—¿A misa?
—Sí, a misa, supongo que no te extrañará que la gente vaya a misa, esto es Italia.
—Sí, pero ese primo ¿no es musulmán?
—Pues no lo sé, supongo que sí, pero está casado con una italiana, por la iglesia, o sea que se habrá convertido, aunque en su ficha no figura ningún expediente de conversión.
—Investígalo. Investiga también si los Bajerai iban a la mezquita.
—¿A qué mezquita?
—Tienes razón, esto es Italia. De todas las maneras alguien tiene que saber si eran buenos musulmanes. ¿Te has podido meter en sus cuentas corrientes?
—Sí, y no tienen nada extraordinario. El primo este gana un sueldo aceptable, lo mismo que su esposa. Les da para vivir bien, aunque están pagando las letras del piso. No han tenido ninguna entrada especial de dinero. Son una familia muy unida y visitan con asiduidad a los hermanos presos, les llevan comida, dulces, tabaco, libros, ropa, en fin, procuran que la vida en prisión no les resulte tan dura.
—Sí, ya lo sé. Tengo aquí una copia del registro de las visitas. El tal Amin los ha visitado este mes en dos ocasiones, cuando lo normal es que los visitara una vez al mes.
—Bueno, tampoco es para sospechar porque haya ido un día más.
—Tenemos que analizarlo todo, hasta lo insignificante.
—De acuerdo, de acuerdo; pero, Marco, no debemos perder la perspectiva.
—¿Sabes lo que me llama la atención? Eso de que vaya a misa y se haya casado por la Iglesia. Los musulmanes no apostatan de su religión así como así.
—¿Vas a investigar a todos los italianos que sin embargo no pisan la iglesia? Oye, tengo una amiga que se convirtió al judaísmo porque se enamoró de un israelita durante un verano que estuvo en un kibbutz. La madre del chico era una judía ortodoxa que no habría consentido que su criatura se casara con una gentil, de manera que mi amiga se convirtió y los sábados va a la sinagoga. No cree en nada, pero ella va.
—Vale, ésa es la historia de tu amiga, pero aquí tenemos a dos turcos que quieren matar a un mudo.
—Sí, pero lo quieren matar ellos, no su primo, y no lo convertirás en sospechoso porque vaya a misa.
Pietro entró en el comedor y enseguida los vio. Un minuto más tarde Antonino y Giuseppe se incorporaron al desayuno. Sofía fue la última en llegar.
Minerva les puso al tanto de lo que habían hecho las últimas horas y, por indicación de Marco, cada uno leyó una copia del expediente elaborado por su compañera.
—¿Y bien? —preguntó Marco cuando todos hubieron terminado la lectura.
—No son asesinos, luego si les han encargado el trabajo es porque tienen alguna relación con el mudo, o alguien que conoce al mudo tiene mucha confianza en ellos —argumentó Pietro.
—En la prisión hay hombres que le habrían rajado sin miramiento, pero quien ha hecho el encargo o no sabe cómo llegar a esos hombres, luego no pertenece al mundo del hampa, o, como dice Pietro, el que ha hecho el encargo confía por razones que no sabemos en esos dos hermanos, que a la vista del expediente no son nada extraordinarios. Nunca han estado relacionados con los bajos fondos, no han robado la moto del vecino y sí, han asesinado a un tío, pero en una pelea de borrachos.
—Vale, Giuseppe, pero dime algo más que no sepamos —insistió Marco.
—Pues yo creo que tanto Giuseppe como Pietro están diciendo mucho —intervino Antonino—. Hay un eslabón en alguna parte que debemos encontrar, alguien quiere muerto al mudo porque sabe que nos puede guiar hasta él. Eso quiere decir que hay una filtración, que alguien conoce la operación caballo de Troya; de lo contrario haría tiempo que habrían acabado con el mudo, pero lo quieren matar justo ahora.
Se quedaron unos segundos en silencio. El razonamiento de Antonino parecía haber dado en el clavo.
—Pero ¿quién conoce la operación? —preguntó Sofía.
—Demasiada gente —respondió Marco—. Y Antonino tiene razón, lo quieren matar ahora para evitar que nos guíe hasta ellos. Por tanto, conocen con antelación nuestros pasos. Minerva, Antonino, quiero que busquéis más información sobre la familia Bajerai, ellos son un eslabón. Tienen que estar conectados con alguien que quiere muerto a nuestro hombre. Revisadlo todo de nuevo, buscad e investigad el detalle más insignificante. Yo vuelvo a la prisión.
—¿Por qué no hablamos con los padres y el primo de los Bajerai? —preguntó Pietro.
—Porque si lo hacemos despertaremos la liebre. No, no podemos hacer aún más visible nuestra presencia. Tampoco podemos sacar al mudo de la prisión porque sería él quien sospecharía y no nos conduciría hasta su organización. Debemos mantenerlo vivo, lejos de los Bajerai —respondió Marco.
—¿Y quién se encarga de eso? —inquirió Sofía.
—Un capo de la droga, un tal Frasquello. Me he comprometido con él a que la Junta de Seguridad revise su expediente. Bien, manos a la obra.
— o O o —
Se encontraron con Ana Jiménez en el vestíbulo. Tiraba de la maleta en dirección a la puerta.
—Deben traerse entre manos algo importante, están todos… —bromeó la periodista.
—¿Se va? —se interesó Sofía.
—Sí, me voy a Londres, luego a Francia.
—¿Por trabajo? —insistió Sofía.
—Por trabajo. Lo mismo la llamo, doctora, a lo mejor necesito su consejo.
El portero la avisó de que el taxi aguardaba en la puerta, así que se despidió de ellos con una sonrisa.
—Esa chica me pone nervioso —confesó Marco.
—Sí, nunca te ha caído bien —afirmó Sofía.
—No, no, te equivocas, me cae bien, pero no me gusta que se entrometa en nuestro trabajo. ¿A qué va a Londres? Y ha dicho que luego irá a Francia. No sé si sabe algo que se nos escapa o si está intentando demostrar alguna de sus locas teorías.
—Es muy inteligente —respondió Sofía— y a lo mejor sus teorías no son tan locas. A Schllemann le consideraban un chiflado y encontró Troya.
—A esa chica sólo le faltabas tú de abogada defensora. En fin, me ha fastidiado saber que se va a Londres, porque no sé qué demonios puede ir a hacer allí, pero está claro que tiene que ver con la Sábana Santa. Llamaré a Santiago.
— o O o —
El celador había aceptado el dinero. Una cantidad sustanciosa sólo por dejar abierta la puerta de dos celdas, la del mudo y la de los Bajerai. No había nada malo en ello, o por lo menos él no haría nada, tan sólo olvidarse de echar el cerrojo.
La prisión estaba en silencio. Hacía dos horas que los presos habían sido encerrados en sus celdas. Los pasillos apenas estaban iluminados, y los celadores de servicio dormitaban.
Los Bajerai empujaron la puerta de su celda comprobando que estaba abierta. El individuo había cumplido. Pegándose a la pared, pero arrastrándose casi a ras del suelo, se dirigieron hacia el otro extremo del pasillo, donde sabían que estaba la celda del mudo. Si todo iba bien, en menos de diez minutos habrían vuelto a su celda y nadie se enteraría de nada.
Habían recorrido la mitad del pasillo cuando el pequeño, que cerraba la marcha, sintió una mano apretándole el cuello. No pudo esbozar el grito, sintió un golpe pesado en la cabeza y perdió el sentido. El mayor de los Bajerai se volvió demasiado tarde, un puñetazo se estrelló contra su nariz y empezó a sangrar; tampoco pudo gritar, una mano de hierro le apretaba el cuello y no le dejaba respirar, sintió que se le escapaba la vida.
Los dos hermanos se despertaron en su celda, tirados en el suelo, mientras un celador atónito daba la voz de alarma. Se alegraron de estar vivos mientras los trasladaban a la enfermería, pero alguien los había traicionado. Les estaban esperando.
El médico dictaminó que debían permanecer en observación en la enfermería. Habían recibido unos golpes brutales en la cabeza y sus rostros eran un amasijo de sangre, con los ojos casi cerrados a causa de la hinchazón. Se quejaron del dolor y, por indicación del médico, la enfermera les inyectó un calmante que los sumió en un nuevo sueño.
Cuando Marco llegó al despacho del director éste le contó preocupado los acontecimientos de la noche. Tenía que dar parte a las autoridades judiciales, y a los
carabinieri
.
Marco le tranquilizó, y pidió ver al capo Frasquello.
—He cumplido mi parte —le espetó éste tan pronto entró en el despacho del director.
—Sí, y yo cumpliré la mía. ¿Qué ha pasado?
—No haga preguntas, las cosas han salido como usted quería. El mudo vive y los turcos también, ¿qué más quiere? Nadie ha sufrido daño alguno. Bueno, hubo que parar a esos dos hermanos, pero no les ha pasado nada grave.
—Quiero que continúe vigilando. Pueden volver a intentarlo.
—¿Quiénes, esos dos? No lo creo.
—Ellos u otros, no lo sé. Esté atento.
—¿Cuándo hablará con la Junta de Seguridad?
—En cuanto esto haya acabado.
—¿Y cuándo será eso?
—Espero que en tres o cuatro días, no más.
—De acuerdo. Cumpla, poli, porque de lo contrario lo pagará.
—No sea estúpido, no me amenace.
—Cumpla.
Frasquello salió del despacho dando un portazo ante la mirada estupefacta del director.
—Pero, Marco, ¿usted cree que la Junta de Seguridad hará caso de su recomendación sobre Frasquello?
—Ha colaborado; deben tenerlo en cuenta, es todo lo que les pediré. Dígame ¿cuándo podremos tener las deportivas del mudo? Mi hombre no se puede quedar eternamente en Turín, tenemos que meter ese micrófono.
—No se me ha ocurrido ninguna excusa, yo…
—Pues mande que se las quiten para lavarlas, dígale que como va a salir es costumbre que los presos que recuperan la libertad salgan lo más aseados posible. Si no lo entiende dará lo mismo; si lo entiende, la explicación es la más plausible que se me ocurre. No hay otra. Así que esta noche, cuando lo encierren en su celda, me traen aquí las zapatillas de deporte; lávenlas, deben devolvérselas limpias, luego trabajaremos con ellas.
Addaio trabajaba en su despacho cuando el pitido del móvil le alertó. Respondió de inmediato. El gesto se le crispó mientras escuchaba a su interlocutor. Colgó rojo de ira.
—¡Guner! ¡Guner! —gritó por el pasillo, algo insólito en él.
Su criado apareció presuroso.
—¿Qué sucede, pastor?
—Busca inmediatamente a Bakkalbasi. No importa dónde esté, tengo que verlo. Dentro de media hora quiero a todos los pastores aquí. Encárgate de ello.
—Lo haré, pero dime, ¿qué ha pasado?
—Una catástrofe. Ahora vete y haz lo que te he pedido.
Cuando se quedó solo se apretó las sienes con las dos manos. Le dolía la cabeza. Desde hacía días tenía unos dolores apenas soportables. Dormía mal y no tenía ganas de comer. Sentía que ya no le tenía apego a la vida. Estaba cansado de la trampa mortal que significaba ser Addaio.
Las noticias no podían ser peores. Los hermanos Bajerai habían sido descubiertos. Alguien de la prisión conocía sus planes y los había frustrado. A lo mejor los Bajerai eran unos bocazas, o sencillamente alguien protegía al mudo. Podían ser
Ellos
,
Ellos
otra vez, o ese poli que estaba metiendo las narices en todas partes. Al parecer en los últimos días no salía del despacho del director. Planeaba algo, pero ¿qué? Le habían dicho que Marco Valoni se había reunido un par de veces con un capo de la droga, un tal Frasquello. Sí, sí, las piezas encajaban, seguramente ese Valoni había encargado al mafioso que cuidara de Mendibj, el chico era su única pista para llegar hasta ellos, tenían que protegerlo. Eso era, sí era eso. Sí, sí, incluso es lo que le había sugerido su interlocutor, ¿o le había dicho otra cosa? El dolor le quemaba el cerebro. Buscó una llave y abrió un cajón, sacó unas píldoras, se tomó dos, luego se sentó con los ojos cerrados a esperar que se le fuera el dolor, con un poco de suerte, cuando los pastores llegaran ya se le habría pasado.
— o O o —
Guner golpeó con suavidad la puerta del despacho. Los pastores esperaban a Addaio en la sala grande. Cuando entró en la estancia encontró a Addaio con la cabeza sobre la mesa, los ojos cerrados. Se acercó temeroso, y suspiró aliviado: vivía. Lo sacudió con suavidad hasta que le despertó.
—Te has dormido.
—Sí… Me dolía la cabeza.
—Debes volver al médico, esos dolores te están matando, tendrías que hacerte un escáner.
—No te preocupes, estoy bien.
—No, no lo estás. Los pastores te esperan, arréglate un poco antes de bajar.
—Lo haré. Mientras, ofréceles una taza de té.
—Ya lo he hecho.
Unos minutos más tarde Addaio se reunía con el Consejo de la Comunidad. Los siete pastores ataviados con casullas negras que estaban sentados alrededor de una pesada mesa de caoba formaban un conjunto de aspecto imponente.
Addaio les informó de lo sucedido en la prisión de Turín y la preocupación inundó los rostros de los siete hombres.
—Quiero que tú, mi querido Bakkalbasi, vayas a Turín. Mendibj saldrá en dos o tres días e intentará ponerse en contacto con nosotros. Tenemos que evitarlo, nuestra gente no puede cometer más fallos. Por eso es importante que estés allí, coordinando la operación, en contacto permanente conmigo. Tengo el presentimiento de que estamos al borde del desastre.
—Tengo noticias de Turgut.
Todos los ojos se volvieron al pastor que hablaba, un hombre anciano, de vívidos ojos azules.
—Está enfermo, profundamente deprimido. Tiene complejo de persecución. Asegura que lo vigilan, que en el obispado no se fían de él y que los policías de Roma continúan en Turín para prenderle. Deberíamos sacarlo de allí.
—No, ahora no podemos, sería una locura —respondió Bakkalbasi.
—¿Está preparado Ismet? —preguntó Addaio—. Ordené que dispusiera sus cosas para ir con su tío, es lo mejor.
—Sus padres han aceptado, pero el joven se muestra remiso, aquí tiene novia —explicó Talat.
—¡Novia! ¿Y porque tiene novia está poniendo en peligro a toda la Comunidad? Llamad a sus padres, saldrá hoy mismo hacia Turín, irá con nuestro hermano Bakkalbasi. Que los padres de Ismet llamen a Turgut y le anuncien que le envían a su hijo para que cuide él al tiempo que se busca un porvenir en Italia. Hacedlo ya.
El tono perentorio de Addaio no dejaba lugar a réplicas. Una hora más tarde los hombres abandonaron la mansión con órdenes precisas que cumplir.
Ana Jiménez apretó el timbre. La elegante casa victoriana situada en el barrio más elegante de Londres parecía la residencia de algún rico lord. Un mayordomo entrado en años abrió la puerta.