—Él prefiere que ayudes a quienes más lo necesitan. Está muy débil por este ayuno prolongado, y el dolor le atenaza los huesos. Tiene el vientre hinchado, pero no se queja.
Juan suspiró. Hacía días que apenas dormía corriendo de un lugar a otro de la muralla. Atendiendo las heridas mortales de los soldados a los que ya no podía aliviar porque no le quedaban plantas con las que cocer sus pociones.
Algunas mujeres desesperadas acudían a su puerta rogándole que salvara a sus hijos, y él dejaba escapar lágrimas de impotencia porque nada podía hacer por aquellos niños a los que se les escapaba la vida a causa del hambre y de la miseria que trae consigo la guerra.
Cuánto había cambiado su vida desde que dejó, hacía casi dos años ya, Alejandría. Cuando se sumía en un duermevela soñaba con el olor límpido del mar, las manos suaves de Miriam, la comida caliente que le preparaba su vieja aya, su casa rodeada de naranjos. Durante los primeros meses de asedio maldecía su suerte y se reprochaba haber ido a Edesa persiguiendo un sueño, pero ya no lo hacía. No le restaban fuerzas.
—Iré a ver a Eulalio.
—Le hará bien.
Acompañado por Kalman se dirigió a la estancia donde el obispo yacía rezando.
—Eulalio…
—Bienvenido seas, Juan. Siéntate a mi lado.
El médico se sintió impresionado por el aspecto del anciano. Había empequeñecido y sus huesos se traslucían debajo de una fina capa de piel cuyo color presagiaba la muerte.
La visión del anciano moribundo conmovió a Juan. Él, que había llegado a Edesa ufano para mostrar a la cristiandad el rostro del Señor, no se había atrevido a cumplir con su cometido. Ni siquiera había pensado en el lino sagrado durante los meses de asedio; ahora, al ver la muerte rondar el lecho de Eulalio, supo que pronto le rondaría a él.
—Kalman, déjame a solas con Eulalio.
El obispo hizo una seña al sacerdote para que aceptara la orden de Juan. Kalman salió preocupado, sabiendo que ninguno de los dos hombres estaba bien. En Juan era evidente que el dolor había hecho mella en su espíritu, mientras que en Eulalio era la carne la que se descomponía a ojos vista.
Juan miró fijamente al obispo y, tomándolo de la mano, se sentó a su lado.
—Perdóname Eulalio, he hecho todo mal desde mi llegada, y el peor de mis pecados ha sido no confiar en ti. He pecado de soberbia al no confiarte el lugar secreto donde se encuentra la Sábana. Te lo diré y tú decidirás lo que debemos hacer. Que Dios me perdone si lo que voy a expresar es una duda, pero si realmente en el lino está la imagen de su Hijo, entonces Él nos salvará, como salvó a Abgaro de una muerte segura.
Eulalio escuchó asombrado la revelación de Juan. Así que durante más de trescientos años la mortaja de Jesús había estado enterrada bajo los ladrillos de un nicho excavado en la muralla, encima de la puerta occidental de la ciudad, el único lugar que había soportado las embestidas del ejército persa.
El anciano se incorporó a duras penas y llorando abrazó al alejandrino.
—¡Alabado sea el Señor! Siento en mi corazón una alegría inmensa. Debes acudir a la muralla y rescatar la Sábana. Efrén y Kalman te ayudarán, pero debes ir cuanto antes, siento que Jesús aún puede apiadarse de nosotros y hacer un milagro.
—No, no puedo presentarme ante los soldados que arriesgan sus vidas guardando la puerta occidental y decirles que voy a buscar un nicho oculto en la muralla. Pensarán que estoy loco, o que oculto un tesoro… No, no puedo ir allí.
—Irás, Juan.
De repente la voz de Eulalio había recuperado firmeza. Tanta, que Juan bajó la cabeza sabiendo que esta vez le obedecería.
—Permíteme, Eulalio, que diga que me envías tú.
—Y soy yo el que te envía. Antes de que entraras a verme con Kalman, en mi sueño he escuchado la voz de la madre de Jesús diciéndome que Edesa se salvaría. Así será si Dios lo quiere.
Hasta la estancia llegaban los gritos de los soldados mezclados con los llantos de los pocos infantes que quedaban con vida. Eulalio mandó llamar a Kalman y Efrén.
—He tenido un sueño. Acompañaréis a Juan a la puerta occidental y…
—Pero, Eulalio —exclamó Efrén—, los soldados no nos dejarán pasar…
—Iréis y obedeceréis las órdenes de Juan. Edesa se puede salvar.
El capitán, enfurecido, mandó retirarse a los dos sacerdotes del lugar.
—La puerta está a punto de ceder y vosotros queréis que nos pongamos a buscar un nicho oculto… ¡Estáis locos! No me importa que el obispo os haya enviado. ¡Idos!
Juan se adelantó y con voz firme aseguró al capitán que con su ayuda o sin ella excavarían en la muralla, encima de la puerta occidental.
Las flechas caían a su alrededor, pero los tres hombres excavaban sin descanso ante la mirada atónita de los soldados que, gastando sus últimas fuerzas, defendían esa parte de la muralla.
—¡Aquí hay algo! —gritó Kalman.
Minutos más tarde Juan tenía en las manos un cesto oscurecido por el tiempo y la arena. Lo abrió y acarició la tela doblada cuidadosamente.
Sin esperar a Efrén ni a Kalman empezó a correr hacia casa de Eulalio.
Su padre le había dicho la verdad: su familia era depositarla del lienzo con el que José de Arimatea amortajó a Jesús.
El obispo tembló de emoción al ver entrar a Juan tan agitado. Éste sacó la tela y la extendió ante el anciano, que levantándose del lecho cayó de rodillas maravillado al contemplar el rostro de un hombre perfectamente delineado sobre el lino.
—Debe de ser apasionante lo que estás leyendo porque ni te has enterado de que he entrado.
—¡Uf! Perdona, Marco —respondió Sofía—, tienes razón; no me he dado cuenta, pero tú tampoco has hecho ruido.
—¿Qué lees?
—La historia de la Sábana Santa.
—Pero si te la sabes de memoria. En realidad todos los italianos nos la sabemos.
—Sí, pero puede que haya algo que nos dé una pista.
—¿Algo que tenga que ver con la historia de la Síndone?
—Es sólo una especulación, por no dejar cabos sueltos.
Marco la miró asombrado. O se estaba volviendo viejo y ya no veía más allá de sus narices, o Sofía tenía razón y a lo mejor había que investigar algún acontecimiento del pasado que tuviera que ver con la Sábana Santa.
—¿Y has encontrado algo?
—No, me limito a leer, esperando que en algún momento se me encienda la bombilla —afirmó Sofía tocándose la frente.
—¿Por dónde vas?
—Acabo de empezar, así que estoy en el siglo IV, cuando un obispo de Edesa llamado Eulalio tuvo un sueño en el que una mujer le reveló dónde se encontraba la Sábana. Ya sabes que durante todo ese tiempo la Sábana estuvo perdida, nadie sabía dónde se encontraba en realidad no se conocía su existencia, pero Evagrio…
—¿De qué Evagrio habláis? —preguntó Minerva, que acababa de entrar.
—Verás, según cuenta Evagrio en su
Historia eclesiástica
, en el 544 Edesa ganó una batalla a las tropas de Cosroes I que habían sitiado la ciudad, y todo gracias al Mandylion
[3]
que llevaron en procesión por las almenas de las murallas y…
—Pero ¿quién es Evagrio y qué es el Mandylion? —insistió Minerva.
—Si me escucharas —se quejó Sofía— lo entenderías.
—Perdona, tienes razón. Estabais hablando y yo me he metido en la conversación —contestó Minerva haciendo un mohín.
Marco observó divertido a Minerva. Notaba su impaciencia y malhumor.
—Sofía —terció Marco— está repasando la historia de la Síndone y hablábamos de su aparición en Edesa en el 544, cuando la ciudad fue sitiada por los persas. Los edesianos estaban desesperados, a punto de sucumbir al asedio. Por más que disparaban flechas con fuego contra las máquinas de guerra persas éstas no se incendiaban.
—¿Y qué paso? —pregunto Minerva.
—Pues que según cuenta Evagrio —continuó Sofía—, Eulalio, obispo de Edesa, tuvo un sueño en el que una mujer le reveló dónde estaba escondida la Sábana Santa. La buscaron y la hallaron en la puerta occidental, en un nicho cavado en la muralla. El descubrimiento les devolvió la fe y llevaron la Sábana en procesión por las almenas desde donde continuaron disparando flechas incendiarias contra las máquinas persas, que ahora sí se incendiaron, y los persas terminaron huyendo.
—Es una bonita historia, pero ¿es verdad? —preguntó Minerva.
—Los historiadores damos por ciertos hechos que son leyendas, y creemos leyendas sobre acontecimientos que son historia. Los mejores ejemplos son Troya, Micenas, Knossos… ciudades que durante siglos se creyó que pertenecían al mundo de los mitos pero que Schliemann, Evans y otros arqueólogos se empeñaron en demostrar su existencia y lo lograron —respondió Sofía.
—Seguramente ese obispo sabía que la Sábana estaba allí, porque, por muy crédulos que seamos, lo que no nos vamos a creer es lo del sueño, ¿no?
—Eso es lo que nos ha llegado —respondió Marco a Minerva— y probablemente tienes razón. Eulalio tenía que saber dónde se encontraba la Síndone, o a lo mejor la mandó él colocar allí para que apareciera en el momento oportuno y decir que se había producido un milagro. Vete tú a saber la verdad de lo que pasó hace más de mil quinientos años. En cuanto a tu pregunta de qué es el Mandylion, es la palabra griega que designa a los trajes eclesiásticos.
Pietro, Giuseppe y Antonino llegaron juntos. Discutían acaloradamente de fútbol.
Marco había citado a su equipo para anunciarles que en un plazo de dos meses el mudo de Turín quedaría en libertad, y por tanto tenían que empezar a preparar el dispositivo que necesitarían para seguirlo.
Pietro miró de reojo a Sofía. Los dos se evitaban, y aunque procuraban mantener una relación profesional y amistosa, lo cierto es que no estaban cómodos el uno con el otro, una incomodidad que a veces transmitían al resto del equipo.
Tanto Marco como los demás evitaban dejarles solos o que tuvieran que compartir el trabajo. Era evidente que Pietro continuaba enamorado de Sofía y que ésta empezaba a sentir rechazo por él.
—Bien —explicó Marco—, dentro de unos días la junta de Seguridad volverá a visitar la cárcel de Turín. Cuando lleguen a la celda del mudo, preguntarán al director, a la asistente social y a la psicóloga de la prisión su opinión sobre él. Los tres estarán de acuerdo en que el mudo es un ladronzuelo inofensivo y que no supone ningún peligro para la sociedad.
—Demasiado fácil —terció Pietro.
—No, no se lo pondrán fácil, porque la asistente social propondrá que lo lleven a un centro especial, a un centro psiquiátrico donde los médicos determinen la capacidad del mudo para vivir sin depender de los demás. Veremos si se pone nervioso ante la posibilidad de ser internado en un hospital psiquiátrico o continúa impasible. El siguiente paso será el silencio. Los guardias no hablarán de la posible libertad del mudo delante de él, al menos en los primeros días, y observarán sus reacciones. Un mes después la junta volverá a la cárcel, y dos semanas más tarde el mudo quedará en libertad. Sofía, quiero que vayas a Turín con Giuseppe y empecéis a organizar el dispositivo. Decidme qué creéis que vamos a necesitar.
Cuando terminaron la reunión cada uno volvió a su trabajo. Marco les recordó que esa noche estaban todos invitados a cenar en su casa: era su cumpleaños.
— o O o —
—Así que vais a dejar en libertad al mudo. Menudo riesgo.
—Sí, pero es la única pista que tenemos. O el mudo nos lleva al ovillo o continuaremos con este caso abierto el resto de nuestra vida.
Marco y Santiago Jiménez hablaban animadamente mientras bebían un vaso de Campari que Paola les acababa de poner en la mano.
Paola había organizado minuciosamente el cumpleaños de Marco y había invitado a sus amigos más íntimos. Como no tenía una mesa lo suficientemente grande para que se pudieran sentar todos, había preparado un buffet y, con la ayuda de sus hijas, se ocupaba de llenar copas y platos y de atender a la veintena de invitados.
—Sofía y Giuseppe se encargaran de montar el dispositivo en Turín. Se van allí la semana próxima.
—Mi hermana Ana también viaja a Turín. Está obsesionada con la Síndone desde aquella noche en que nos invitaste a cenar. Me ha mandado un memorando en el que mantiene que la clave de los sucesos en torno a la Síndone hay que buscarla en el pasado. En fin, te digo lo de Ana porque aunque no publicará ni una línea de cuanto se enteró aquella noche aquí en tu casa, ha decidido investigar por su cuenta. Y como le he dicho que no la invito a mi casa en Roma ha decidido irse a Turín. Es una buena chica, inteligente, decidida, y entrometida como todos los periodistas. Pero tiene instinto. Supongo que su investigación no os causará molestias, pero si te llega que hay una periodista metiendo las narices donde no debe y te causa problemas dímelo. Lo siento, son los inconvenientes de tratar con la prensa, aunque sea de la familia.
—¿Me dejarás el memorando?
—¿El de Ana?
—Sí. Es curioso, pero el otro día Sofía se puso a repasar la historia de la Síndone y me dijo que a lo mejor encontrábamos una pista en el pasado.
—¡Vaya! Bueno, te lo enviaré, pero es un memorando muy especulativo, no hay nada que te pueda servir.
—Se lo daré a Sofía, aunque es una temeridad meter a un periodista en esta u otra investigación. Al final lo lían todo, y por un reportaje son capaces…
—No, no, de verdad, Marco, lo mismo que te digo una cosa te digo otra. Ana es una persona honrada, que me quiere y jamás haría nada que me pudiera perjudicar. Sabe que como representante de España en Europol de Roma no puedo tener problemas con las autoridades de aquí y menos porque un familiar mío sepa de asuntos oficiales que no debería de saber, de manera que no hará nada que me pueda perjudicar.
—Pero tú me has dicho que es un poco entrometida y que se va a Turín a investigar.
—Sí, pero no publicará ni una línea de la historia, y si encuentra algo me lo dirá. Tiene claro lo que me juego si publica una investigación en marcha del Departamento del Arte.
—¿Te dirá lo que averigüe, si es que averigua algo?
—Sí, ella quería proponerte un trato, pasarte todo lo que está segura que va a llegar a saber y que a cambio tú le cuentes lo que sabes. Naturalmente le he dicho que no sueñe con que va a hacer ningún trato ni contigo ni con nadie que tenga relación conmigo, pero la conozco y si averigua algo necesitará contrastarlo, me llamará y me pedirá que te lo diga.