—Retírate.
De Molesmes salió del salón y se encaminó hasta la sala de la cancillería. Allí, para su sorpresa, se encontró con Bartolomé dos Capelos.
Acogió con agrado al templario, al que preguntó por su superior y por los otros hermanos a los que conocía. Después de unos minutos de charla cortés, le preguntó qué le había llevado a palacio.
—Mi superior, André de Saint-Rémy, solicita una entrevista con el emperador.
El tono grave del templario portugués alertó a De Molesmes.
—¿Qué sucede, mi buen amigo? ¿Alguna mala nueva?
El portugués tenía órdenes de no decir una palabra de más y por consiguiente de no dar información sobre la delicada situación de Luis de Francia, la cual evidentemente desconocían en palacio, puesto que cuando el conde de Dijon salió de Damietta la ciudad aún estaba en manos de los francos y el ejército avanzaba triunfalmente.
Bartolomé dos Capelos respondió esquivando la pregunta.
—Hace tiempo que André de Saint-Rémy no se reúne con el emperador, y son muchos los acontecimientos acaecidos en estos meses. La entrevista será del interés de ambos.
De Molesmes entendió que el portugués no le diría nada más, pero intuyó la importancia de la cita solicitada.
—Tomo nota de vuestra petición. En cuanto el emperador fije el día y la hora yo mismo me acercaré a comunicároslo a vuestra encomienda, y poder así disfrutar de un rato de charla con vuestro superior.
—Os pediría que tramitarais la audiencia con la presteza que os sea posible.
—Así lo haré, me sabéis amigo del Temple. Que Dios os acompañe.
—Que Él os proteja.
Pascal de Molesmes se quedó pensativo. El rostro circunspecto del portugués indicaba que el Temple sabía algo de vital importancia que sólo quería transmitir al emperador, quién sabe a cambio de qué.
Los templarios eran los únicos que disponían de dinero e información en aquel mundo convulso en que les había tocado vivir. Y ambos bienes, el dinero y la información, les confería un poder especial, superior al de cualquier rey, incluso al del mismísimo Papa.
Balduino había vendido algunas reliquias al Temple y había recibido cantidades sustanciosas por las mismas. La relación entre Balduino y Saint-Rémy era de respeto mutuo. El superior de la encomienda templaria compartía el pesar de Balduino por la situación del cada vez más exiguo imperio. En más de una ocasión el Temple les había prestado dinero, dinero que no habían podido devolver, pero que para responder del mismo habían depositado reliquias que habían terminado siendo propiedad de los templarios, así como otros objetos de valor que nunca volverían al palacio imperial mientras el emperador no saldara la deuda, posibilidad bastante remota.
Desechó estos pensamientos y se dedicó a preparar la visita de Balduino al obispo. Debía acudir acompañado de soldados con armadura y bien pertrechados. En número suficiente como para rodear el palacio del obispo y la iglesia de Santa María de las Blanquernas, donde se encontraba el Mandylion.
Nadie debía saber lo que se proponían para no alertar al pueblo, ni tampoco al obispo, que tenía a Balduino como un buen cristiano que no alzaría la mano contra la voluntad eclesial.
Sabía que el emperador estaría meditando esta posibilidad, y que en su desesperación entendería que la única salida era entregar el Mandylion al rey Luis.
Mandó llamar al conde de Dijon para estudiar con él los pormenores de la entrega de la Sábana Sagrada. El rey de Francia le habría dado al de Dijon instrucciones precisas sobre qué hacer cuando su sobrino le entregara la Sábana Sagrada y cómo iba a disponer el pago de la misma.
Robert de Dijon tenía por entonces unos treinta años. De mediana estatura, fuerte, nariz aguileña, ojos azules, el noble francés había despertado el interés de las damas de la corte de Balduino.
Al criado que envió Pascal de Molesmes en su búsqueda le costó encontrarlo. Tuvo que sobornar a otros sirvientes de palacio hasta dar con él en los aposentos de doña María, prima del emperador y viuda reciente.
Cuando el conde de Dijon se presentó en la cancillería aún conservaba el perfume almizclado que dejaba a su paso la ilustre dama.
—Decidme, De Molesmes, ¿por qué tanta premura?
—Conde, necesito saber las instrucciones que os ha dado el buen rey Luis, para intentar complacerle.
—Ya sabéis que el rey pretende que el emperador le ceda el Mandylion.
—Perdonad que no me ande con circunloquios: ¿qué precio está dispuesto a pagar el rey Luis por la Santa Sábana?
—¿El emperador accede a la petición de su tío?
—Conde, permitidme que haga yo las preguntas.
—Antes de responderlas debo saber si Balduino ha tomado ya una decisión.
De Molesmes se plantó en dos zancadas ante el noble francés y le clavó la mirada midiendo qué clase de hombre tenía enfrente. El francés no se amedrentó y sostuvo la mirada al consejero de Balduino.
—El emperador medita sobre la oferta de su tío. Pero ha de saber cuánto está dispuesto el rey de Francia a proporcionarle por el Mandylion, adónde sería trasladado y quién garantizaría la seguridad de la reliquia. Sin conocer estos y otros pormenores difícilmente podrá el emperador tomar una decisión.
—Mis órdenes son aguardar la respuesta del emperador y, si Balduino acepta entregar la Sábana a Luis, yo mismo la llevaré a Francia y la depositaré en manos de su madre, doña Blanca, que la guardará hasta que el rey regrese de la Cruzada. Si el emperador quisiera vender el Mandylion, Luis entregaría a su sobrino dos sacos de oro con el peso de dos hombres y le devolvería el condado de Namur, así como le regalaría algunas tierras en Francia con las que pudiera disponer de una buena renta anual. Si por el contrario el emperador sólo quisiera empeñar durante un tiempo la Sábana, el rey entregaría igualmente los dos sacos de oro, que en su momento Balduino deberá devolver para recuperar Mandylion; de lo contrario, si pasada la fecha que se fije por ambas partes no se ha devuelto el oro, entonces la reliquia pasará a ser patrimonio del rey de Francia.
—Luis gana siempre —afirmó contrariado De Molesmes.
—Es un trato justo.
—No, no lo es. Vos sabéis igual que yo que el Mandylion es la única reliquia auténtica de que dispone la Cristiandad.
—La oferta del rey es generosa. Dos sacos de oro servirían a Balduino para hacer frente a sus múltiples deudas.
—No es suficiente.
—Vos sabéis igual que yo que dos sacos de oro, cada uno del peso de un hombre, resolverían muchos de los problemas del imperio. La oferta es más que generosa si el emperador entrega para siempre el Mandylion, puesto que dispondrá de una renta hasta el final de sus días, mientras que si alquila la reliquia… en fin, no sé si le resultará posible devolver los dos sacos de oro a su tío.
—Sabéis igual que yo que difícilmente podría recuperar el Mandylion.
—Sí, sí lo sabéis.
—Y bien, decidme, ¿habéis viajado con los dos sacos de oro?
—Traigo un documento firmado por Luis comprometiéndose al pago. También dispongo de una cantidad de oro como adelanto.
—¿Qué seguridad podéis darnos de que la reliquia llegue a Francia?
—Como bien sabéis viajo con una numerosa escolta, y estoy dispuesto a aceptar cuantos hombres creáis necesarios para acompañarnos a puerto seguro. Mi vida y mi honor están empeñados en hacer llegar el Mandylion a Francia. Si el emperador acepta, enviaremos recado al rey.
—¿De cuánto oro disponéis?
—Su peso son veinte libras.
—Os mandaré llamar cuando el emperador haya tomado la decisión.
—Estaré esperando; os confieso que no me importa descansar en Constantinopla unos cuantos días más.
Los dos hombres se despidieron con una inclinación de cabeza.
— o O o —
François de Charney se ejercitaba con el arco junto al resto de los caballeros templarios. André de Saint-Rémy le observaba desde la ventana de la sala capitular. Por su aspecto, el joven De Charney, al igual que su hermano Robert, le habían parecido musulmanes. Ambos habían insistido en la necesidad de parecer tales para poder atravesar los territorios enemigos sin demasiados contratiempos. Contaban en sus escuderos sarracenos, a los que trataban con camaradería.
Después de tantos años en Oriente el Temple había ido cambiando. Habían llegado a apreciar los valores de sus enemigos, no se habían conformado sólo con combatirlos, sino que se habían esforzado por conocerlos, de ahí ese reconocimiento mutuo entre los caballeros templarios y los sarracenos.
Guillaume de Sonnac era un caballero prudente, y algo especial había sabido advertir en Robert y en François, cualidades para convertirse en espías, pues eso es lo que eran.
Ambos hablaban árabe con fluidez, y cuando departían con sus escuderos se comportaban como tales. Con la piel curtida por el sol y los ropajes de los nobles sarracenos era difícil distinguirlos como los caballeros cristianos que eran.
Le habían hablado de sus innumerables peripecias en Tierra Santa, del embrujo del desierto donde habían aprendido a vivir, de las lecturas de los filósofos griegos de la Antigüedad recuperadas gracias a los sabios sarracenos y del arte de la medicina aprendida entre éstos.
Los jóvenes no podían ocultar su admiración hacia los enemigos que combatían, lo que hubiera preocupado a André de Saint-Rémy si no hubiera comprobado con sus propios ojos la devoción de ambos y su compromiso de honor con el Temple.
Se quedarían en Constantinopla hasta que el superior de esta encomienda les entregara el Mandylion para llevarlo hasta Acre. André de Saint-Remy les había expresado sus dudas de dejarlos viajar solos con tan preciada reliquia, pero le habían asegurado que sólo así llegaría sana y salva a su destino, a la fortaleza templaria de San Juan de Acre donde se guardaban gran parte de los tesoros del Temple. Claro que antes Saint-Rémy debía conseguir la mortaja de Cristo, y para ello se requería paciencia y diplomacia, además de astucia, cualidades todas ellas con las que contaba el superior de la encomienda de Constantinopla.
— o O o —
Balduino se había puesto sus mejores galas. De Molesmes le había aconsejado que no alertara a nadie sobre la visita que iban a realizar al obispo.
Pascal de Molesmes había elegido personalmente al grupo de soldados que les habían de acompañar, al igual que a los que debían cercar la iglesia de Santa María de las Blanquernas.
El plan era sencillo. Al caer la noche el emperador se presentaría en el palacio del obispo. Le pedirla cortésmente que le entregara el Mandylion; si el obispo no accedía de buen grado, entonces los soldados entrarían en la iglesia de Santa María de las Blanquernas y se harían con la Sábana aunque fuera por la fuerza.
De Molesmes había convencido a Balduino para que no se arredrara ante el obispo y le amenazara si fuese necesario, para ello se harían acompañar del gigante Vlad, un hombre de las tierras del norte al que le faltaban entendederas y que hacía sin rechistar cuanto le ordenaba Balduino.
La oscuridad había cubierto la ciudad y sólo las bujías encendidas indicaban que las casas y palacios estaban habitados.
Los golpes secos resonaron en el palacio del obispo, que en ese momento saboreaba una copa de vino de Chipre mientras leía una carta secreta del papa Inocencio. Un criado acudió a abrir el portón del palacio y se llevó un susto mayúsculo al encontrarse frente a frente con el emperador.
El hombre dio un grito y la guardia del obispo acudió presurosa a la puerta. El señor De Molesmes les ordenó que se arrodillaran ante el emperador.
Entraron en el palacio con paso firme. A Balduino le delataba el pánico, pero la resolución de su consejero le impedía salir corriendo, volverse atrás.
El obispo abrió la puerta de su estancia alarmado por el ruido que llegaba desde la escalera y no pudo articular palabra cuando se encontró de frente con Balduino, Pascal de Molesmes y un grupo de soldados que les acompañaban.
—¡Qué es esto! ¿Qué hacéis aquí? —exclamó el obispo.
—¿Así recibes al emperador? —le interrumpió el francés.
—Tranquilizaos, Ilustrísima —le dijo Balduino. He venido a visitaros, siento no haber podido avisaros con tiempo suficiente, pero los asuntos de Estado no me lo han permitido.
La sonrisa de Balduino no logró tranquilizar al obispo, que plantado en medio de la estancia no acertaba a saber qué hacer.
—¿Nos permitís sentarnos? —preguntó el emperador.
—Pasad, pasad, vuestra visita, por inesperada, me ha sorprendido. Llamaré a mis criados para serviros como corresponde. Mandaré encender más bujías y…
—No —le interrumpió De Molesmes—. No hace falta que hagáis nada. El emperador os honra con su presencia, escuchadle.
El obispo, aún de pie, dudaba si seguir las indicaciones del francés mientras que los criados asomaban tímidamente por la puerta alarmados por el ruido y esperando órdenes de Su Ilustrísima.
Pascal de Molesmes se acercó a la puerta y les indicó que regresaran a sus aposentos, que aquella era una visita amistosa del emperador al obispo de Constantinopla y que, dada la hora, no se requería su presencia, puesto que para degustar una copa de vino, ellos mismos dispondrían.
El emperador tomó asiento en un cómodo sillón y dejó escapar un suspiro. Pascal de Molesmes lo había convencido de que no tenía otra opción que hacerse con el Mandylion para salvar Constantinopla.
Ya recobrado de la sorpresa y el susto inicial, el obispo se dirigió al emperador en tono insolente:
—¿Qué asunto es tan importante como para quebrar la paz de esta casa a estas horas? ¿Es vuestra alma quien necesita consejo u os preocupa algún asunto de la corte?
—Mi buen pastor, he venido como hijo de la Iglesia a haceros partícipe de los problemas del reino. Vos os cuidáis de las almas, pero quienes tienen alma tienen cuerpo, y es de los problemas terrenales de los que quiero hablaros, porque si el reino sufre, sufren los hombres.
Balduino suspiró buscando con la mirada la aprobación de Pascal de Molesmes; éste con un gesto apenas perceptible le indicó que continuara.
—Las necesidades de Constantinopla las conocéis tan bien como yo mismo. No hace falta estar en los secretos de la corte para saber que apenas quedan monedas en las arcas y que el acoso de nuestros vecinos nos ha ido debilitando. Hace meses que los soldados no cobran la paga entera, ni los funcionarios de palacio, ni mis embajadores reciben su estipendio. Siento pesar por no poder contribuir con dádivas a la Iglesia de la que me sabéis hijo amantísimo.