿Puedes creerlo? —gruñó el karand—. ¡Es lo más absurdo que he oído en mi vida! Las mujeres no deberían mezclarse en asuntos de hombres.
—¿La has visto alguna vez?
—Como ya te he dicho, no me gusta mezclarme en asuntos religiosos. Mi «sardo» y yo nos mantenemos al margen de esas cosas.
—Es un buen sistema para sobrevivir —observó Garion—, pero mis amigos y yo tendremos que cruzar esa llanura. ¿Crees que los grolims deberían ser nuestra única preocupación?
—Se nota que eres extranjero —señaló el karand con una mirada sugestiva a su jarra vacía.
—Te invito a otra —dijo Garion tras sacar una moneda de su bolsa y hacer una seña al camarero.
—En esa zona hay una verdadera multitud, amigo —continuó el locuaz dueño del cerdo—, pues los grolims siempre llevan tropas consigo. Los seguidores de Zandramas van acompañados del ejército del rey de Voresebo. El viejo rey no estaba de acuerdo con ninguno de los dos bandos, pero lo depusieron. Su hijo decidió que era incapaz de gobernar el país y lo suplantó. Ahora bien, el hijo es muy listo y se ha puesto del lado de los que tienen más posibilidades de ganar, o sea de Zandramas. Sin embargo, luego vino ese tal Urvon y trajo consigo todo el ejército de Jenno y Ganesia: hombres vestidos con armaduras y horribles perros negros, por no mencionar a los grolims. La situación en la llanura es terrible, amigo. Los hombres se matan entre sí, queman las casas y sacrifican a los prisioneros en los altares. Yo, en tu lugar, no me acercaría a ese sitio.
—Ojalá pudiera evitarlo, amigo —dijo Garion con sinceridad—. Hemos oído que en las afueras de Jenno, cerca de Calida, hay demonios. ¿Habéis visto alguno por aquí?
—¿Demonios? —El karand se estremeció e hizo un gesto para ahuyentar a los malos espíritus—. Que yo sepa, no. Si los hubiera visto, mi «sardo» y yo estaríamos tan lejos, que no veríamos siquiera la luz del día.
Garion no pudo evitar sentir cierto aprecio por aquel individuo parlanchín. Su tosco discurso tenía una cadencia casi musical, una especie de cálida efusividad que no hacía distinciones sociales y una penetrante y lúcida visión del caos que lo rodeaba. Garion se apenó al reconocer el gesto que hizo Seda, invitándolo hacia la salida. Quitó con cuidado la cabeza del cerdo de su regazo y el animal gruñó, decepcionado.
—Me temo que ha llegado la hora de irme —le dijo al karand mientras se ponía de pie—. Te agradezco la compañía... y también la del cerdo.
—«Sardo» —le corrigió el karand.
—«Sardo» —asintió Garion. Luego detuvo al camarero y le entregó una moneda—. Sírvele a mi amigo y a su «sardo» lo que deseen —dijo.
—Muchas gracias, joven amigo —dijo el viejo karand con tono efusivo.
—Es un placer —respondió Garion y miró hacia abajo—. Que tengas un buen día, cerdo —añadió.
El cerdo gruñó con desdén y dio la vuelta a la mesa en dirección a su amo.
Cuando se acercó al sitio sombrío donde aguardaban las mujeres, Ce'Nedra frunció la nariz.
—¿Qué diablos has estado haciendo, Garion? —preguntó—. Hueles muy mal.
—He trabado amistad con un cerdo.
—¿Con un cerdo? —exclamó ella—. ¿Y para qué?
—Deberías haber estado allí.
Mientras cabalgaban e intercambiaban la información que habían logrado reunir, resultó evidente que el dueño del cerdo había ofrecido una descripción exacta y concisa de la situación en Voresebo. Garion repitió la conversación sin olvidar las peculiaridades de su acento.
—¿De verdad hablaba así? —rió Velvet.
—No del todo, señora —dijo Garion imitando su acento de forma exagerada—. También usaba otras expresiones que no consigo recordar. Sin embargo, el cerdo y yo nos entendimos bien.
—Garion —dijo Polgara con cierta frialdad—, ¿no podrías apartarte un poco de los demás? Al menos varios centenares de metros —añadió señalando hacia el final de la fila.
—Sí, señora —respondió él mientras detenía a Chretienne.
El propio caballo gris parecía molesto por su olor.
Aquella noche, en respuesta a un ruego general, Garion se bañó en las aguas increíblemente frías de un arroyo de montaña. Cuando regresó tembloroso junto al fuego, Belgarath se acercó a él.
—Sería conveniente que volvieras a ponerte la armadura —dijo—. Si la mitad de lo que dijo el hombre del cerdo es cierto, la necesitarás.
—«Sardo» —corrigió Garion.
—¿Qué?
—Olvídalo.
A la mañana siguiente, el día amaneció despejado y frío. Pese a la túnica acolchada que Garion llevaba siempre debajo, la armadura estaba húmeda y resultaba pesada e incómoda. Durnik cogió una rama de un bosquecillo cercano y talló una lanza. Luego la apoyó sobre el árbol donde estaban amarrados los caballos.
Belgarath regresó de la colina desde donde había estado observando la llanura.
—Por lo que veo, el tumulto está bastante extendido, así que no tendría sentido intentar esquivar a la gente. Cuanto antes dejemos atrás Voresebo, mejor, así que primero intentaremos que nos dejen pasar por las buenas, pero, si ese sistema no funciona, lo haremos por las malas.
—Será mejor que consiga una porra —suspiró Sadi.
Cabalgaron con Garion a la cabeza, vestido con su tintineante armadura. Tenía el casco puesto, el escudo amarrado al brazo izquierdo y el extremo de la lanza apoyado sobre el estribo. Garion avanzaba con una expresión amenazadora en la cara. La espada tiraba de él, indicándole que continuaban tras la pista de Zandramas. Al llegar al pie de las primeras colinas, el tortuoso sendero de montaña se convirtió en un estrecho camino surcado que se dirigía al sudeste. Apresuraron el paso y avanzaron a un rápido trotecillo.
Una vez en el interior de la llanura, pasaron junto a una aldea en llamas situada a medio kilómetro del camino, pero no se detuvieron a investigar.
Al mediodía se cruzaron con una cuadrilla de hombres armados a pie. Eran unos quince y sus ropas pretendían parecer uniformes.
—¿Y bien? —dijo Garion por encima del hombro mientras apretaba la lanza en la mano.
—Primero déjame hablar con ellos —sugirió Seda y adelantó su caballo—. Intenta parecer feroz. —El hombrecillo se dirigió hacia los extraños—. Estáis obstruyendo el camino —les dijo con voz firme y hostil.
—Tenemos órdenes de controlar a todos los que pasan —dijo uno de ellos a la vez que miraba a Garion con nerviosismo.
—Muy bien, ya nos habéis controlado, ahora haceos a un lado.
—¿En qué bando estáis?
—Esa es una pregunta estúpida, amigo —respondió Seda—. ¿En qué bando estás tú?
—No tengo por qué contestarte.
—Ni yo a ti. Usa los ojos, amigo. ¿Tengo aspecto de karand, de guardián del templo o de grolim?
—¿Seguís a Urvon o a Zandramas?
—A ninguno de los dos. Yo voy donde está el dinero, y no se gana dinero metiéndose en cuestiones religiosas.
El harapiento soldado parecía cada vez más inseguro.
—Tengo que informarle a mi capitán de qué lado estáis.
—Sólo si admites haberme visto —dijo Seda mientras hacía rebotar un monedero sobre la palma de su mano en un sugestivo gesto—. Tengo prisa, amigo, y no estoy interesado en vuestra religión. Por favor, demuestra el mismo desinterés por mí. —El soldado miraba el monedero de Seda con descarada avaricia—. Para mí significaría mucho que no me delataras —sugirió Seda con astucia—. Hace mucho calor aquí —añadió mientras se secaba la frente con un ademán dramático—. ¿Por qué tú y tus hombres no buscan un lugar en la sombra donde descansar un rato? Yo arrojaré mi monedero al suelo por descuido y vosotros podréis «encontrarlo» más tarde. De ese modo, vosotros haréis un buen negocio y yo podré avanzar sin interferencias y sin que ningún miembro de la autoridad sepa que he pasado por aquí.
—Es cierto que hace mucho calor —asintió el soldado.
—Supuse que lo notarías.
Los demás soldados sonreían sin disimulo.
—¿No olvidarás dejar caer tu monedero?
—Confía en mí —dijo Seda.
Los soldados cruzaron el campo en dirección a un bosquecillo cercano. Seda arrojó el monedero en la zanja que bordeaba el camino e hizo un gesto a los demás para que avanzaran.
—Será mejor que nos demos prisa —sugirió.
—¿Otra bolsa llena de guijarros? —sonrió Durnik.
—¡Oh, no, Durnik! La bolsa tiene dinero real..., monedas malloreanas de bronce. No se puede comprar nada con ellas, pero son dinero real.
—¿Qué habrías hecho si te hubieran pedido que abrieras el monedero?
Seda sonrió y extendió la mano. Tenía varias monedas de plata ocultas entre los dedos.
—Me gusta estar preparado para cualquier imprevisto —dijo y luego se volvió a mirar por encima de su hombro—. Creo que deberíamos irnos. Los soldados se acercan al camino.
El siguiente encuentro fue bastante más serio. Tres guardianes del templo se interponían en el camino con los escudos y las lanzas preparados. Sus caras tenían una expresión completamente irracional.
—Ahora me toca a mí —dijo Garion mientras se colocaba el casco con firmeza y levantaba el escudo. Luego bajó la lanza y hundió los talones en los flancos de Chretienne. Mientras avanzaba, oyó otro caballo avanzando tras él, pero no tuvo tiempo para volverse a mirar. ¡Era todo tan estúpido! Sin embargo, volvía a sentir que su sangre bullía—. Es una idiotez —murmuró mientras arrojaba de su caballo a uno de los guardianes del templo.