—Si estás enfermo él podría curarte, son muchos los que afirman haber sanado con el roce de los dedos del Nazareno.
—¿Tú no lo crees?
—Señor, yo trabajo de sol a sol, cultivando mi huerto y vendiendo mis manzanas. Tengo mujer y dos hijas a las que alimentar. Cumplo con todos los preceptos que puedo para ser un buen judío, y creo en Dios. Si el Nazareno es el Mesías como dicen, yo no lo sé, no diré ni que sí ni que no. Pero te contaré, forastero, que los sacerdotes no le quieren bien y los romanos tampoco, porque Jesús no teme su poder y desafía a unos y a otros. Uno no puede enfrentarse a los romanos y a los sacerdotes y pretender salir bien. Ese Jesús terminará mal.
—¿Sabes dónde está?
—Va de un lado a otro con sus discípulos, aunque pasa mucho tiempo en el desierto. No sé, pero puedes preguntar al aguador que está en aquella esquina. Es un seguidor de Jesús, antes era mudo y ahora habla, el Nazareno le curó.
Josar deambuló por la ciudad, hasta dar con la casa de Marcos. Allí le indicaron dónde podía encontrar a Jesús, a orillas de la muralla sur, predicando a una multitud.
No tardó en verlo. El Nazareno, vestido con una sencilla túnica, hablaba a sus seguidores con una voz firme, pero dulcísima.
Sintió los ojos de Jesús en él. Le había visto, le sonreía, y con un gesto le invitaba a acercarse.
Jesús le abrazó y le indicó que se sentase a su lado. Juan, el más joven de los discípulos, se apartó para dejarle sentarse al lado del Maestro.
Así pasaron la mañana, y cuando el sol estaba en el punto más alto del cielo y Judas, uno de los discípulos de Jesús, repartió pan, higos y agua entre los asistentes. Comieron en silencio y en paz. Luego, Jesús se levantó para marcharse.
—Señor —dijo Josar en un murmullo—, traigo una misiva para ti de mi rey, Abgaro de Edesa.
—¿Y qué quiere Abgaro, mi buen Josar?
—Está enfermo señor y te ruega que le ayudes, también yo te lo ruego porque es un buen hombre y un buen rey, y sus súbditos le saben justo. Edesa es una ciudad pequeña, pero Abgaro está dispuesto a compartirla contigo.
Jesús apoyó su mano en el brazo de Josar mientras caminaban. Y Josar se sentía privilegiado por estar cerca del hombre al que verdaderamente creía Hijo de Dios.
—Leeré la carta y responderé a tu rey.
Aquella noche Josar compartió la cena con Jesús y sus discípulos, inquietos por las noticias de la animadversión creciente de los sacerdotes. Una mujer, María Magdalena, había escuchado en el mercado que los sacerdotes instaban a los romanos a detener a Jesús, al que acusaban de ser el instigador de los disturbios contra el poder de Roma.
Jesús escuchaba en silencio y cenaba tranquilo. Parecía como si todo lo que allí se decía ya lo supiera, y ninguna de las noticias que se comentaban fuera nueva para él. Luego les habló del perdón, de cómo debían de perdonar a quienes les hicieran mal, tenerles compasión. Los discípulos le contestaban que resulta difícil perdonar a un hombre que te hace mal, permanecer impasible sin responder a los agravios.
Jesús les escuchaba y argumentaba a favor del perdón como alivio para el alma del propio agraviado.
Al final de la cena, buscó con la mirada a Josar y le pidió que se acercara, para entregarle una carta.
—Josar, he aquí mi respuesta para Abgaro.
—Señor, ¿vendrás conmigo?
—No, Josar, no iré contigo, no puedo ir contigo, he de cumplir con lo que quiere mi Padre. Enviaré a uno de mis discípulos. Pero tu rey me verá en Edesa, y si tiene fe se curará.
—¿A quién enviarás? ¿Cómo es posible lo que dices, señor, cómo te quedarás aquí si dices que Abgaro te podrá ver en Edesa?
Jesús sonrió y traspasándole con los ojos le dijo:
—¿No me sigues y me escuchas? Irás tú, Josar, y tu rey se curará, y me verá en Edesa aun cuando ya no esté en este mundo.
Josar le creyó.
— o O o —
El sol entraba a raudales por el ventanuco de la estancia en la que Josar se afanaba escribiendo a Abgaro mientras el posadero procuraba alimento a los hombres que le habían acompañado.
«De Josar, a Abgaro, rey de Edesa.
Señor, mis hombres te llevan la respuesta del Nazareno. Te pido, señor, que tengas fe, pues él dice que sanarás. Sé que obrará el prodigio, pero no me preguntes cómo ni cuándo.
Te pido licencia para quedarme en Jerusalén, cerca de Jesús. Mi corazón me dice que debo quedarme aquí. Necesito escucharle, escuchar sus palabras y, si me lo permite, seguirle como el más humilde de sus discípulos. Todo lo que tengo me lo has dado tú, así que, mi rey, dispón de mis bienes, de mi casa, de mis esclavos para repartirlos entre los necesitados. Yo me quedaré aquí, y para seguir a Jesús apenas necesito nada. Presiento, además, que va a pasar algo, pues los sacerdotes del Templo odian a Jesús por decirse Hijo de Dios y vivir de acuerdo con la Ley de los judíos, lo que ellos no hacen.
Te ruego, mi rey, tu comprensión y que me permitas cumplir mi destino».
Abgaro leyó la carta de Josar y le invadió la pesadumbre. El judío no viajaría a Edesa y Josar se quedaba en Jerusalén.
Los hombres que habían acompañado a Josar habían viajado sin descanso para entregarle las dos misivas. Primero había leído la de Josar, ahora leería la de Jesús, pero de su corazón se había borrado la esperanza y poco le importaba lo que pudiera escribirle el Nazareno.
La reina entró en la estancia y le observó preocupada.
—He oído que han llegado noticias de Josar.
—Así es. El judío no vendrá. Josar me pide permiso para quedarse en Jerusalén, quiere que cuanto tiene lo reparta entre los necesitados. Se ha convertido en discípulo de Jesús.
—¿Tan extraordinario es ese hombre que Josar abandona todo por seguirlo? Cuánto me gustaría conocerlo.
—¿Tú también me abandonarás?
—Señor, sabes que no, pero creo que ese Jesús es un dios. ¿Qué te dice en la carta?
—Aún no he roto el sello; espera, te la leeré.
«Bienaventurado seas tú, Abgaro, que crees en mí, sin haberme conocido.
Porque de mí está escrito: los que lo vean no creerán en él, a fin de que los que no lo vean puedan creer, y ser bienaventurados.
En cuanto al ruego que me haces de ir a tu lado, es preciso que yo cumpla aquí todas las cosas para las cuales he sido enviado y que después de haberlas cumplido vuelva a Aquel que me envió.
Y, cuando haya vuelto a Él, te mandaré a uno de mis discípulos, para que te cure tu dolencia, y para que comunique a ti y a los tuyos el camino de la bienaventuranza».
[2]
—Mi rey, el judío te curará.
—Pero ¿cómo puedes estar segura?
—Tienes que creer, tenemos que creer y esperar.
—Esperar… ¿Acaso no ves cómo la enfermedad me va ganando? Cada día me siento más débil y pronto no me podré mostrar ni siquiera ante ti. Sé que mis súbditos murmuran y mis enemigos acechan, e incluso a Maanu, nuestro hijo, le susurran que pronto será rey.
—Aún no ha llegado tu hora, Abgaro. Lo sé.
La voz cantarina de Minerva llegaba con interferencias a través del móvil.
—Cuelga, que te llamaré yo, estamos en el despacho.
El Departamento del Arte disponía de dos despachos en el cuartel de los
carabinieri
, de manera que cuando Marco y su equipo se desplazaban a Turín tenían un lugar donde trabajar.
—Cuéntame, Minerva —inquirió Sofía a su compañera—, el jefe no está, se ha levantado pronto y ha ido a la catedral. Me ha dicho que pasará allí buena parte de la mañana.
—Tiene el móvil apagado porque me sale el buzón de voz.
—Está raro, ya sabes que desde hace años sostiene que alguien quiere acabar con la Síndone. A veces pienso que tiene razón. Con todas las catedrales e iglesias que tiene Italia, a la de Turín le pasa de todo, han robado que yo recuerde media docena de veces, ha sufrido varios incendios, unos más graves que otros, pero tantos sucesos son como para mosquear a cualquiera, y luego está lo de los mudos; reconocerás que es espeluznante que el cadáver que se ha encontrado sea el de un hombre sin lengua, y sin huellas dactilares. O sea, lo de siempre, un hombre sin identidad.
—Marco me ha pedido que busque si hay alguna secta que se dedique a cortar lenguas. Me ha dicho que vosotros sois historiadores pero que algo se os escapa. No he encontrado nada. En fin, lo que he podido averiguar hasta el momento es que la empresa que está realizando la restauración lleva muchos años operando en Turín, más de cuarenta, y no les falta trabajo. Su mejor cliente es la Iglesia. En estos años ha cambiado el sistema eléctrico de la mayoría de los conventos e iglesias de la zona e incluso ha remodelado la casa del cardenal. Es una sociedad anónima, pero he podido averiguar que uno de los accionistas es un hombre importante, con negocios en empresas de aeronáutica, productos químicos… en fin, que esta empresa de restauración es
peccata minuta
para lo que se trae entre manos.
—¿Quién es?
—Umberto D’Alaqua, un habitual en las páginas de los periódicos económicos. Un tiburón de las finanzas que, mira por dónde, también tiene una participación en esta empresa que se dedica a poner cables y tuberías. Pero no sólo eso, también ha sido accionista de otras, algunas desaparecidas, que en algún momento han tenido relación con la catedral de Turín. Recordarás que antes del incendio del noventa y siete hubo otros, concretamente en septiembre del ochenta y tres, unos meses antes de que se firmara la cesión por parte de la Casa de Saboya de la Sábana Santa al Vaticano. Ese verano comenzó a limpiarse la fachada de la catedral y la torre estaba cubierta de andamios. Nadie sabe cómo, pero se declaró un incendio. En aquella empresa de limpieza de monumentos también tenía una participación Umberto D’Alaqua. ¿Recuerdas la rotura de varías cañerías que se produjo en la plaza de la Catedral y en las calles adyacentes a causa de unas obras de pavimentación? Pues en la empresa que pavimentaba también tiene acciones D’Alaqua.
—No te pongas neurótica. No tiene nada de extraordinario que ese hombre tenga acciones en varias empresas que operan en Turín. Habrá muchos como él.
—No me he vuelto neurótica. Sólo expongo los datos. Marco quiere saberlo todo, y en ese todo me ha salido en varias ocasiones el nombre de Umberto D’Alaqua. Ese hombre debe de estar muy bien relacionado con el cardenal de Turín, y desde luego con el Vaticano. Por cierto, está soltero.
—Bueno, manda todo por e-mail, ya lo leerá Marco cuando vuelva.
—¿Hasta cuándo os quedáis en Turín?
—No lo sé. Marco no lo ha dicho; quiere hablar personalmente con algunas de las personas que estuvieron en la catedral antes de que se produjera el incendio. También se ha empeñado en hablar con el mudo, el del robo de hace dos años, y con los obreros y el personal de la sede episcopal. Supongo que nos quedaremos tres o cuatro días, pero ya te llamaremos.
Sofía decidió ir a la catedral para hablar con Marco. Sabía que su jefe prefería estar solo; de lo contrario les hubiese dicho a Pietro, a Giuseppe o a Antonino que le acompañaran. Pero a cada uno le había encargado algo.
Hacía muchos años que trabajaban con él. Los cuatro sabían que Marco confiaba en ellos.
Pietro y Giuseppe eran dos buenos sabuesos, dos
carabinieri
incorruptibles; Antonino y ella, doctorados en arte, y Minerva, buceando en la red, formaban el meollo del equipo de Marco. Había más compañeros, claro está, pero la confianza de Marco en ellos era mayor; además, los años les habían convertido en amigos. Sofía pensó que pasaba más tiempo en el trabajo que en casa. Claro que al fin y al cabo en casa no había nadie esperándola. No se había casado; se consolaba diciéndose a sí misma que no había tenido tiempo, primero la carrera, el doctorado, su fichaje en el Departamento del Arte, los viajes. Acababa de cumplir cuarenta años y sentía que su vida sentimental era un desastre, porque no se engañaba: aunque se acostaba de cuando en cuando con Pietro, éste nunca se separaría de su mujer, y tampoco ella estaba segura de que quisiera que lo hiciera.
Estaban bien así, compartiendo habitación cuando viajaban, o cenando juntos algunas noches después del trabajo. Pietro la acompañaba a casa, tomaban una copa, cenaban, se iban a la cama, y a eso de las dos o tres de la madrugada él se levantaba sigilosamente y se marchaba.
En la oficina procuraban disimular, pero Antonino, Giuseppe y Minerva lo sabían, y Marco les dijo en una ocasión que eran mayorcitos para hacer lo que les viniera en gana, pero que esperaba que los asuntos personales no perjudicaran ni al equipo ni al trabajo.
Pietro y ella estuvieron de acuerdo en que cualquier desavenencia entre ellos no podían trasladarla, ni siquiera comentarla, con el equipo. Hasta ahora habían cumplido, bien es verdad que los enfados habían sido los menos y siempre por idioteces, nada que no pudieran arreglar. Los dos sabían que la relación no iba a dar más de sí y por lo tanto ni el uno ni el otro esperaban nada.
— o O o —
—Jefe…
Marco se volvió sobresaltado al escuchar la voz de Sofía. Estaba sentado a unos metros de la urna que guardaba la Síndone. Sonrió al verla y la cogió del brazo para que se sentara a su lado.
—Es impresionante ¿verdad?
—Sí, sí que lo es, y eso que es falsa.
—¿Falsa? Yo no diría con tanta rotundidad que es falsa. Hay algo misterioso en la Sábana, algo que los científicos no han sabido terminar de explicar. La NASA determinó que la imagen del hombre es tridimensional. Hay científicos que aseguran que la imagen es fruto de una radiación desconocida para la ciencia, otros que las huellas son restos de sangre.
—Marco, tú sabes que la prueba del carbono 14 es concluyente. El doctor Tite y los laboratorios que trabajaron en la datación de la Síndone no podían permitirse el error. El lienzo es del siglo XIII o XIV, entre 1260 y 1390, y lo dictaminaron tres laboratorios distintos. La probabilidad de error es del cinco por ciento. La Iglesia ha aceptado el juicio del carbono 14.
—Pero continúa sin aclararse cómo se ha formado la imagen del lienzo. Y te recuerdo que en las fotografías tridimensionales se han encontrado algunas palabras, alrededor del rostro hay tres veces escrito INNECE.
—Sí, «A muerte».
—Y en el mismo lado, de arriba abajo, hacia el interior hay varias letras: S N AZARE.