—Marco, he estado buscando una respuesta a por qué tantas personas de Urfa parecen tener relación de una u otra manera con la Síndone. Esta noche he estado repasando los Evangelios Apócrifos y algunos otros libros que compré el otro día sobre la historia de Edesa. A lo mejor es una tontería pero…
—Te escucho, Sofía; bueno, te escuchamos todos. Cuéntanos a qué conclusión has llegado —dijo el jefe del grupo.
—No sé si Antonino estará de acuerdo conmigo, pero si tenemos en cuenta que Urfa es Edesa, y que para los primeros cristianos de Edesa el sudario fue muy importante, hasta el punto de que curó al rey Abgaro de la lepra, que lo conservaron como una reliquia a lo largo de los siglos hasta que el emperador Romano Locapeno se lo robó… puede que decidieran que debían recuperarlo.
Sofía se quedó callada. Intentaba que las palabras dieran forma exacta a su intuición.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Marco.
—Pues que las causalidades existen, tú tienes razón: es demasiada casualidad que tanta gente de Urfa tenga relación con la Síndone. Es más, pienso que nuestro mudo puede ser de esa ciudad, y que vino a por la Sábana, lo mismo que los otros mudos. No sé, quizá los incendios hayan sido sólo señuelos para intentar robar el sudario y llevárselo.
—¡Vaya estupidez! —exclamó Pietro—. Sofía, no nos des la mañana con explicaciones irracionales, con cuentos de hadas.
—¡Oye Pietro, ya soy mayorcita para los cuentos de hadas! Es una especulación un tanto arriesgada, lo sé, ni siquiera digo que se acerque a la realidad lo que he pensado, pero no te pases a la hora de descalificar todo lo que no coincide con lo que tú piensas.
—¡Tranquilos, chicos! —les conminó Marco—. Lo que tú dices, Sofía, no es que sea descabellado, podría ser, pero parece un guión de una película de misterio… no sé… eso significaría…
—Eso significaría —terció Minerva— que hay cristianos en Urfa; por eso todos los que encontramos en Turín van a la iglesia, se casan, y se comportan como respetables católicos.
—Cristiano no es lo mismo que católico —terció Antonino.
—Ya lo sé —respondió Minerva—, pero una vez aquí lo mejor es confundirse con el paisaje, y para rezar a Cristo da lo mismo hacerlo en la catedral de Turín que en otra parte.
—Lo siento, Sofía —intervino Marco—, no lo termino de ver.
—Tienes razón, era sólo una idea loca. Perdona Marco —se excusó Sofía.
—No, no me pidas perdón. Hay que pensar en todas las posibilidades, no debemos desechar nuestra intuición, ni ninguna teoría por estrafalaria que nos parezca. Yo no veo lo que dices, pero me gustaría que los demás dieran su opinión.
Salvo Minerva, el resto del equipo coincidió con Marco, así que Sofía no insistió.
—Yo creo —dijo Pietro— que nos enfrentamos a una organización criminal, a una banda de ladrones, una banda con conexiones en Urfa puede ser, pero sin ningún sentido histórico.
— o O o —
Lejos de allí, en Nueva York, era de noche y llovía. Mary Stuart se acercó a Umberto D’Alaqua.
—¡Uf, estoy agotada! Pero el presidente está tan a gusto que sería una descortesía irse ahora. ¿Qué te parece Larry?
—Un hombre inteligente, y un excelente anfitrión.
—James opina lo mismo, pero a mí no me terminan de gustar los Winston. Esta cena… no sé, me parece un poco ostentosa.
—Mary, es que tú eres inglesa, pero ya sabes cómo son los norteamericanos que triunfan. Larry Winston tiene un cerebro privilegiado, es el rey de los mares, su naviera es la más importante del mundo.
—Ya, ya lo sé. Pero a mí no me termina de convencer. Además, en esta casa no hay un solo libro, ¿te has fijado? Me impresionan las casas donde no hay libros, retratan bien a sus propietarios.
—Bueno, al menos no es un hipócrita que tiene una biblioteca con libros perfectamente encuadernados pero que jamás leerá.
Una pareja se acercó a ellos y se incorporaron a la charla. El ambiente animado hacía presagiar que la recepción aún duraría unas cuantas horas.
Pasada la medianoche, siete hombres lograron encontrarse en el mismo punto con una copa de champán en la mano. Fumaban unos excelentes habanos y parecían entretenidos hablando de negocios. El más anciano informó al resto de los hombres.
—Mendibj estará a punto de abandonar la prisión. Todo está dispuesto.
—Me preocupa la situación. El pastor Bakkalbasi cuenta con siete hombres en total, Addaio ha contratado a un asesino profesional, y Marco Valoni va a hacer un auténtico despliegue de hombres y de medios. ¿No estaremos muy expuestos? ¿No sería mejor que lo resolvieran ellos? —preguntó el caballero francés.
—Tenemos una ventaja, y es que nosotros lo sabemos todo sobre el dispositivo de Valoni y el de Bakkalbasi, de manera que podemos seguir sus operaciones sin que nos vean. En cuanto al asesino de Addaio no hay problema. También está controlado —respondió el anciano.
—Yo también opino que hay demasiada gente en el escenario —añadió un caballero de acento indeterminado.
—Mendibj es un problema para Addaio y para nosotros porque Marco Valoni está obsesionado con el caso —insistió el anciano—, pero mucho más me preocupan esa periodista hermana del representante de Europol en Roma, y la doctora Galloni. Las conclusiones que ambas van sacando las acercan peligrosamente a nosotros. Ana Jiménez ha estado con lady Elisabeth McKenny, y ésta le ha entregado un dossier, el dossier resumido. Ya lo conocéis. Siento tener que tomar una decisión, pero tanto lady Elisabeth como la periodista y la doctora Galloni se han convertido en un problema. Las tres son jóvenes inteligentes y valiosas, y por ello son un peligroso problema.
Un silencio pesado se instaló entre los siete hombres que se escudriñaban los unos a los otros con disimulo.
—¿Qué quieres hacer?
La pregunta directa, con un cierto toque de desafío, había sido hecha por un hombre con un ligero acento italiano.
—Lo que hay que hacer. Lo siento.
—No deberíamos precipitarnos.
—No lo hemos hecho, por eso han llegado en sus especulaciones más lejos de lo deseable. Es el momento de cortar. Quiero vuestro consejo, además de vuestro consentimiento.
—¿Podemos esperar un poco más? —preguntó uno de los hombres con aspecto militar.
—No, no podemos, salvo que pongamos todo en peligro. Sería una locura seguir corriendo riesgos. Lo siento, sinceramente lo siento. La decisión me repugna tanto como a vosotros, pero no encuentro ninguna otra solución. Si creéis que la hay, decídmela.
Los hombres callaron. Todos sabían en su fuero interno que el anciano tenía razón. Habían seguido cada paso de las tres mujeres, lo sabían todo sobre ellas. Hacía años que sabían de cada letra que escribía lady Elisabeth. Tenían su ordenador intervenido, así como los teléfonos de
Enigma
, y habían instalado micrófonos en la redacción de la revista y en su casa, incluso en la silla de ruedas.
De nada había servido el gasto enorme que Paul Bisol había hecho en seguridad. Lo sabían todo sobre ellos. Como desde hacía meses lo sabían todo de Sofía Galloni y de Ana Jiménez. Desde el perfume que llevaban a lo que leían por las noches, con quién hablaban, sus relaciones sentimentales… todo, absolutamente todo. Sabían lo que hacían cada minuto, incluso cuántas horas dormían.
Lo mismo que desde hacía unos meses sabían cada detalle sobre los miembros del Departamento del Arte, tenían intervenidos todos sus teléfonos, fijos y móviles; cada uno de ellos estaba sometido a un seguimiento exhaustivo.
—¿Y bien? —inquirió el anciano.
—Me resisto a…
—Lo entiendo —cortó el anciano al hombre de acento italiano—, lo entiendo. No digas nada. No participes de la decisión.
—¿Crees que eso aliviaría mi conciencia?
—No, sé que no. Pero puede ayudarte. Creo que necesitas ayuda, ayuda espiritual, reordenarte por dentro. Todos hemos pasado por momentos así en nuestra vida. No ha sido fácil, pero no elegimos lo fácil, elegimos lo imposible. Es en circunstancias como ésta cuando se mide si estamos a la altura de nuestra misión.
—¿Después de toda mi vida dedicada a… crees que aún debo demostrar que estoy a la altura de nuestra misión? —preguntó el hombre de acento italiano.
—No, no creo que debas demostrar nada —respondió el anciano—. Veo que sufres. Debes buscar consuelo, necesitas hablar de tus sentimientos. Pero no aquí, ni con todos nosotros. Entiendo que te sientas atormentado pero, por favor, confía en nuestro juicio y déjanos hacer.
—No, no estoy de acuerdo.
—Puedo suspenderte temporalmente hasta que te sientas mejor.
—Puedes hacerlo. ¿Y qué más harás?
Los otros hombres empezaron a mostrar signos de incomodidad. La tensión era cada vez mayor y sin pretenderlo podían estar siendo objeto de la mirada curiosa del resto de los invitados. El hombre con aspecto militar les interrumpió.
—Nos están mirando. ¿Qué manera es ésta de comportarnos? ¿Nos hemos vuelto locos? Dejemos esta discusión para otro momento.
—No hay tiempo —respondió el anciano—. Os pido vuestro consentimiento.
—Sea —respondieron todos los hombres, menos uno de ellos, que apretando los labios se dio media vuelta.
— o O o —
Sofía y Minerva estaban en la central de los
carabinieri
de Turín. Faltaban dos minutos para las nueve y Marco les acababa de avisar de que se estaba abriendo la verja de la cárcel. Veían salir al mudo. Caminaba despacio, mirando al frente. La verja se cerró a sus espaldas pero no se volvió para mirar atrás. Caminó doscientos metros hasta una parada de autobús y aguardó. Su tranquilidad era sorprendente, les decía Marco a través del micrófono oculto en la solapa de la chaqueta. Nada, no parecía siquiera contento por haber recuperado la libertad.
Mendibj se dijo a sí mismo que estaba siendo observado. Él no los veía, pero sabía que estaban ahí, vigilando. Tendría que despistarlos, pero ¿cómo? Intentaría cumplir con el plan que se había trazado en prisión. Llegaría al centro, vagaría, dormiría en un banco en algún parque. No tenía mucho dinero; como máximo podría pagarse una pensión durante tres o cuatro días y comprar bocadillos para comer. También se desprendería de la ropa y de las deportivas; aunque las había revisado sin encontrar nada, su instinto le decía que no era normal que le hubieran despojado de su vestimenta para entregársela, limpia y planchada, y las zapatillas lavadas.
Conocía Turín. Addaio les había enviado un año antes de que intentaran robar la Síndone precisamente para que se familiarizaran con la ciudad. Habían seguido sus indicaciones: andar y andar, recorrer la ciudad andando de arriba abajo. Era la mejor manera de conocerla, además de aprenderse las líneas de autobuses.
Se acercaba al centro de Turín. Había llegado el momento de la verdad, el de escapar de quienes seguro le estaban siguiendo.
—Me parece que tenemos compañía. Dos pájaros.
La voz de Marco llegó a través del transmisor al despacho que servía de cuartel general de la operación.
—¿Quiénes son? —preguntó Minerva a través del micrófono conectado con el transmisor de Marco.
—Ni idea, pero parecen turcos.
—Turcos o italianos —escucharon decir a Giuseppe—, son iguales que nosotros, cabello negro y piel aceitunada.
—¿Cuántos son? —se interesó Sofía.
—Por ahora dos —dijo Marco—, pero puede haber más. Son jóvenes. El mudo no parece darse cuenta de nada. Vaga sin rumbo, mira escaparates y está tan ensimismado como siempre.
Escucharon a Marco dar instrucciones a los
carabinieri
para que no perdieran de vista a los dos «pájaros».
Ni Marco Valoni ni el resto de los policías reparó en un anciano renqueante que vendía lotería. Ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado, vestido de manera impersonal, el anciano formaba parte del paisaje del barrio de la Crocetta.
Pero el viejo sí les había visto a ellos. El asesino contratado por Addaio tenía ojos de águila, y hasta ese momento había localizado a diez policías, además de cuatro de los hombres del pastor Bakkalbasi.
Estaba irritado; el hombre que lo había contratado no le había dicho que la policía andaría por medio, ni que otros sicarios como él irían tras el mudo. Debía tener cuidado, y desde luego reclamaría más honorarios. Estaba corriendo un peligro inesperado. Además, tanta compañía le impedía hacer su trabajo como tenía previsto.
Otro hombre despertó en él sospechas, pero luego las desechó. No, ése no era de la poli, tampoco parecía turco, seguro que no tenía nada que ver con el asunto, aunque su manera de moverse… De repente desapareció, y el asesino se quedó tranquilo. Efectivamente el hombre no era nadie.
Durante todo el día Mendibj vagó por la ciudad. Había desechado dormir en un banco; sería un error hacerlo. Si alguien quería matarlo, se lo ponía demasiado fácil durmiendo en un banco en medio de un parque. Así que se encaminó hacia el albergue de las Hermanas de la Caridad que había visto por la mañana en su deambular por Turín. En él entraban vagabundos y miserables buscando un poco de alimento y un lugar donde descansar. Allí estaría más seguro.
Marco estaba agotado. Había dejado a Pietro al mando de la operación una vez que comprobaron que el mudo había cenado la sopa boba de las monjas y recogido una colchoneta para pasar la noche, que situó cerca de donde vigilaba la sala una de las monjas para evitar peleas.
Estaba seguro de que aquella noche el mudo no se movería, de manera que decidió irse al hotel a descansar un rato y mandó que sus hombres hicieran lo mismo, salvo Pietro y un equipo de refresco de
carabinieri
formado por tres hombres más. Suficientes para seguir al mudo si éste decidía irse a la calle.
Sofía y Minerva le estaban sometiendo a un auténtico interrogatorio en el restaurante del hotel. Querían saberlo todo, y eso que habían seguido al minuto las incidencias del día. Las dos le pidieron que les permitieran participar de la vigilancia en la calle, pero él se negó tajante.
—Os necesito coordinando la operación. Además, ambas sois demasiado visibles.
— o O o —
Ana Jiménez aguardaba en el aeropuerto de París un vuelo nocturno a Roma. De allí iría a Turín. Estaba nerviosa. Había comenzado a hojear el dossier de Elisabeth y se había sentido trastornada por cuanto leía. Con que sólo fuera cierta la cuarta parte de lo que contaba, ya sería terrible. Pero si había decidido regresar a Turín fue porque uno de los nombres que aparecía en el dossier era un nombre que ella había visto en otro dossier, en el que Marco Valoni le entregó a su hermano Santiago, y si lo que Elisabeth decía era cierto, aquel hombre era uno de los maestres del nuevo Temple y estaba directamente relacionado con la Síndone.