—¿Entonces das por buenas las insinuaciones del padre de Zafarín?
—Sí, y no debemos resistirnos ante la evidencia. Lo encontraremos, y morirá.
Los hombres de negro sintieron un leve estremecimiento. Sabían que Addaio no hablaba en vano.
Cuando regresaron a la sala donde aguardaban los tres mudos, encontraron a éstos y a sus padres de rodillas, la mirada baja, rezando. Addaio y los ocho hombres de negro se sentaron en sus asientos.
—Levantaos —ordenó Addaio.
Dermisat lloraba en silencio. Rasit tenía una sombra de ira en la mirada, y Zafarín parecía haberse tranquilizado.
—Purgaréis el fracaso con retiro y oración durante cuarenta días y cuarenta noches de ayuno. Os quedareis aquí, conmigo. Trabajaréis la huerta mientras las fuerzas os aguanten. Cuando termine ese tiempo, ya os diré qué hacer.
Zafarín miró a su padre con preocupación. Éste leyó en la mirada de su hijo y habló por él.
—¿Les permitirás despedirse de nuestras familias?
—No. La expiación ha comenzado.
Addaio hizo sonar una pequeña campanilla que reposaba sobre su mesa. Segundos después entró el hombrecillo que había abierto la puerta.
—Guner, acompáñales a los aposentos que dan a la huerta. Procúrales ropa adecuada y que dispongan de agua y zumos. Es cuanto tomarán mientras dure su estancia con nosotros. También les explicarás los horarios y costumbres de la casa. Ahora, idos.
Los tres jóvenes se abrazaron a sus padres. La despedida fue breve para no impacientar a Addaio. Cuando los jóvenes salieron siguiendo a Guner, Addaio habló:
—Regresad a vuestras casas, con vuestras familias. Sabréis de vuestros hijos dentro de cuarenta días.
Los hombres hicieron una reverencia y le besaron la mano, e inclinaron la cabeza con respeto ante los ochos acompañantes de Addaio, que permanecían impasibles como estatuas.
Cuando estuvieron solos salieron de la estancia. Addaio les condujo por un pasillo envuelto en penumbras hasta una pequeña puerta cerrada que abrió con una llave. Era una capilla de la que no salieron hasta caer la noche.
Addaio no durmió. Con las rodillas descarnadas después de tantas horas rezando, sentía la necesidad de mortificarse. Dios sabía cuánto le amaba, pero ese amor no le eximía para que pudiera perdonarlo por la ira. Esa ira que jamás había logrado arrancarse del alma. Satán se complacía en perderle con ese pecado capital.
Cuando Guner entró sigilosamente en su cuarto el alba ya había dejado paso a la mañana. El fiel sirviente le traía una taza de café y una jarra con agua fresca. Ayudó a Addaio a ponerse en pie y a sentarse en la única silla del austero dormitorio.
—Gracias, Guner, necesitaré este café para enfrentarme al día. ¿Cómo están los mudos?
—Llevan un rato trabajando en el huerto. Sus espíritus están quebrados, tienen los ojos enrojecidos de las lágrimas que no han podido contener.
—Tú no estás de acuerdo con el castigo ¿verdad?
—Yo obedezco, soy tu criado.
—¡No! ¡No lo eres! Eres mi único amigo, lo sabes bien, me ayudas…
—Y te sirvo, Addaio, y te sirvo bien. Mi madre me entregó a tu servicio cuando cumplí diez años. Ella consideraba un honor que su hijo te sirviera. Murió pidiéndome que siempre cuidara de ti.
—Tu madre fue una mujer santa.
—Fue una mujer simple que aceptó las enseñanzas de sus padres sin preguntar.
—¿Acaso dudas de nuestra fe?
—No, Addaio, creo en Dios y en nuestro Señor Jesús, pero dudo de la bondad de esta locura que perpetráis desde hace siglos los pastores de nuestra comunidad. A Dios se le honra con el corazón.
—¡Te atreves a cuestionar los cimientos de nuestra Comunidad! ¡Te atreves a decir que los santos pastores que me han precedido erraban! ¿Crees que es fácil cumplir con los mandamientos de nuestros predecesores?
Guner bajó la cabeza. Sabía que Addaio le necesitaba y le quería como a un hermano, puesto que era la única persona que participaba de su intimidad. Después de tantos años de servirle, Guner sabía que sólo ante él Addaio aparecía como lo que era, un hombre iracundo, abrumado por la responsabilidad, que desconfiaba de todos y ante todos ejercía majestuosamente su autoridad. Pero no ante él, Guner, que se ocupaba de lavar su ropa, cepillar sus trajes, mantener impoluto el cuarto de dormir. Que le veía con legañas en los ojos o sudoroso y sucio después de haber sufrido algún acceso de fiebre. Que conocía sus miserias de hombre y sus esfuerzos por aparecer revestido de majestad ante las almas cándidas que apacentaba.
Guner jamás se separaría de Addaio. Había hecho voto de castidad y obediencia, y su familia, sus padres mientras vivieron y ahora sus hermanos y sobrinos, disfrutaban de la tranquilidad económica con que les gratificaba Addaio, y también se sabían honrados en la Comunidad.
Hacía cuarenta años que servía a Addaio y había llegado a conocerle tan bien como se conocía a sí mismo; por eso le temía, a pesar de la confianza que habían tejido con el paso de los años.
—¿Crees que hay un traidor entre nosotros?
—Puede ser.
—¿Sospechas de alguien?
—No.
—Y si lo hicieras no me lo dirías ¿verdad?
—No, no te lo diría sin estar seguro de que mis sospechas fueran ciertas. No quiero condenar a ningún hombre por un prejuicio.
Addaio lo miró fijamente. Envidiaba la bondad de Guner, su templanza, y pensó que en realidad Guner sería mejor pastor que él, que quienes lo eligieron cometieron un error llevados por el peso de su linaje, por aquella absurda y ancestral costumbre de premiar a los descendientes de los grandes hombres, rindiéndoles honores y dándoles prebendas en muchos casos inmerecidas.
La de Guner era una familia humilde de campesinos cuyos antepasados, lo mismo que los suyos, se habían mantenido en el secreto de la fe.
¿Y si renunciara? ¿Y si convocara un concilio y recomendara que eligieran como pastor a Guner? No, pensó, no lo harían, pensarían que se había vuelto loco. En realidad se estaba volviendo loco ejerciendo de pastor, luchando contra su naturaleza de hombre, intentando dominar el pecado de la ira, ofreciendo certidumbres a los fieles que se la demandaban, y preservando los secretos de la Comunidad.
Recordaba con dolor el día en que su padre, emocionado, le acompañó hasta esta casa donde antes vivía el anciano pastor Addaio.
Su padre, un hombre prominente de Urfa, militante clandestino de la verdadera fe, le decía desde pequeño que si se portaba bien algún día podría suceder a Addaio. Él le respondía que no quería, que prefería correr por las huertas preñadas de hortalizas, nadar en el río, e intercambiar miradas y guiños con las adolescentes que como él despertaban a la vida.
Le gustaba especialmente la hija de unos vecinos, la dulce Rania, una muchacha de ojos almendrados y cabello oscuro con la que soñaba en la penumbra de su cuarto.
Pero su padre tenía otros planes para él, y así, apenas salido de la adolescencia, le conminó a vivir en la casa del anciano Addaio y hacer los votos preparándose para la misión que, le decían, Dios le tenía señalado. Habían decidido por él que él sería Addaio.
Su único amigo en aquellos años dolorosos fue Guner, que jamás le traicionó cuando se escapaba para acercarse a la casa de Rania intentando verla desde la distancia.
Guner era prisionero como él de la voluntad de sus padres, a los que honraba obedeciendo. Los pobres campesinos habían encontrado para su hijo, y por ende para toda la familia, un destino mejor que el de trabajar de sol a sol. Los padres de Addaio habían dispuesto para él los honores de los que creían merecedora a su familia.
Los dos hombres habían aceptado la voluntad de sus padres dejando de ser para siempre ellos mismos.
Juan encontró a Obodas cavando en el huerto. El gigante estaba ensimismado trabajando la tierra.
—¿Dónde está Timeo?
—Hablando con Izaz. Ya sabes que le instruye para que algún día sea un buen guía de la comunidad.
Obodas se secó el sudor de la frente con el dorso del brazo y siguió a Juan dentro de la casa.
—Traigo noticias.
Timeo e Izaz aguardaron expectantes a que Juan hablara.
—Harran ha llegado con la caravana.
—¡Harran! ¡Qué alegría! Vayamos a verle —dijo Izaz poniéndose en pie.
—Aguarda, Izaz. La caravana no es de Senín, aunque Harran viaje con ella.
—¿Entonces? ¡Por Dios, habla, Juan!
—Sí, es mejor que lo sepas. Harran está ciego. Cuando regresó a Edesa, Maanu ordenó que le sacaran los ojos. Su amo Senín ha sido asesinado y su cuerpo entregado a las alimañas del desierto.
»Harran juró que nada sabía de ti, que te había dejado en el puerto de Tiro y que a estas horas estarías en Grecia, lo que provocó aún más la furia de Maanu.
Izaz rompió a llorar. Se sentía culpable de la desgracia de Harran. Timeo le apretó afectuosamente el brazo.
—Iremos a buscarle al caravansar y le traeremos aquí, le ayudaremos, se quedará con nosotros si así lo desea.
—He insistido en que me acompañara pero no ha querido. Quería que supieses de su estado, antes de presentarse aquí. No desea que te sientas obligado a sobrellevar su carga.
Izaz, acompañado por Obodas y Juan, se dirigió al caravansar. Uno de los guías de la caravana les indicó dónde encontrar a Harran.
—El jefe de esta caravana es pariente de Harran. Por eso ha consentido en traerle hasta aquí. A Harran no le queda nadie en Edesa: su esposa e hijos han sido asesinados, y su amo Senín torturado y muerto en la plaza delante de cuantos quisieron asistir al espectáculo de su sufrimiento. Maanu ha castigado con crueldad a todos los amigos de Abgaro.
—Pero Harran no era amigo de Abgaro…
—Pero lo era su amo, Senín, y éste no quiso desvelar al rey dónde está escondida la mortaja de Jesús con la que Abgaro fue sanado. Maanu destruyó la casa de Senín, quemó sus bienes, incluso hizo una gran pira en la que sacrificó a los animales y mandó azotar a los siervos; a algunos de éstos hizo que les cortaran los brazos, a otros las piernas y a Harran le privó de sus ojos, los ojos con los que había guiado las caravanas de Senín por el desierto. Harran puede darse por satisfecho con haber salvado la vida.
Encontraron a Harran sentado en el suelo, e Izaz le alzó abrazándole.
—¡Harran, mi buen amigo!
—¿Izaz? ¿Eres tú?
—Sí, Harran, soy yo, he venido a buscarte. Vendrás conmigo, te cuidaremos, nada ha de faltarte.
Timeo recibió con afecto a Harran. Había dispuesto que Juan le acomodara en su casa mientras construía otra estancia en la pequeña casa que compartía con Izaz y Obodas.
Harran se sintió reconfortado al saber que lo acogían y que no tendría que vagar pidiendo limosna. Con voz trémula les contó que Maanu había mandado quemar las casas de los cristianos sin respetar siquiera a los nobles que habían profesado la fe en Jesús. No había tenido conmiseración ni con los ancianos ni con las mujeres ni los niños. La sangre de los inocentes había ensombrecido el mármol níveo de las calles de la ciudad, aún impregnado con el olor de la muerte.
Obodas, con la voz quebrada, preguntó por su familia, por su padre y su madre, servidores de Senín, y cristianos como él.
—Muertos. Lo siento, Obodas.
Las lágrimas inundaron el rostro del gigante, sin que las palabras de Timeo e Izaz lo pudieran consolar.
Por fin Izaz hizo la pregunta que temía hacer: qué había sido de su tío Josar y de Tadeo.
—Josar fue asesinado en la plaza, lo mismo que Senín. Maanu quería que la muerte de los nobles sirviera de aviso al pueblo, que supieran que no tendría misericordia con los cristianos, no importa quiénes fueran éstos… Josar no dejó escapar ni un gemido. Maanu acudió a ver su tortura y obligó a la reina a que la presenciara. De nada sirvieron las súplicas de su madre. La reina se hincó de rodillas y suplicó por la vida de tu tío mientras el rey reía satisfecho por verla sufrir. Lo siento, Izaz… Siento ser portador de noticias de muerte.
El joven intentaba controlar las lágrimas. Todos tenían motivo para dejarse llevar por la desesperación. Todos habían sido ultrajados y perdido a sus seres queridos. Izaz sentía un nudo en el estómago al tiempo que le crecía un deseo de venganza.
El anciano Timeo lo observaba sabiendo la lucha interna que se libraba en el corazón del joven, la misma que se estaba produciendo en el corazón de Obodas.
—La venganza no es la solución. Sé que ambos os sentiríais reconfortados si Maanu fuera castigado, si pudierais verlo morir presa de gran sufrimiento. Yo os aseguro que será castigado porque tendrá que dar cuenta de lo que ha hecho ante Dios.
—¿No dices, Timeo, que Dios es infinita Misericordia? —se quejó Obodas llorando.
—Y también infinita justicia.
—¿Y la reina, vive aún? —preguntó lzaz temiendo la respuesta.
—Después de la muerte de tu tío nadie la volvió a ver. Algunos sirvientes de palacio aseguran que murió de tristeza y Maanu la mandó arrojar al desierto para que su cuerpo sirviera de alimento a los animales. Otros cuentan que el rey la mandó matar. Nadie la ha vuelto a ver. Lo siento, Izaz, siento ser portador de tan malas noticias.
—Amigo mío, no es el mensajero el culpable de lo que cuenta —afirmó Timeo—. Recemos juntos y pidamos a Dios que arranque la ira de nuestros corazones, que nos ayude a soportar el dolor por la pérdida de los seres queridos.
La noche estaba impregnada con el olor de las flores. Roma brillaba a los pies de los invitados de John Barry y Lisa, que abarrotaban la espaciosa terraza del ático que dominaba la ciudad.
Lisa estaba nerviosa. John se había enfadado cuando, a su regreso de Washington, le anunció que había decidido organizar una fiesta en honor de Mary y James, y que ya había invitado a Marco y a Paola.
Su marido la había acusado de deslealtad hacia su hermana.
—¿Le dirás a Mary por qué has invitado a Marco? No, claro que no, porque no puedes ni debes. Marco es amigo nuestro, y estoy dispuesto a ayudarle en lo que sea necesario, pero eso no implica mezclar a la familia, y mucho menos que tú te metas en las investigaciones del Departamento del Arte. Lisa, eres mi esposa, no tengo secretos para ti, pero te ruego que no te inmiscuyas en mi trabajo, como tampoco yo lo hago en el tuyo. No te imaginaba utilizando a tu propia hermana y, además, ¿por qué? ¿Qué más te da a ti el incendio de la catedral?