Seguían hablando animadamente cuando se vieron sorprendidos por la presencia del padre Yves.
El sacerdote se acercó amistosamente a su mesa y les dio un cálido apretón de manos a cada uno como si se alegrara de verles.
—No sabía que usted venía también a Turín, señor Valoni. El cardenal me informó de que nos visitaría la doctora Galloni, creo que mañana tiene usted cita con su Eminencia.
—Sí, así es —respondió Sofía.
—¿Cómo van las investigaciones? Las obras de la catedral han terminado, y de nuevo la Síndone está expuesta a los fieles. Hemos reforzado las medidas de seguridad, y COCSA ha instalado un modernísimo sistema antiincendios. No creo que volvamos a sufrir más percances.
—Ojalá tenga usted razón, padre —dijo Marco.
—Bueno, les dejo que disfruten de la cena.
Lo siguieron con la mirada hasta la mesa donde le aguardaba sentada una joven morena. Marco se rió.
—¿Sabéis con quién está nuestro padre Yves?
—Con una morena bastante aparente, vaya con los curas —afirmó sorprendido Giuseppe.
—Es Ana Jiménez, la hermana de Santiago.
—Tienes razón, Marco, es la hermana de Santiago.
—Ahora soy yo el que va a ir a la mesa del padre Yves a saludarle.
—¿Por qué no les invitamos a una copa?
—Eso les indicaría a ambos que han despertado nuestro interés y no nos conviene, ¿no os parece?
Marco cruzó el restaurante y se acercó a la mesa del padre Yves. Ana Jiménez le dedicó una amplia sonrisa y le pidió encarecidamente que le dedicara unos minutos cuando tuviera tiempo. Había llegado a Turín hacía cuatro días.
Marco no se comprometió a nada, respondió que con gusto la invitaría a un café si le sobraba algo de tiempo, ya que no iba a permanecer muchos días en Turín. Cuando le preguntó dónde la podía llamar, Ana Jiménez le respondió que al hotel Alexandra.
—Qué coincidencia, nosotros también estamos alojados en el Alexandra.
—Me lo recomendó mi hermano y está bien para pasar unos días.
—Bueno, pues siendo así seguro que encontraremos tiempo para vernos.
Se despidió de ellos y regresó junto a Sofía y Giuseppe.
—Nuestra dama está alojada en el Alexandra.
—¡Qué casualidad!
—No, no es casualidad, Santiago le recomendó el hotel, era de esperar. En fin, que la tendremos demasiado cerca, así que procuremos esquivarla.
—Yo no sé si quiero esquivar a una morenaza así —exclamó riendo Giuseppe.
—Pues lo harás y por dos razones, la primera porque es periodista y está empeñada en averiguar qué hay detrás de los accidentes en torno a la Síndone, la segunda porque es hermana de Santiago y no quiero líos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, era una broma.
—Ana Jiménez es una mujer testaruda e inteligente, no es para tomarla a broma.
—El memorando que mandó a su hermano está lleno de especulaciones interesantes. No me importaría hablar con ella.
—No te digo que no, Sofía, pero hemos de andar con cuidado con ella.
—¿Qué hace con el padre Yves? —se preguntó Sofía en voz alta.
—Es una chica lista y ha conseguido que la mano derecha del cardenal la invite a cenar —respondió Marco.
—Me intriga el padre Yves.
—¿Por qué, Sofía?
—No lo sé, pero es tan correcto, tan guapo, tan amable, y siempre está en su papel de sacerdote. No coquetea. Lo estoy mirando y habla con ella, es atento, pero ni por asomo coquetea y eso que, como dice Giuseppe, Ana es una chica guapa.
—Si tuviera intención de ligar con ella no la traería a este restaurante donde le puede conocer mucha gente —remachó Marco—, ninguno lo haríamos.
— o O o —
El anciano colgó el teléfono y dejó que la mirada vagara unos segundos a través del ventanal. La campiña inglesa resplandecía verde esmeralda iluminada por un sol tibio.
Los siete hombres aguardaban expectantes a que el anciano hablara.
—Saldrá dentro de un mes. La junta de Seguridad estudiará formalmente la próxima semana la propuesta de excarcelación.
—Por eso Addaio ha viajado a Alemania y, según nuestro hombre, cruzará la frontera a Italia. Mendibj se ha convertido en su mayor problema, en un peligro para la Comunidad.
—¿Lo matará? —preguntó el caballero con acento francés.
—No puede dejar que sigan la pista a Mendibj. Addaio se ha dado cuenta de la jugada y viene a evitarla —respondió el caballero con aspecto de militar.
—¿Dónde lo matarán? —Insistió el francés.
—Seguramente en la cárcel —afirmó el caballero italiano—. Sería lo más seguro. Se organizaría un pequeño escándalo, pero poco más. Sin pretenderlo, Mendibj en libertad puede poner al descubierto a los hombres de Addaio.
—¿Qué proponéis? —Inquirió el anciano.
—Si Addaio resuelve el problema, será mejor para todos.
—¿Hemos previsto protección para Mendibj en caso de que logre salir vivo de la cárcel? —preguntó de nuevo el anciano.
—Sí —afirmó el caballero italiano—, nuestros hermanos procurarán evitar que la policía le siga los pasos.
—No es suficiente con que nuestros hermanos lo intenten, no pueden fallar.
La voz del anciano sonó firme como el trueno.
—Y así lo harán —respondió el italiano—. Espero conocer en las próximas horas todos los detalles del plan de los
carabinieri
para la operación que denominan caballo de Troya.
—Bien, llegamos al nudo de la partida y el desenlace no puede ser otro que el de salvar a Mendibj de los carabinieri, o de lo contrario…
El anciano no terminó la frase. Todos asintieron, sabían que por lo que se refería a Mendibj sus intereses coincidían con los de Addaio, no podían permitir que se convirtiera en un caballo de Troya.
Un ligero toque en la puerta, previo a la entrada de un mayordomo con librea, sirvió para dar por terminada la reunión vespertina.
—Señor, los invitados comienzan a despertarse para la jornada de caza.
—Bien.
Los hombres, en atuendo de montar, fueron saliendo despacio del despacho para entrar en un caldeado comedor donde el desayuno les aguardaba. Minutos después una anciana aristócrata acompañada de su esposo entró en el comedor.
—Vaya, creí que éramos los más madrugadores, pero ya ves, Charles, que nuestros amigos se nos han adelantado.
—Seguro que aprovechan para hablar de negocios.
El caballero francés les aseguró que nada deseaban más que comenzar la jornada de caza. Al comedor siguieron llegando otros invitados. Hasta un total de treinta. Charlaban animadamente, y algunos comentaban indignados la pretensión de los Comunes de acabar con la caza del zorro.
El anciano les miró con gesto resignado. Aborrecía la caza como el resto de los siete hombres con los que había estado conversando minutos antes. Pero no podían rehuir esta distracción tan inglesa. Los miembros de la familia real adoraban la caza, y le habían pedido como en otras ocasiones que organizara una partida de caza en su espléndida finca. Y allí estaban.
— o O o —
Sofía había pasado buena parte de la mañana con el cardenal. No había visto al padre Yves, fue otro sacerdote quien la introdujo en el despacho de Su Eminencia.
El cardenal estaba contento con las obras terminadas. Le ponderó a Umberto D’Alaqua, que personalmente se había preocupado de que terminaran las obras en un tiempo menor al previsto, aumentando la cuadrilla de obreros sin coste adicional.
Bajo la supervisión del doctor Bolard la Síndone había vuelto a la capilla Guarini, a su arqueta de plata. El cardenal se quejó sutilmente por no haber recibido ninguna llamada ni de Marco ni de ella para comentarle el curso de las investigaciones. Sofía se disculpó, y procuró congraciarse contándole lo imprescindible.
—Así que creen que hay una organización o un particular que quiere la Síndone y organiza los incendios para crear confusión y poder robarla. ¡Uf! Muy complicado me parece. ¿Y para qué creen ustedes que alguien quiere la Sábana Santa?
—No lo sabemos. Puede ser un coleccionista, un excéntrico, o una organización mafiosa que luego pediría un rescate cuantioso para devolverla.
—¡Dios mío!
—De lo que estamos seguros, Eminencia, es de que todos los accidentes que ha sufrido esta catedral tienen relación con la Síndone.
—¿Y dice que su jefe está buscando una galería subterránea que conduzca hasta la catedral? Pero eso es absurdo. Ustedes pidieron al padre Yves que revisara nuestros archivos, creo que les envió una documentación detallada de la historia de la catedral y en ningún lugar se dice que hubiera un pasadizo.
—Pero eso no significa que no lo haya.
—Pero tampoco que lo haya. No crean todas las historias fantásticas que se escriben sobre las catedrales.
—Eminencia, soy historiadora.
—Lo sé, lo sé, doctora; admiro y respeto el trabajo que hacen en el Departamento del Arte, no era mi intención ofenderla, créame.
—Lo sé, Eminencia, pero créame usted también que la historia no está del todo escrita, que no sabemos todo lo que ha sucedido en el pasado, y mucho menos las intenciones de los hombres que vivieron.
Cuando regresó al hotel se encontró en el vestíbulo a Ana Jiménez. Sofía se dio cuenta de que la estaba esperando.
—Doctora…
—¿Qué tal está?
—Bien. ¿Me recuerda?
—Sí, usted es hermana de Santiago Jiménez, un buen amigo de todos nosotros.
—¿Sabe qué hago en Turín?
—Investigar los incendios de la catedral.
—Sé que a su jefe no le hace ninguna gracia.
—Es natural, a usted tampoco le haría gracia que la policía se metiera en su trabajo.
—No, no me gustaría y procuraría darles esquinazo. Sé que lo que voy a decir le parecerá una ingenuidad, pero puedo ayudarles y pueden confiar en mí. Mi hermano me importa muchísimo y no haría nada que le pudiera perjudicar. Es verdad que me gustaría escribir un reportaje, pero no lo haré, me comprometo a no escribir una línea hasta que ustedes hayan cerrado la investigación, hasta que se haya aclarado todo.
—Usted debe comprender que el Departamento del Arte no la puede integrar porque sí a su equipo de investigación.
—Pero podemos trabajar en paralelo, yo les voy contando lo que sé, y ustedes juegan limpio conmigo.
—Ana, esto es una investigación oficial.
—Lo sé, lo sé.
A Sofía le sorprendió la preocupación que reflejaba el rostro de la joven.
—¿Por qué es tan importante para usted?
—No sabría explicárselo. En realidad nunca me había importado la Síndone ni había prestado atención a los incendios y robos en la catedral. Fue en casa de su jefe, de Marco Valoni, donde me entró el veneno. Mi hermano me llevó a su casa a cenar creyendo que sería una cena de amigos, pero el señor Valoni quería la opinión de Santiago y de otro amigo, creo que se llama John Barry, sobre el incendio. Hablaron toda la noche, especularon, y me quedé atrapada por la historia.
—¿Qué ha averiguado?
—¿Nos tomamos un café?
—De acuerdo.
Ana Jiménez suspiró aliviada, mientras que Sofía lamentaba haber aceptado sentarse con la periodista. Le caía bien, creía que se podía confiar en ella, pero Marco tenía razón ¿por qué tenían que hacerlo? ¿Para qué?
—Bien, cuénteme —le instó Sofía.
—He leído varias versiones de la historia de la Síndone, es apasionante.
—Sí, lo es.
—En mi opinión alguien quiere la Síndone. Los incendios son un señuelo para despistar a la policía. El objetivo es llevarse la Síndone.
Sofía se sorprendió de que la joven hubiera llegado a la misma conclusión que ellos, y la siguió escuchando con interés.
—Pero deberíamos buscar en el pasado. Alguien quiere recuperarla —insistió Ana.
—¿Alguien del pasado?
—Alguien que tiene relación con el pasado de la Síndone.
—¿Y por qué ha llegado a esa conclusión?
—No lo sé, es una corazonada. Tengo mil teorías a cual más loca, pero…
—Sí, leí su memorando.
—Y ¿qué opina?
—Que tiene mucha imaginación, sin duda talento, y a lo mejor hasta razón.
—Me parece que el padre Yves sabe más de lo que dice en relación con la Síndone.
—¿Por qué lo dice?
—Porque es tan perfecto, tan correcto, tan inocente, tan transparente que eso me hace pensar que esconde algo. Y guapo, es muy guapo, ¿no le parece?
—Sí, realmente es un hombre muy atractivo. ¿Cómo le ha conocido?
—Llamé al obispado, expliqué que era periodista y que quería escribir una historia de la Síndone. Hay una señora ya mayor, periodista, que es la que se encarga de la prensa. Durante dos horas me contó lo que dicen los folletos turísticos sobre la Sábana Santa, además de darme una lección de historia sobre la Casa de Saboya.
»Me marché aburrida. La buena señora no era la persona adecuada para conseguir alguna pista. Volví a telefonear y pedí hablar con el cardenal; me preguntaron quién era y qué quería. Expliqué que era periodista y que investigaba los incendios y los accidentes que habían tenido lugar en la catedral. Me volvieron a remitir a la amable periodista, que esta vez me recibió contrariada. La presioné para que me consiguiera una cita con el cardenal. Al final me lo jugué todo a una carta, le dije que estaban ocultando algo y que iba a publicar lo que sospechaba y algunas averiguaciones que había hecho.
»Anteayer me llamó el padre Yves. Me dijo que era el secretario del cardenal, que éste no podía recibirme pero que le había encargado que se pusiera a mi disposición. Nos vimos, charlamos durante un buen rato. Pareció franco al exponerme lo que había sucedido en el último incendio, me acompañó a visitar la catedral y luego tomamos un café. Quedamos en seguir hablando. Cuando ayer llamé para fijar la cita, me dijo que estaría todo el día ocupado y me preguntó si me importaría que me invitase a cenar. Eso es todo.
—Es un sacerdote peculiar —dijo Sofía como si pensara en voz alta.
—Imagino que cuando dice misa se llenará la catedral —respondió Ana.
—¿Le gusta?
—Si no fuera sacerdote intentaría ligar con él.
A Sofía le sorprendió lo desinhibida que era Ana Jiménez. Ella jamás habría hecho esa confesión a una extraña. Pero las chicas jóvenes son así. Ana no tendría más de veinticinco años, pertenecía a una generación que acostumbraba a coger cuanto les apetecía, sin hipocresías ni miramientos, aunque el hecho de que el padre Yves fuera sacerdote parecía frenarla, al menos por ahora.