—Así que nos ha salido una ayudante voluntaria… Bueno, no te preocupes. Diré a Giuseppe y a Sofía que estén alerta cuando vayan a Turín.
—¿A qué tenemos que estar alertas?
—¡Ah! Sofía, Santiago me está hablando de su hermana Ana, no sé si la has llegado a conocer.
—Me parece que sí, hace un par de años, ¿no estuvo contigo en aquella fiesta cuando la jubilación de Turcio?
—Sí, es verdad. Ana estaba en Roma y me acompañó. Viene mucho a verme, soy el mayor, y su único hermano. Mi padre murió cuando ella era pequeña y eso nos ha unido de manera especial.
—La recuerdo porque estuvimos hablando un rato sobre las relaciones entre la prensa y la policía, ella decía que a veces se producía un matrimonio de interés entre ambas partes, pero que siempre terminaba en separación. Me pareció muy simpática e inteligente.
—Me alegro de que te cayera bien porque lo mismo te la encuentras en Turín investigando sobre la Síndone —le explicó Marco.
Sofía hizo una mueca de asombro y Santiago se apresuró a explicarle por qué Ana se había interesado por la Sábana Santa y cómo ésta se estaba convirtiendo en una obsesión.
—¿Sabes qué me acaba de contar Santiago? Pues que Ana cree que la clave de los sucesos en torno a la Síndone está en el pasado…
—Sí, yo también lo he pensado, ya te lo dije…
—Se lo he dicho a Santiago. Nos va a pasar un memorando que le ha enviado su hermana. Le echaremos un vistazo; a lo mejor la periodista nos da sopas con honda.
—¿Y por qué no hablamos con ella? —preguntó Sofía.
—Por ahora vamos a dejarlo así —respondió pensativo Marco.
—No es la primera vez, y tú lo sabes, que la policía llega a algún acuerdo con un periodista durante una investigación.
—Lo sé, pero me gustaría que esta historia quedara circunscrita, al menos por ahora, a nuestro departamento. Si Ana se entera de algo que nos pueda ser útil, entonces ya veremos.
Lisa y John Barry entraron en el salón acompañados de Paola. Marco se fundió en un abrazo con John.
—Me alegro de que hayas podido venir.
—Acabo de llegar de Washington. Ya sabes cómo son los jefes y los del Departamento de Estado no son una excepción. Me he pasado la semana de reuniones absurdas que supongo les sirven a unos cuantos para justificar su sueldo.
—Sabéis que le han propuesto trasladarle a Londres —apuntó Lisa.
—¿Os apetece el cambio? —preguntó Paola.
—No, les he dicho que no, prefiero quedarme en Roma. El Departamento de Estado considera que el traslado a Londres es un ascenso; de hecho lo es, pero prefiero continuar en Roma, vosotros me veis como un yanqui, pero yo me siento romano.
Guner terminó de cepillar el traje negro de Addaio y lo colgó en el amplio armario del vestidor; de vuelta al dormitorio ordenó los papeles que Addaio había dejado revueltos sobre el escritorio y colocó un par de libros en un estante.
Addaio había trabajado hasta tarde. El olor dulzón del tabaco turco impregnaba la sobria habitación, Guner abrió la ventana de par en par y se demoró unos segundos mirando el jardín. No escuchó los pasos silenciosos de Addaio, ni vio que le observaba con preocupación.
—¿En qué piensas, Guner?
Se dio la vuelta procurando no dejar traslucir ninguna emoción.
—En nada especial, hace buen día y dan ganas de salir.
—Podrás hacerlo en cuanto me marche. Incluso podrías aprovechar para pasar unos días con tu familia.
—¿Te marchas?
—Sí. Voy a Alemania y a Italia, quiero visitar a nuestra gente, necesito saber por qué nos equivocamos, y en dónde anida la traición.
—Correrás peligro, no deberías ir.
—No puedo hacerlos venir a todos aquí, eso sí que sería peligroso.
—Cítalos en Estambul. La ciudad está llena de turistas todo el año, allí pasarán inadvertidos.
—Todos no podrían venir. Es más fácil que me desplace yo que hacerlos venir a ellos. Está decidido. Mañana me marcho.
—¿Qué excusa darás?
—Que estoy cansado y me tomo unas pequeñas vacaciones. Voy a Alemania e Italia donde tengo buenos amigos.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Una semana, diez días, no mucho más, así que aprovecha y descansa. Te vendrá bien perderme de vista unos días. Últimamente te noto tenso, enfadado conmigo. ¿Por qué?
—Te diré la verdad: me dan pena esos chicos a los que sacrificas. El mundo ha cambiado y tú te empeñas en que todo siga igual. No puedes continuar enviando jóvenes a la muerte con la lengua arrancada por temor a que hablen y…
—Si hablaran nos destruirían. Hemos sobrevivido veinte siglos gracias al sacrificio y al silencio de los que nos han precedido. Sí, exijo grandes sacrificios, yo también he sacrificado mi vida, una vida que nunca me ha pertenecido, como no te pertenece a ti la tuya. Morir por nuestra causa es un honor, sacrificar la lengua también lo es. Yo no se la arranco, ellos voluntariamente ofrecen ese sacrificio porque saben que es imprescindible. De esa manera nos protegen a todos y se protegen a sí mismos.
—¿Por qué no salimos a la luz?
—¡Estás loco! ¿De verdad crees que sobreviviríamos si dijéramos quiénes somos? Pero ¿qué te pasa, qué demonio se te ha metido en la cabeza?
—A veces pienso que el demonio lo tienes tú. Te has vuelto duro y cruel. No sientes piedad por nada, por nadie. Creo que tu dureza es una venganza por ser quien no querías ser.
Se quedaron en silencioso mirándose fijamente el uno al otro. Guner pensó que había dicho más de lo que quería decir, y Addaio se sorprendió aceptando sin rechistar, una vez más, los reproches de Guner. Sus vidas estaban entretejidas irremediablemente y ninguno de los dos era feliz.
¿Sería capaz Guner de traicionarle? Desechó ese pensamiento. No, no lo haría. Confiaba en Guner, de hecho le confiaba su vida.
—Prepárame el equipaje para mañana.
Guner no respondió, se dio la vuelta y se entretuvo cerrando las ventanas, sentía la mandíbula encajada a causa de la tensión. Respiró hondo cuando escuchó el leve sonido de la puerta que cerraba Addaio.
El hombre se dio cuenta de que en el suelo, al lado de la cama de Addaio, había un papel. Se agachó a recogerlo. Era una carta escrita en turco y no pudo evitar leerla.
En ocasiones Addaio le dejaba leer cartas y documentos y le preguntaba su opinión. Sabía que no estaba bien lo que hacía, pero sentía la necesidad imperiosa de conocer el contenido de esa carta que había encontrado en el suelo.
La carta estaba sin firmar. El que la escribía comunicaba a Addaio que la junta de Seguridad de la prisión de Turín estaba estudiando dejar en libertad a Mendibj y pedía instrucciones sobre qué hacer cuando saliera.
Se preguntó por qué Addaio no había guardado una carta tan importante como ésta, ¿acaso quería que él la encontrara? ¿Pensaba que era él el traidor?
Con la carta en la mano Guner se dirigió al despacho de Addaio. Con los nudillos tocó suavemente la puerta y esperó a que el pastor le permitiera entrar.
—Addaio, esta carta estaba en el suelo junto a tu cama.
El pastor lo miró impasible y tendió la mano para recoger la carta.
—La he leído, supongo que la has perdido voluntariamente para que la encontrara, la leyera, y tenderme una trampa para saber si soy yo el traidor. No, no lo soy. Mil veces me he dicho que debía marcharme, mil veces he pensado en decir al mundo quiénes somos y lo que hacemos. Pero no lo he hecho, no lo haré por la memoria de mi madre, porque mi familia pueda seguir viviendo con la cabeza alta y mis sobrinos disfruten de una vida mejor de lo que ha sido la mía. No lo hago por ellos, y porque no sé qué sería de mí. Soy un hombre, un pobre hombre, demasiado mayor para empezar una nueva vida. Soy un cobarde, como tú, los dos lo fuimos aceptando este destino.
Addaio le miraba en silencio intentando escudriñar en el rostro de Guner algún gesto, alguna emoción, el rastro de algo que le indicara que aún contaba con su afecto.
—Ahora sé por qué te vas mañana. Estás preocupado, temes lo que le pueda pasar a Mendibj. ¿Se lo has dicho a su padre?
—Ya que estás tan seguro de que no me traicionarás te diré que me preocupa que a Mendibj le dejen en libertad. Si has leído la carta, sabrás que nuestro contacto en la cárcel ha visto al jefe del Departamento del Arte en una ocasión visitando a Mendibj, también dice que sospecha que el director de la prisión trama algo. No podemos correr riesgos.
—¿Qué harás?
—Lo que sea necesario para que sobreviva nuestra Comunidad.
—¿Incluso mandar asesinar a Mendibj?
—¿Eres tú o soy yo el que ha llegado a esa conclusión?
—Te conozco bien y sé de lo que eres capaz.
—Eres el único amigo que he tenido, nunca te he ocultado nada, conoces todos los secretos de nuestra Comunidad, pero me doy cuenta de que no sientes ni un ápice de afecto hacia mí, que nunca lo has sentido.
—Te equivocas, Addaio, te equivocas. Siempre fuiste bueno conmigo, desde el primer día en que llegué a tu casa cuando tenía diez años. Supiste de mi pena por separarme de mis padres, e hiciste lo imposible para que los visitara a menudo. Nunca olvidaré cómo me acompañabas a mi casa y me dejabas pasar la tarde mientras paseabas por el campo haciendo tiempo para no obligarnos con tu presencia. No puedo reprocharte tu comportamiento hacia mí, te reprocho tu comportamiento hacia el mundo, hacia nuestra Comunidad, por el inmenso dolor que provocas. Si quieres saber si te tengo afecto, la respuesta es… sí, pero te confieso que a veces siento una profunda aversión hacia ti por estar encadenado a tu destino. Pero no te traicionaré, si eso es lo que te preocupa.
—Sí, me preocupa que haya un traidor entre nosotros, y mi obligación es no dar por seguro nada.
—Permíteme que te diga que la carta olvidada ha sido demasiado evidente.
—Quizá quería que la encontraras por si eras el traidor, para alertarte. Eres mi único amigo, la única persona a la que no querría perder.
—Corres peligro yendo a Italia.
—Lo correremos todos si no hago nada.
—En Turín tenemos gente que hará lo que mandes. Si la policía prepara algo no deberías exponerte.
—¿Por qué crees que la policía prepara algo?
—Lo sugieren en la carta, ¿me estás tendiendo otra trampa?
—Primero iré a Berlín, después a Milán y a Turín. Aprecio a la familia de Mendibj, lo sabes, pero no permitiré que se convierta en un problema.
—Puedes sacarle de Turín en cuanto lo dejen en libertad.
—¿Y si es una trampa? ¿Y si le dejan en libertad para seguirle? Es lo que yo haría si fuera ellos. No puedo permitir que ponga en peligro a la Comunidad, lo sabes bien. Soy responsable de muchas familias, también de la tuya. ¿Quieres que nos aplasten, que nos despojen de lo que tenemos? ¿Quieres que traicionemos la memoria que nuestros antepasados nos han legado? Somos lo que debemos ser, no quienes hubiéramos querido ser.
—Corres peligro si vas a Turín. Es una temeridad.
—No soy temerario, lo sabes bien, pero en esa carta nos sugieren que se puede estar preparando una celada y debo actuar para evitar que caigamos en ella.
—Los días de Mendibj están contados.
—Todos los hombres nacemos con los días contados. Ahora déjame trabajar y avísame en cuanto llegue Talat.
Guner salió del despacho en dirección a la capilla. Allí, de rodillas, dejó que las lágrimas le empaparan el rostro y buscó en la cruz que reposaba en el altar una respuesta a su sufrimiento.
—Te estás volviendo un neurótico.
—Mira, Giuseppe, estoy seguro de que los mudos entran y salen por algún sitio que no es la puerta, y el subsuelo de Turín es como un queso de Gruyére. Está lleno de túneles, lo sabes bien.
Sofía escuchaba en silencio a los dos hombres, pero pensaba que Marco tenía razón. Los mudos aparecían y desaparecían sin dejar huellas. Los mudos o sus cómplices, porque estaban convencidos de que esas operaciones en torno a la Síndone eran obra de una organización que elegía mudos para ejecutar los robos, si es que lo que pretendían era robar la Síndone de la catedral como sostenía Marco.
Su jefe había decidido en el último minuto que les acompañaría a Turín. El ministro de Cultura le había conseguido un permiso del Ministerio de Defensa para explorar los túneles, los que estaban cerrados al gran público. En los planos de la Turín subterránea de los que disponía el ejército no había ningún túnel que diera en la catedral. Pero su instinto le decía a Marco que estaban equivocados, así que con la ayuda de un comandante de Ingenieros y cuatro zapadores del mismo regimiento de Pietro Micca iba a recorrer los túneles que permanecían cerrados. Había firmado un documento asumiendo la responsabilidad del riesgo que corría, y el ministro le había indicado que no pusiera en peligro las vidas del comandante y los soldados que le iban a acompañar.
—Hemos estudiado los planos, no hay ningún túnel que llegue a la catedral, lo sabes bien.
—Giuseppe —terció Sofía— no sabemos todo lo que hay en el subsuelo de Turín. Si excaváramos, sabe Dios lo que podríamos encontrar. Algunas galerías que recorren el subsuelo de la ciudad no han sido exploradas, otras parecen no llevar a ninguna parte. En realidad puede que alguna llegue hasta la catedral. Sería lógico que fuera así. Date cuenta que la ciudad ha sufrido muchos asedios, y que la catedral alberga joyas únicas que los turinenses querrían salvar en caso de ser asaltados o conquistados por el enemigo. No es descabellado pensar que alguna galería de las que parecen no conducir a ninguna parte en realidad conduce a la catedral o cerca de ella.
Giuseppe se quedó en silencio. Respetaba a Marco y a Sofía por sus conocimientos, porque eran historiadores y a veces veían donde otros no veían nada. Además, Marco estaba obsesionado con el caso. O lo resolvía o terminaría tirando por la borda su carrera porque desde hacía meses sólo se ocupaba del último incendio de la catedral.
Se alojaban en el hotel Alexandra, cerca del centro histórico de Turín, y al día siguiente comenzarían a trabajar. Marco recorrería las galerías de la ciudad, Sofía había pedido cita con el cardenal, y Giuseppe se reuniría con los
carabinieri
para definir los efectivos que necesitarían para seguir al mudo. Pero esa noche Marco les había invitado a cenar pescado en Al Ghibellin Fuggiasco, un restaurante clásico y acogedor.