—Buenos días. ¿Qué desea?
—Quisiera hablar con el director de esta institución.
—¿Tiene cita concertada?
—Sí. Soy periodista, me llamo Ana Jiménez, y la cita me la ha concertado un colega del
Times
, Jerry Donalds.
—Pase y aguarde un momento, por favor.
El vestíbulo de la casa era espacioso, el suelo de madera cubierto por mullidas alfombras persas y en las paredes colgaban cuadros con escenas religiosas.
Ana se distrajo mirando los cuadros a la espera de que regresara el mayordomo y no se dio cuenta de que un caballero anciano la observaba desde el umbral de la puerta.
—Buenos días, señora Jiménez.
—¡Ah! Buenos días, perdone, no me había dado cuenta de que…
—Pase a mi despacho. Así que es usted amiga de Jerry Donalds.
Ana prefirió sonreír y no responder la pregunta, porque en realidad no conocía de nada a ese tal Donalds que al parecer era capaz de abrir las puertas más herméticas de Londres.
El tal Jerry Donalds era amigo de un diplomático amigo de Ana que había estado destinado en Londres y ahora estaba en Bruselas en un cargo institucional en la Unión Europea. Le había costado convencerlo para que la ayudara, pero al final lo había conseguido y la puso en contacto con Jerry Donalds, que muy amablemente la escuchó y, tras pedirle que le diera un par de horas, la llamó a Turín anunciándole que el muy ilustre profesor Anthony McGilles la recibiría.
El profesor se acomodó en un sillón de cuero y la invitó a sentarse en el sofá. Apenas se habían sentado cuando entró el anciano mayordomo con una bandeja y el servicio de té.
Durante unos minutos Ana respondió a las preguntas de McGilles, que se interesaba por su trabajo como periodista, y por la situación política en España. Finalmente, el profesor decidió ir al grano.
—Así que está usted interesada en los templarios.
—Sí, para mí ha sido una sorpresa saber que aún existen, y que tienen una dirección en internet, ésta.
—Éste es un centro de estudios, nada más. Ahora dígame, ¿qué es lo que quiere saber?
—Pues si existen los templarios hoy en día, quisiera saber qué hacen, a qué se dedican… y si es posible me gustaría preguntarle sobre algunos acontecimientos históricos de los que fueron protagonistas.
—Verá señorita, los templarios tal y como usted los imagina, tal y como eran, ya no existen.
—¿Entonces, la información que encontré en internet es falsa?
—No, la prueba es que está usted aquí hablando conmigo. Sólo quiero advertirle que no deje volar su imaginación pensando en caballeros con la espada en la mano. Estamos en el siglo XXI.
—Sí, eso ya lo sé.
—De manera que somos una organización dedicada al estudio. En la actualidad nuestro cometido es intelectual y social.
—Pero ¿ustedes son los verdaderos herederos del Temple?
—Cuando el papa Clemente V suspendió a la Orden, los templarios pasaron a formar parte de otras órdenes. En Aragón pasaron a formar parte de la Orden de Montesa; en Portugal el rey Dionís creó una nueva orden, la Orden Do Cristo; en Alemania pasaron a formar parte de la Orden Teutónica, y en Escocia la Orden nunca se disolvió. La persistencia ininterrumpida de la Orden de Escocia evidencia por qué el espíritu templario ha llegado hasta nuestros días. Formaron parte de la Garde Escossalse francesa, desde el siglo XV, destinada a la protección del rey, y apoyaron a la dinastía jacobita en Escocia. Desde 1705 la Orden no se oculta. Ese año se adoptaron nuevos estatutos y se eligió a Luis Felipe de Orleans como maestre. Hubo templarios participando en la Revolución francesa, en el Imperio de Napoleón, en la independencia de Grecia, también formaron parte de la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial…
—Pero ¿cómo?, ¿a través de qué organización? ¿Cómo se llaman?
—Los templarios a lo largo de este tiempo han llevado una vida silenciosa, dedicada a la reflexión y al estudio, participando individualmente en estos acontecimientos, aunque siempre con conocimiento de sus hermanos. Hay distintas organizaciones, clubes si quiere llamarlos así, en los que se reúnen grupos de caballeros. Estos clubes son legales, están repartidos por distintos países, de acuerdo a la legislación nacional de cada país. Usted debe cambiar el enfoque sobre la Orden templaria; le insisto en que en el siglo XXI no encontrará una organización como la de los siglos XII o XIII, sencillamente no existe.
»Nuestra institución se encarga de estudiar la historia y los hechos individuales y colectivos del Temple, desde su fundación hasta nuestros días. Examinamos archivos, revisamos como historiadores algunos acontecimientos oscuros, buscamos documentos antiguos. Veo reflejarse en su cara la decepción…
—No, es que…
—¿Usted esperaba que fuera un caballero con armadura? Siento decepcionarla. Sólo soy un profesor retirado de la Universidad de Cambridge que, además de ser creyente, comparto con otros caballeros unos principios: el amor a la verdad y a la justicia.
Ana intuía que tras las palabras de Anthony McGilles había mucho más, que no podía ser todo tan claro, tan sencillo. De manera que decidió seguir tentando a la suerte.
—Ya que es usted tan amable, y aunque sé que abuso de su paciencia, ¿podría ayudarme a entender un acontecimiento en que creo que estuvieron involucrados los templarios?
—Con mucho gusto. Si yo no supiera lo que me pregunta, acudiremos a nuestro archivo informatizado. Dígame, ¿a qué acontecimiento se refiere?
—Quisiera saber si los templarios se llevaron la Sábana Santa de Constantinopla en tiempos de Balduino II, que es cuando desapareció, hasta su posterior aparición en Francia.
—¡Ah, la Sábana Santa! Cuántas polémicas y leyendas… Mi opinión como historiador es que el Temple nada tuvo que ver con su desaparición.
—¿Podría comprobarlo en sus archivos?
—Naturalmente, el profesor McFadden le ayudará.
—¿El profesor McFadden?
—La dejo en buenas manos, yo debo asistir a una reunión. Le aseguro que el profesor colaborará con usted en lo que necesite puesto que viene recomendada por nuestro querido amigo Jerry Donalds.
El profesor McGilles movió con parsimonia una pequeña campana de plata. El mayordomo entró inmediatamente.
—Richard, acompaña a la señora Jiménez a la biblioteca. El profesor McFadden se reunirá allí con ella.
—Le agradezco su ayuda, profesor McGilles.
—Espero que le podamos ser de utilidad. Buenos días.
Guillaume de Beaujeu, gran maestre del Temple, guardó cuidadosamente el documento en un cajón secreto de la mesa en que trabajaba. La preocupación se dibujó en su enjuto rostro. La misiva enviada por los hermanos de Francia le alertaba de que en la corte de Felipe ya no contaban con tantos amigos como en tiempos del buen rey Luis, que Dios tendría en su gloria porque no hubo rey más caballero y valiente en toda la cristiandad.
Felipe IV les debía oro, mucho oro, y cuanto más les debía más parece que crecía su inquina. En Roma, algunas órdenes religiosas tampoco ocultaban su envidia por el poder del Temple.
Pero en esa primavera de 1291, Guillaume de Beaujeu tiene otro problema más urgente que las intrigas de las cortes de Francia y de Roma. François de Charney y Said habían regresado con malas nuevas de su incursión al campamento de los mamelucos.
Durante un mes han vivido en su campamento, han escuchado a los soldados y compartido con ellos el pan, el agua y los rezos a Alá el Misericordioso. Se han hecho pasar por comerciantes egipcios, deseosos de vender provisiones al ejército.
Los mamelucos dominan Egipto y Siria, y se han hecho con Nazareth, la ciudad que vio nacer a Jesús Nuestro Señor, y su bandera ondea en el puerto de Jaffa, a pocas leguas de San Juan de Acre.
El caballero De Charney más parece un musulmán que un cristiano, y se confunde con ellos como si hubiese nacido en esa tierra en vez de en la lejana Francia. De Charney ha sido contundente: en pocos días, quince a lo más, atacarán San Juan de Acre. Así lo dicen los soldados, así se lo han asegurado los oficiales con los que ha confraternizado en el campamento. Los comandantes mamelucos le aseguraban que pronto serían ricos, una vez que se hicieran con los tesoros guardados en la fortaleza de Acre, que juraban caería, como tantos otros enclaves habían caído en sus manos.
El viento suave de marzo presagiaba el calor intenso de los próximos meses en aquella Tierra Santa regada de sangre cristiana. Hacía dos días que un grupo escogido de templarios llenaban los cofres con el oro y los tesoros que el Temple guardaba en la fortaleza. El gran maestre les había ordenado embarcarse en cuanto estuvieran dispuestos, poner rumbo a Chipre, y de allí a Francia. Ninguno quería marcharse y habían pedido a Guillaume de Beaujeu que les permitiera quedarse a luchar. Pero el gran maestre se había mostrado inflexible: la pervivencia de la Orden dependía en buena medida de ellos, puesto que serían los encargados de salvar el tesoro templario.
El más compungido de los caballeros era François de Charney. Había tenido que frenar las lágrimas cuando De Beaujeu le anunció que debía afrontar una misión lejos de Acre. El francés rogó a su superior que le permitiera combatir por la Cruz, pero éste ni siquiera le escuchó. La decisión estaba tomada.
El gran maestre bajó las escaleras hasta llegar a los fríos sótanos de la fortaleza, y allí, en una sala custodiada por caballeros, revisó los arcones que debían partir para Francia.
—Repartiremos los arcones en tres galeras. Estad preparados para embarcar en cualquier momento. El tesoro repartido en tres naves tiene más posibilidades de llegar a su destino que si lo colocamos en una sola. Ya sabéis en qué nave vais cada uno…
—Aún me falta saberlo a mí —le dijo François de Charney.
—Vos, caballero, me acompañaréis a la sala capitular, allí he de hablaros y daros las órdenes de vuestro destino.
Guillaume de Beaujeu clavó la mirada en De Charney. Éste, un hombre con más de sesenta años pero aún fuerte, con el rostro oscuro curtido por el sol, era uno de los templarios más veteranos. Había sobrevivido a mil peligros y como espía no tenía parangón, lo mismo que su amigo el fallecido Robert de Saint-Rémy, muerto durante la defensa de Trípoli en la que una flecha sarracena le atravesó el corazón.
El gran maestre leyó en la mirada de De Charney la angustia que le provocaba alejarse de aquella tierra que había hecho suya, de aquella vida en la que las más de las ocasiones dormía al raso bajo las estrellas, cabalgaba con caravanas en busca de información y se perdía en los campamentos sarracenos de donde siempre volvía.
Para François de Charney regresar a Francia era una tragedia.
—Sabed, De Charney, que sólo a vos os puedo encomendar esta misión. Hace años, cuando erais un mozalbete recién ingresado en la Orden, junto al caballero De Saint-Rémy trajisteis de Constantinopla la única reliquia cierta de Jesús, el lino que le sirvió de mortaja, y en el que quedó reflejado su rostro y su figura. Gracias a esa Santa Sábana conocemos el rostro de Jesús, y a Él le rezamos. Hace tiempo que rozáis la ancianidad, pero tranquilo, sé de vuestra fuerza y valor, por eso os voy a confiar que salvéis la mortaja de Cristo Nuestro Señor. De todos los tesoros que tenemos ése es el más preciado porque contiene el rostro y la sangre del Señor. Vos lo salvaréis. Pero antes quiero que regreséis al campamento de los mamelucos. Hemos de saber si pueden impedir que los barcos lleguen a su destino, si nos aguarda alguna emboscada en el mar. Una vez cumplida vuestra misión marcharéis a Chipre con los hombres que estiméis oportuno. Podéis elegir la ruta, bien en barco o a caballo. En vuestro buen juicio confío para que llevéis a Francia la Santa Sábana. Nadie ha de saber lo que lleváis, vos mismos dispondréis la manera de transportar la reliquia. Y ahora, preparaos para vuestra misión.
El caballero De Charney, acompañado de su fiel escudero, el viejo Said, se infiltró de nuevo en las filas mamelucas. Los soldados reflejaban la tensión que precede a las batallas, y alrededor de las hogueras recordaban a sus familias, añorando la imagen difusa de los hijos que ya se estarían haciendo hombres.
Durante tres días el templario escuchó los comentarios perdidos de soldados y oficiales, y de los numerosos sirvientes de los que disponían los jefes sarracenos. Alarmado, decidió regresar a la fortaleza cuando Said le aseguró que un viejo conocido le había contado que el ataque se produciría dos días más tarde.
Esa noche se escabulleron del campamento. Entraban en la fortaleza de Acre cuando las primeras luces de la mañana doraban la piedra de la imponente fortaleza templaria.
Guillaume de Beaujeu ordenó a los caballeros templarios que se prepararan para resistir el ataque. La histeria se apoderó de muchos cristianos que no encontraban transporte para abandonar la fortaleza cuya suerte era más que incierta.
De Charney ayudó a sus compañeros a preparar la defensa, mil veces ensayada, y a contener las peleas entre algunos cristianos capaces de matar al prójimo con tal de escapar. Ya no quedaban naves en que partir y la desesperación había hecho presa de los hombres.
Caía de nuevo la noche cuando el gran maestre lo mandó llamar.
—Caballero, debéis marcharos. Cometí una equivocación al mandaros al campamento sarraceno, ahora no hay barco en el que podáis viajar.
François de Charney dominó sus emociones y respiró hondo antes de hablar.
—Lo sé, y he de pediros un favor. Quisiera viajar sólo en compañía de Said.
—Será más peligroso.
—Pero nadie sospechara de nosotros, dos mamelucos.
—Haced lo que estiméis.
Los dos hombres se fundieron en un abrazo. Era la última vez que se verían en la tierra; la suerte de ambos estaba echada. Los dos sabían que el gran maestre moriría allí, defendiendo la fortaleza de San Juan de Acre.
— o O o —
De Charney buscó un lino del mismo tamaño que el de la Santa Sábana. No quería que sufriera las vicisitudes del camino, y esta vez no creía conveniente guardarlo en un arcón. Le costaría llegar a Constantinopla, desde donde pensaba embarcar a Francia, y cuanto menos equipaje llevara, mejor.
Al igual que Said, estaba acostumbrado a dormir al raso, alimentándose de lo que cazaban en el camino, ya fuera en un bosque o en el desierto. Sólo necesitaban dos buenas cabalgaduras.