La Hermandad de la Sábana Santa (34 page)

Read La Hermandad de la Sábana Santa Online

Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
6.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Temía por su vida. Aquel policía que lo había visitado no parecía un bravucón; le había amenazado con hacer lo imposible por que pasara el resto de su vida en prisión, y de repente todo eran facilidades para que recuperara la libertad. La policía, pensó, prepara algo. Quizá piensan que si salgo a la calle les guiaré hasta mis contactos. Eso es, eso es lo que buscan, yo sólo soy el señuelo. Debo tener cuidado.

El mudo paseaba de un lado a otro sin advertir que, disimuladamente, era observado por dos jóvenes. Altos, de complexión fuerte y con el rostro embrutecido por la experiencia de la cárcel, los dos hermanos Bajerai comentaban en voz baja los pormenores del asesinato que se disponían a perpetrar.

Mientras, en el despacho del director de la cárcel, Marco Valoni hablaba con éste y con el jefe de los celadores.

—Es improbable que pase nada, pero no podemos dejar cabos sueltos. Por eso hay que garantizar la seguridad del mudo los días que le quedan de estar aquí —insistía Marco a sus interlocutores.

—Pero señor, el mudo no le interesa a nadie, es como si no existiera, no habla, no tiene amigos, no se comunica con ningún interno. Nadie le haría ningún mal, se lo aseguro —respondió el jefe de los celadores.

—No podemos correr riesgos, compréndalo. No sabemos a quién nos enfrentamos. Puede que sea un pobre hombre, puede que no. Hemos hecho poco ruido, pero el suficiente para que haya llegado a algunos oídos que el mudo saldrá de prisión. Alguien tiene que garantizarme su seguridad aquí dentro.

—Pero, Marco —argumentó el director— en esta cárcel no se han producido ajustes de cuentas, ni asesinatos entre presos, ni nada que se le parezca, por eso no alcanzo a compartir tu preocupación.

—Pues la tengo. De manera que usted, señor Genari, como jefe de los celadores estoy seguro que sabe bien quiénes son los capos de la prisión. Quiero hablar con ellos.

Genari hizo un gesto de impotencia. No había manera de convencer a ese policía para que no metiera las narices en los entresijos de la cárcel. Pretendía nada menos que él, Genari, le dijera quién mandaba allí dentro, como si pudiera hacerlo sin jugarse el cuello.

Marco intuyó las reservas de Genari, así que intentó plantear su petición de otra manera.

—Vamos a ver, Genari, aquí dentro tiene que haber alguien por el que los demás presos sientan respeto. Tráigamelo aquí.

El director de la prisión se movió incómodo en el sillón mientras Genari se instalaba en un terco silencio. Finalmente, el director intervino a favor de Marco.

—Genari, usted conoce como nadie esta prisión, tiene que haber alguien con esas características de las que habla el señor Valoni. Tráigalo.

Genari se levantó. Sabía que no podía tensar demasiado la cuerda sin despertar las sospechas de su superior y de aquel entrometido policía de Roma. Su cárcel funcionaba de maravilla, había unas reglas no escritas que todos respetaban y ahora Valoni quería conocer quién movía los hilos.

Mandó a un subalterno a por el capo, Frasquello. A esa hora estaría hablando por el móvil, dando instrucciones a sus hijos sobre cómo dirigir el negocio de contrabando de droga que le había llevado hasta prisión por culpa de un chivatazo.

Frasquello entró en el pequeño despacho del jefe de los celadores con gesto ceñudo.

—¿Qué quiere? ¿Por qué me molesta?

—Porque hay un policía empeñado en hablar con usted.

—Yo no hablo con policías.

—Pues con éste tendrá que hablar porque de lo contrario pondrá la prisión patas arriba.

—No tengo nada que ganar hablando con ese policía. Si tiene un problema, resuélvalo; a mí déjeme en paz.

—¡No, no le voy a dejar en paz! —gritó Genari—. Usted vendrá conmigo a ver a ese policía, y hablará con él. Cuanto antes termine su asunto antes se irá y nos dejará en paz.

—¿Qué quiere ese poli?, ¿por qué quiere hablar conmigo? Yo no conozco a ningún poli ni quiero conocerlo. Déjeme en paz.

El capo hizo ademán de salir del despacho, pero antes de que pudiera abrir la puerta Genari se le había echado encima cogiéndolo del brazo e inmovilizándolo con una llave.

—¡Suélteme! ¿Está loco? ¡Es hombre muerto!

En ese momento la puerta del despacho se abrió. Marco Valoni miró fijamente a los dos hombres notando la ira que albergaban ambos.

—¡Suéltelo! —ordenó a Genari.

El aludido soltó el brazo de Frasquello, quien permaneció inmóvil, como sopesando al recién llegado.

—He preferido venir yo a que usted acudiera al despacho del director. Le han telefoneado, así que le he dicho que para no importunarle yo venía a su despacho. Parece que he llegado a tiempo, porque usted ha encontrado a nuestro hombre. Siéntese —ordenó a Frasquello.

El capo no se movió. Genari, nervioso, lo miró con odio.

—¡Siéntese! —repitió Valoni con gesto enfadado.

—No sé quién es usted, pero sí sé qué derechos tengo, y no estoy obligado a hablar con un policía. Llamaré a mi abogado.

—No llamará a nadie, y me escuchará y hará lo que yo le diga, porque de lo contrario le trasladarán de prisión a un lugar donde no tenga a su buen amigo Genari haciendo la vista gorda.

—Usted no puede amenazarme.

—Y no lo he hecho.

—¡Basta! ¿Qué quiere?

—Ya que está entrando en razón, se lo diré claramente: quiero que a un hombre que está dentro de esta prisión no le suceda nada.

—Dígaselo a Genari, es el jefe. Yo estoy preso.

—Se lo digo a usted, porque será usted el que se encargue de que a ese hombre no le suceda nada.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo haré?

—No lo sé, ni me importa.

—Suponga que acepto, ¿qué gano?

—Algunas comodidades aquí dentro.

—Ja, ja, ja… De eso ya se encarga mi amigo Genari. ¿Con quién cree que está tratando?

—Bien, examinaré su expediente y veré si cabe alguna reducción de condena por colaborar con la justicia.

—No basta con que revise mi expediente, me lo tiene que asegurar.

—No. No le aseguraré nada. Hablaré con el director de la prisión y recomendaré que la junta de Seguridad evalúe su comportamiento, su estado psicológico, sus posibilidades de reincorporarse a la sociedad. Pero no haré nada más.

—No hay trato.

—Si no hay trato empezará a dejar de tener algunos de esos privilegios a los que Genari lo tiene acostumbrado. Revisarán su celda de arriba abajo, y le aplicarán estrictamente el reglamento. Genari será trasladado a otra prisión.

—Dígame quién es el hombre.

—¿Hará lo que le he pedido?

—Dígame de quién se trata.

—De un mudo, un joven que…

La risa de Frasquello interrumpió a Marco.

—¿Quiere que proteja a ese pobre desgraciado? Nadie se ocupa de él, a nadie molesta. ¿Sabe por qué? Pues porque no es nadie, es un pobre desgraciado.

—Quiero que no le suceda nada en los próximos siete días.

—¿Quién podría hacerle algo?

—No lo sé. Pero usted lo evitará.

—¿Por qué tiene interés en el mudo?

—No es asunto suyo. Cumpla con lo que le he pedido y continuará disfrutando de estas vacaciones a cuenta del Estado.

—De acuerdo. Haré de niñera del mudo.

Marco salió del despacho con cierta sensación de alivio. El capo era un hombre inteligente. Haría lo que le había pedido.

Ahora venía la segunda parte, hacerse con las zapatillas deportivas que calzaba el mudo, las únicas que tenía, e introducir el transmisor. El director le había prometido que esa noche, cuando el mudo regresara a su celda, enviaría a un celador para que recogiera las zapatillas, aún no sabía qué excusa iba a esgrimir, Pero le aseguró que lo haría.

John había enviado a Turín a Larry Smith, un experto en transmisiones capaz, le había dicho, de introducir un micrófono en una uña. Bien, vería si era tan bueno como prometía.

33

El duque de Valant había pedido audiencia con el canciller. A la hora prevista llegó acompañado de un joven comerciante ricamente ataviado.

—Decidme, duque —inquirió el canciller—, ¿qué es ese asunto tan urgente que queréis tratar con el emperador?

—Señor canciller, os pido que escuchéis a este caballero que me honra con su amistad. Es un respetado comerciante de Edesa.

Pascal de Molesmes, con gesto aburrido, pero por cortesía hacia el duque, escuchó al joven comerciante. Éste le expuso sin circunloquios el motivo de su viaje.

—Sé de las dificultades pecuniarias del imperio, y vengo a hacer una oferta al emperador.

—¿Vos queréis hacer una oferta al emperador? —exclamó entre irritado y divertido el canciller—. ¿Y qué oferta es ésa?

—Represento a un grupo de nobles comerciantes de Edesa. Como vos sabéis, hace mucho tiempo que un emperador de Bizancio arrebató por la fuerza de las armas a mi ciudad su más preciada reliquia: el Mandylion. Nosotros somos hombres de paz, vivimos honradamente, pero gustaríamos de devolver a nuestra Comunidad lo que era suyo y le fue robado a la fuerza. No vengo a suplicar que nos lo devolváis ahora que pertenece al emperador, pues de todos es sabido que obligó al obispo a entregárselo y que el rey de Francia jura que su sobrino no se lo vendió. Si el Mandylion está en manos de Balduino queremos comprárselo. No importa el precio, lo pagaremos.

—¿De qué Comunidad habláis? Pues Edesa está en manos musulmanas, ¿no?

—Somos cristianos, y nunca hemos sido molestados por los actuales señores de Edesa. Pagamos cuantiosos tributos y desarrollamos en paz nuestra actividad. De nada podemos quejarnos. Pero el Mandylion nos pertenece y debe volver a nuestra ciudad.

Pascal de Molesmes escuchó interesado al joven impertinente que osaba plantear sin remilgos la compra del Mandylion.

—¿Y cuánto estáis dispuesto a pagar?

—Diez sacos de oro con el peso de un hombre.

El canciller no movió un músculo pese a que le había impresionado la cuantía. El imperio volvía a tener deudas, y Balduino desesperaba en busca de préstamos, por más que su tío el buen rey Luis no le abandonara.

—Transmitiré al emperador vuestra oferta y os mandaré llamar cuando tenga una respuesta.

Balduino escuchó pesaroso a su canciller. Había jurado no revelar jamás la venta del Mandylion a los templarios. Sabía que respondía con su vida.

—Debéis decirle a ese comerciante que rechazo su oferta.

—¡Pero Señor, consideradlo!

—No, no puedo. No vuelvas a pedirme que venda el Mandylion ¡jamás!

Pascal de Molesmes salió cabizbajo de la sala del trono. Sospechaba de la incomodidad de Balduino cuando le hablaba del Mandylion. Hacía ya dos largos meses que la Sagrada Sábana estaba en manos del emperador, aunque a nadie se la había mostrado, ni siquiera a él, su canciller.

Corría la leyenda de que aquel oro generoso entregado por el superior de los templarios de Constantinopla, André de Saint-Rémy, era en pago de la posesión del Mandylion. Pero Balduino siempre había negado esos rumores; juraba que la sagrada mortaja se encontraba a buen recaudo.

Cuando el rey Luis fue liberado y regresó a Francia envió de nuevo al conde de Dijon con una oferta aún más generosa por el Mandylion, pero ante la sorpresa de la corte de Constantinopla, el emperador se mostró inflexible y aseguró ante todos que no vendería a su tío la reliquia. Ahora de nuevo rechazaba una oferta sustanciosa, de manera que Pascal de Molesmes dejó que en su mente se abrieran paso las sospechas que albergaba: Balduino no poseía el Mandylion, se lo había vendido a los templarios.

Esa tarde mandó llamar al duque de Valant y a su joven protegido para transmitirles la negativa del emperador. De Molesmes se sorprendió cuando el comerciante de Edesa le aseguró que estaba dispuesto a doblar la oferta. Pero el canciller no le quiso hacer concebir falsas esperanzas.

—¿Entonces es cierto lo que se dice en la corte? —preguntó el duque de Valant.

—¿Y qué es lo que se dice en la corte, mi buen amigo?

—Que el emperador no tiene el Mandylion, que se lo entregó en prenda a los templarios a cuenta del oro que éstos le dieron para pagar a Venecia y a Génova. Sólo así se puede entender que rechace tan generosa oferta de los comerciantes de Edesa.

—Yo no hago caso de los rumores ni de las insidias de la corte, os aconsejo que vos tampoco creáis todo lo que se dice. Os he transmitido la palabra del emperador, y no hay más que hablar.

Pascal de Molesmes despidió a sus invitados albergando las mismas sospechas que ellos: el Mandylion estaba en manos de los templarios.

— o O o —

La fortaleza del Temple se levantaba sobre una roca junto al mar. El color dorado de la piedra se confundía con la arena del cercano desierto. La fortaleza se alzaba orgullosa dominando un amplio terreno, uno de los últimos bastiones cristianos en Tierra Santa.

Robert de Saint-Rémy se restregó los ojos como si la visión de la fortaleza templaria se tratase de un espejismo. Calculó que en pocos minutos se verían rodeados de caballeros que desde hacía un par de horas los observaban. Tanto él como François de Charney parecían auténticos sarracenos. Hasta sus caballos, de pura sangre árabe, les ayudaban a ocultar su identidad.

Alí, su escudero, se había revelado una vez más como un experto guía y un fiel amigo. Le debía la vida, le había salvado cuando fueron atacados por una patrulla de ayubíes. Combatió a su lado con fiereza y no permitió que una lanza destinada a su corazón llegara a su destino, cruzándose en medio para recibir en su carne el hierro asesino. Ni uno de los ayubíes sobrevivió al ataque, pero Alí agonizó durante varios días, sin que él, Robert de Saint-Rémy, se apartara de su lado.

Volvió a la vida gracias a las pócimas de Said, el escudero de De Charney, que era un mozo que había aprendido los remedios de los físicos del Temple y de algunos médicos musulmanes con los que había tratado en sus correrías. Fue Said quien arrancó el hierro de la lanza del costado de Alí y quien limpió minuciosamente la herida, cubriéndola con un emplasto que hizo con unas hierbas que siempre llevaba consigo, también le hizo beber un brebaje mal oliente con el que le indujo a un sueño tranquilizador.

Cuando el caballero De Charney preguntaba a Said si Alí viviría, invariablemente respondía, para desesperación de los dos templarios, con un «Sólo Alá lo sabe». Al cabo de siete días, Alí volvió a la vida despertando del sueño en el que se había sumergido y que tanto se asemejaba a la muerte. El dolor le laceraba un pulmón y respirar le suponía un sacrificio, pero Said ahora sí dijo que viviría y todos recuperaron el ánimo.

Other books

Forever and Ever by Patricia Gaffney
The Brethren by John Grisham
Mistfall by Olivia Martinez
The Bloodlust by L. J. Smith
Buried in Clay by Priscilla Masters
American Beauty by Zoey Dean