Por fin André de Saint-Rémy rompió el silencio.
—Decidme, ¿a quién se ha elegido gran maestre?
—Nuestro gran maestre es Renaud de Vichiers, preceptor de Franela, mariscal de la Orden. Vos le conocéis.
—Así es. Renaud de Vichiers es un hombre prudente y piadoso.
—Ha mandado negociar con los sarracenos para obtener la liberación de Luis. Los nobles del rey también han enviado embajadores instando a que pongan precio a la libertad de su rey. Cuando vine hacia aquí las negociaciones no avanzaban, pero el gran maestre confía en lograr la liberación del rey.
—¿Cuál será el precio?
—Luis sufre enormemente, aunque recibe buen trato y le cuidan los físicos sarracenos. Éstos piden que las tropas cruzadas devuelvan Damietta.
—¿Los nobles de Luis están dispuestos a retirar las tropas de Damietta?
—Harán lo que diga el rey, sólo él puede capitular. Renaud de Vichiers ha enviado recado al rey de que acepte. Nuestros espías aseguran que ése y no otro será el precio.
—¿Qué ordenes me traes del gran maestre?
—Te traigo un documento sellado, y otros mensajes que he de decirte de palabra.
—Dime pues.
—Debemos hacernos con el Mandylion. El gran maestre asegura que ésa es la única reliquia de la que hay constancia de su autenticidad. Cuando la tengas he de llevarla a nuestra fortaleza de San Juan de Acre. Nadie debe saber que está en nuestro poder. Debes comprarla, hacer lo que estimes conveniente sin que se sepa que es para el Temple. Por el Mandylion los reyes cristianos serían capaces de matar. El Papa la reclamaría para sí. Le hemos regalado muchas de las reliquias que durante estos años has ido comprando a Balduino, otras muchas están en poder de Luis de Francia, regaladas o vendidas por su sobrino.
Sabemos que Luis quiere el Mandylion. Después de la victoria de Damietta mandó una comitiva con un mensaje para el emperador, además de llevar documentos con sus órdenes a Francia.
—Sí lo sé, hace unos días llegó el conde de Dijon y le entregó una carta al emperador. Luis le pide a su sobrino el Mandylion a cambio de prestarle ayuda.
Robert de Saint-Rémy entregó varios rollos de documentos sellados a su hermano, que éste depositó sobre la mesa.
—Dime, André, ¿sabes algo de nuestros padres?
Los labios de André de Saint-Rémy se crisparon, bajó los ojos al suelo y sin dejar escapar el suspiro que se le formaba en la garganta respondió a su hermano.
— o O o —
—Nuestra madre ha muerto. Nuestra hermana Casilda también. La muerte la sorprendió en el parto de su quinto hijo. Padre, aunque anciano, aún vivía el invierno pasado. Pasa las horas sentado en el gran salón; apenas puede moverse por la hinchazón de los pies que le causa la gota. Nuestro hermano mayor, Umberto, gobierna la heredad, el condado es próspero y Dios le ha dado cuatro hijos sanos. Hace tanto tiempo que dejamos Saint-Rémy…
—Pero yo aún recuerdo el paseo de los álamos por el que se llegaba al castillo, y el olor a pan cocido, y a nuestra madre cantando.
—Robert, elegimos ser templarios, y ni podemos ni debemos albergar nostalgias.
—¡Ay, hermano! Siempre has sido demasiado rígido contigo mismo.
—Y tú, dime, ¿cómo es que tienes un escudero sarraceno?
—He aprendido a conocerles y a respetarles. Hay hombres sabios entre ellos, también hay caballerosidad y honor. Son unos enemigos formidables a los que respeto. He de confesarte que también tengo algún amigo en sus filas. Es imposible no tenerlos cuando compartimos territorio y discretamente tenemos que tratar con ellos. El gran maestre ha querido que todos aprendamos su lengua y que algunos de nosotros aprendamos sus costumbres para poder introducirnos en su territorio, en sus ciudades, para espiar, observar, o llevar a cabo las misiones para mayor gloria del Temple y de la cristiandad. Mi piel cetrina se ha oscurecido aún más por el sol de Oriente, y el color negro del cabello también me ayuda a disimular mi aspecto. En cuanto a su lengua, he de confesarte que no me ha costado demasiado entenderla y escribirla. Tuve un buen maestro, el escudero que me acompaña. Recuerda, hermano, que ingresé muy joven en el Temple y fue Guillaume de Sonnac quien ordenó que los más jóvenes aprendiéramos de los sarracenos hasta poder confundirnos con ellos.
»Pero me preguntabas por Alí, mí escudero. No es el único musulmán que tiene tratos con el Temple. Su pueblo fue arrasado por los cruzados. Él, junto a otros dos niños, logró sobrevivir. Guillaume de Sonnac los encontró vagando a varias jornadas a caballo de Acre. Alí, el más pequeño, estaba exhausto, deliraba a causa de la fiebre. El gran maestre los llevó a nuestra fortaleza, allí se recuperaron y allí se quedaron.
—¿Y os han sido leales?
—Guillaume de Sonnac les permitía rezar a Alá y los utilizaba como intermediarios. Nunca nos han traicionado.
—¿Y Renaud de Vichiers?
—No lo sé, pero no puso objeción a que viajáramos solos en compañía de Alí y Said.
—Bien, descansa, y envíame a François de Charney, el hermano con el que has viajado.
—Así lo haré.
Cuando André de Saint-Rémy se quedó solo desenrolló los documentos que le había entregado su hermano, y se dispuso a leer las órdenes escritas de Renaud de Vichiers, gran maestre de la Orden del Temple.
— o O o —
La estancia recamada en color púrpura asemejaba un pequeño salón del trono. Los mullidos asientos, la mesa tallada en madera noble, el crucifijo en oro puro y otros objetos de plata repujada mostraban la opulencia en la que vivía su dueño.
En una mesita aparte, varias frascas de cristal tallado guardaban vinos especiados y sobre una enorme bandeja se hallaba dispuesta una colorida muestra de dulces del obrador de un cercano cenobio.
El obispo escuchaba con ademán impasible a Pascal de Molesmes. Desde hacía una hora el noble franco se deshacía en argumentos intentando convencerlo para que entregara el Mandylion al emperador. También él apreciaba a Balduino; sabía que había bondad en su corazón, por más que como monarca su reinado hubiera sido una larga ristra de impotencias.
Pascal de Molesmes interrumpió su alegato al percatarse de que el obispo había dejado de escucharlo y estaba perdido en sus propios pensamientos. El silencio sobresaltó al obispo.
—Os he escuchado y comprendo vuestro razonamiento, pero el rey de Francia no puede librar la suerte de Constantinopla a poseer o no el Mandylion.
—El rey cristianísimo ha prometido ayuda al emperador; si no fuera posible adquirirlo, pretende, al menos, tener el Mandylion durante algún tiempo. Luis ansía que su cristiana madre, doña Blanca de Castilla, pueda contemplar el verdadero rostro de Jesús Nuestro Señor. La Iglesia no perdería la propiedad del Mandylion y podría obtener ganancia, además de contribuir a salvar Constantinopla de la penuria en la que se encuentra. Creedme, vuestros intereses y los del emperador son coincidentes.
—No, no lo son. Es el emperador quien necesita el oro para salvar lo que queda del imperio.
—Constantinopla languidece, el imperio es más ficción que realidad, algún día los cristianos llorarán su pérdida.
—Señor De Molesmes, os sé demasiado inteligente para intentar convencerme de que sólo el Mandylion puede salvar Constantinopla, ¿cuánto ha ofrecido el rey Luis por su alquiler, cuánto por poseerlo? Se necesitarían grandes cantidades de oro para salvar este reino, y el rey de Francia es rico, pero no arruinará su reino por mucho que aprecie a su sobrino o desee el Mandylion.
—Si la cantidad fuera sustanciosa, ¿consentiría vuestra merced en su venta o alquiler?
—No. Decidle al emperador que no se lo entregaré. El papa Inocencio me excomulgaría. Hace tiempo que quiere poseer el Mandylion y siempre le he dado largas achacando a los peligros del viaje que la Sábana permanezca aquí. Necesitaría el permiso del Papa, y vos sabéis que le pondría precio, un precio que aunque pudiera pagarlo el buen rey Luis, sería para la Iglesia, no para su sobrino el emperador.
Pascal de Molesmes decidió jugar la última carta.
—Os recuerdo, Ilustrísima, que el Mandylion no os pertenece. Fueron las tropas del emperador Romano Lecapeno quienes lo trajeron a Constantinopla, y el imperio nunca ha renunciado a su propiedad. La Iglesia es mera depositaria del Mandylion. Balduino os pide que se lo entreguéis voluntariamente y él sabrá ser generoso con vos y con la Iglesia.
Las palabras de De Molesmes hicieron mella en el ánimo del obispo.
—¿Me estáis amenazando, señor De Molesmes? ¿El emperador amenaza a la Iglesia?
—Balduino es, como vos sabéis bien, un hijo amantísimo de la Iglesia, a la que defendería con su propia vida si fuera menester. El Mandylion es patrimonio del imperio y el emperador lo reclama. Cumplid con vuestro deber.
—Mi deber es defender la imagen de Cristo y conservarla para la Cristiandad.
—No os opusisteis a que la corona de espinas que se guardaba en el convento del Pantocrátor fuera vendida al rey de Francia.
—Sé que sois inteligente, señor De Molesmes. ¿De verdad creéis que ésa era la corona de espinas de Jesús?
—¿Vos no?
La furia se dibujaba en la mirada azul del obispo. El pulso entre los dos hombres estaba alcanzando su cenit y ambos lo sabían.
—Señor De Molesmes, vuestras razones no me han convencido, decídselo al emperador.
Pascal de Molesmes inclinó la cabeza. El duelo había terminado por ahora, pero ambos sabían que aún no había vencedor ni vencido.
El noble salió de la estancia con la garganta seca, sin haber probado la copa de vino de Rodas que el obispo le había ofrecido. Y lo lamentaba, porque era uno de sus vinos favoritos.
En la puerta del palacio donde residía el obispo le esperaban sus sirvientes junto a su caballo, un alazán negro corno la noche que era su más fiel compañero en la turbulenta Constantinopla.
¿Aconsejaría a Balduino presentarse con sus soldados en el palacio del obispo y obligarle a que le entregara el Mandylion? No había otro remedio. Inocencio no se atrevería a excomulgar a Balduino, y menos cuando supiera que el Mandylion era para el rey cristianísimo. Se lo alquilarían a Luis y pondrían un alto precio, de manera que el imperio pudiera recuperar parte de la savia derramada.
El viento de la tarde era suave y Pascal de Molesmes decidió cabalgar por la orilla del Bósforo antes de regresar al palacio imperial. De cuando en cuando gustaba de escapar de los muros opresivos del palacio donde las intrigas, la traición y la muerte acechaban en todos los rincones, y donde era difícil saber quién era tu amigo y quién te deseaba mal, dado el refinado arte del disimulo del que hacían gala los caballeros y damas de corte. Sólo confiaba en Balduino por quien, con el pasar de los años, había llegado a sentir un afecto sincero, tanto como en su día sintiera por el buen rey Luis.
Hacía ya muchos inviernos desde que el rey de Francia lo envió a la corte de Balduino protegiendo el oro que debía a su sobrino como pago por unas valiosas reliquias que éste le había vendido, además de su condado de Namur. Luis le había encargado que se quedara en la corte y le tuviera informado de cuanto acontecía en Constantinopla. En una carta que el propio De Molesmes entregó al rey, Luis de Francia le recomendaba a su sobrino que confiara en el buen Pascal de Molesmes, un hombre leal y cristiano que —según refería la carta— sólo velaría por su bien.
Balduino y él sintieron una corriente de simpatía desde su primer encuentro, y allí estaba, pasados ya quince años, convertido en consejero del emperador y en su amigo. Porque De Molesmes apreciaba los esfuerzos de Balduino por mantener la dignidad del imperio, por conservar Constantinopla resistiendo la presión de los búlgaros por un lado y el acecho cercano de los sarracenos por otro.
Si no hubiese sido porque les debía lealtad al rey Luis y a Balduino, hacía años que habría pedido el ingreso en la Orden de los Templarios para combatir en Tierra Santa. Pero el destino lo había situado en el corazón de la corte de Constantinopla, donde debía sortear tantos peligros como en el campo de batalla.
El sol empezaba a ocultarse cuando se dio cuenta de que había llegado cerca de la casa del Temple. Respetaba a André de Saint-Rémy, el superior de la encomienda. Un hombre austero y cabal que había elegido la cruz y la espada como norma de vida. Los dos eran franceses y nobles, y ambos habían encontrado su destino en Constantinopla.
De Molesmes sintió el deseo de hablar con su compatriota, pero las sombras de la noche comenzaban a hacerse presentes y los caballeros estarían rezando, de manera que su visita les causaría inconvenientes. Será mejor esperar a mañana para mandar recado a Saint-Rémy y fijar un encuentro, pensó para sus adentros.
— o O o —
Balduino II de Courtenay dio un puñetazo en la pared. Afortunadamente un tapiz amortiguó el golpe en los nudillos.
Pascal de Molesmes le había relatado minuciosamente la conversación con el obispo y su negativa a entregar el Mandylion.
El emperador sabía que las posibilidades de que el obispo accediera de buen grado a su petición eran escasas, pero se lo había pedido encarecidamente en sus rezos a Dios Nuestro Señor a la espera de que hiciera aquel milagro para salvar el imperio.
El francés, molesto por la explosión de ira del emperador, lo miró sin disimular un ademán de reproche.
—¡No me mires así! ¡Soy el más desgraciado de los hombres!
—Señor, calmaos, el obispo no tendrá más remedio que entregaros el Mandylion.
—¿Cómo? ¿Quieres que acuda a arrancárselo por la fuerza? Eso sería un escándalo. Mis súbditos no me perdonarían que les arrebate la Sábana a la que confieren carácter milagroso, e Inocencio, el Papa, me excomulgará, y tú me pides que me calme como si hubiera una solución, cuando sabes que no la hay.
—Los reyes deben tomar decisiones ingratas para salvar sus reinos. Vos estáis en esa situación. No os lamentéis más, y actuad.
El emperador se sentó en el sillón regio sin ocultar en el gesto el cansancio que le invadía. Era más hiel que miel lo que había saboreado como rey, y ahora la última prueba que el reino le deparaba era tener que enfrentarse a la Iglesia.
—Pensad en otra solución.
—¿Acaso vos veis otra salida?
—Sois mi consejero, ¡pensad!, ¡pensad!
—Señor, el Mandylion os pertenece, reclamad lo que es vuestro, por el bien del reino. Ése es mi consejo.