Se encaminaron al templo donde ya había un grupo de familias charlando amigablemente. Campesinos y pequeños artesanos que se habían convertido a la fe de Jesús. Timeo les fue presentando a Izaz y a Obodas, y pidió a los dos jóvenes que relataran su huida de Edesa.
Con cierta timidez, Izaz empezó a dar nuevas de Edesa y a responder a las sencillas preguntas que le hacían los miembros de la comunidad. Cuando terminó de hablar, Timeo les pidió a todos que rezaran para que Jesús ayudara a los fieles de Edesa. Así lo hicieron, rezaron y cantaron y compartieron una ración de pan con vino que Alalda había llevado consigo.
Juan era de complexión fuerte, ni alto ni bajo, con el cabello negro, tan negro como la barba. Había llegado tarde, acompañado de Harran y unos cuantos hombres de la caravana cargados con sacos. Timeo les hizo entrar en su casa.
—Senín, mi señor —les dijo Harran—, quería que os entregara estos presentes que os ayudarán a mantener a Izaz, el sobrino de Josar, y a su guardián Obodas. También me manda que te entregue esta bolsa con oro, os será útil en caso de dificultad.
Izaz observaba asombrado la entrega de tantos bienes. Senín era generoso, mucho; antes de partir también le había entregado a él una bolsa llena de oro, el suficiente para vivir holgadamente el resto de su vida.
—Gracias Harran, buen amigo. Rezo porque encuentres a Senín como lo dejaste y para que la ira de Maanu no se haya cebado en él. Dile a tu señor que estos presentes, como los que me trajiste de parte de la reina hace meses, los dedicaremos a ayudar a los pobres, como nos enseñó Jesús, y a procurar el bienestar de nuestra pequeña comunidad. Puesto que aún estarás unos días en Sidón antes de regresar a Edesa, me dará tiempo de escribir a Senín.
Las pesadillas no permitieron dormir a Izaz. En su sueño veía rostros carcomidos por las llamas, y un campo regado de sangre. Cuando se despertó estaba empapado en sudor, en el sudor del miedo.
Salió a refrescarse al pilón del huerto y allí encontró a Timeo podando un limonero.
Timeo le pidió que lo acompañara a dar un paseo hasta la playa aprovechando el frescor del amanecer.
—¿No se asustará Obodas cuando despierte?
—Seguramente, pero le pediré a Juan que esté pendiente para que cuando tu guardián despierte le indique dónde estamos.
Una vez dadas las instrucciones a su nieto, que ya se había levantado y comenzado a trabajar en el huerto que compartía con su abuelo, se encaminaron a la playa.
El Mare Nostrum, como lo llamaban los romanos, estaba furioso aquella mañana. Las olas golpeaban con fuerza los guijarros de la playa y arrancaban la arena de la orilla.
Izaz miraba extasiado al mar. Era la primera vez que veía aquella inmensidad de agua que le pareció un milagro.
—Izaz, Dios ha querido que seamos depositarios de un gran secreto, el lugar donde se encuentra la mortaja de su Hijo que tantos milagros ha hecho ya. Donde la depositó Marcio debe de permanecer, no importa cuánto tiempo, pero nunca antes de que Edesa vuelva a ser cristiana y estemos seguros de que el lino no correrá peligro. Puede que ni tú ni yo veamos ese día, así que cuando yo muera deberás elegir a un hombre que guarde el secreto y se lo transmita a su vez a otro hombre, así hasta que ninguna sombra empañe la presencia de los cristianos en Edesa. Si Senín sobrevive, él nos irá dando noticias de cuanto sucede en el reino. En todo caso he de cumplir con una promesa que hice a Tadeo, a tu tío Josar y a la reina cuando hace meses me mandaron misivas explicando lo que se podía avecinar cuando Abgaro muriera. Me pedían que, pasara lo que pasase, procurara que la semilla de Cristo no fuera arrancada de Edesa, y me pedían que si sucedía lo peor, transcurrido un tiempo enviara cristianos a Edesa.
—Pero eso sería enviarlos a la muerte.
—Los que vayan lo harán sin significar nuestras creencias. Se instalarán en el reino, trabajarán e intentarán buscar a los cristianos que puedan quedar para reconstruir la comunidad con sigilo. No se trata de provocar la ira de Maanu ni desatar una persecución, sino de hacer que para siempre perviva la semilla de Jesús en Edesa. Él lo quiso así haciendo que Josar llevara su mortaja hasta Abgaro. Él ha santificado esa tierra con su presencia y sus milagros y nosotros debemos cumplir los deseos del Señor.
»Esperaremos a que Harran regrese con una caravana, y entonces decidiremos qué hacer y cuándo. Pero has de saber que la mortaja jamás debe salir de Edesa, y que debemos procurar que la fe en Jesús jamás se apague en la ciudad.
A lo lejos, la figura imponente de Obodas se dirigía hacia ellos. El gigante estaba molesto.
—Izaz, Timeo, burláis mi presencia y yo he jurado proteger a Izaz con mi vida. Si le pasa algo será responsabilidad mía y jamás me lo podría perdonar.
—Obodas, necesitábamos hablar —dijo Izaz.
—Yo, Izaz, no te molestaré cuando necesites hablar sin testigos con Timeo, o cualquier otro. Estaré cerca, donde te pueda ver y no pueda oír, pero no escapes de mi mirada, no dificultes mi promesa.
Izaz le dio su palabra de que así sería. Con el tiempo confiaría en Obodas más que en cualquier otro hombre.
Addaio estaba sentado tras una inmensa mesa de madera tallada. El sillón frailero no empequeñecía su imponente figura.
No tenía ni un solo cabello, pero las arrugas que rodeaban los ojos y las comisuras de los labios no dejaban dudas en cuanto a la edad del hombre, que delataban también las manos nudosas con las venas transparentándose a través de la piel.
En la habitación había dos ventanas, pero los pesados cortinajes no dejaban traspasar ni un rayo de luz. La penumbra lo inundaba todo.
A ambos lados de la imponente mesa había cuatro sillas de respaldo alto, y sentados en ellas un total de ocho hombres, vestidos de negro riguroso, con la mirada baja.
Un hombrecillo delgado, vestido con modestia, les había abierto la puerta y conducido hasta el despacho de Addaio.
Zafarín temblaba. Sólo la presencia de su padre impedía que saliera corriendo. Su madre le agarraba del brazo, y su mujer, Ayat, con su hijita, caminaban a su lado sin decir palabra, tan asustadas como él.
El hombrecillo introdujo en una estancia a las mujeres.
—Aguardad aquí —indicó, y con paso presuroso acompañó a los hombres hasta el umbral de una puerta de madera ricamente labrada; abrió una de las hojas e hizo pasar a Zafarín y a su padre.
—Has fracasado.
La voz de Addaio retumbó contra las paredes de madera, cubiertas de libros. Zafarín agachó la cabeza sin disimular un gesto de dolor, de dolor en el alma. Su padre dio un paso adelante y sin miedo clavó la mirada en Addaio.
—Te he dado dos hijos. Ambos han sido valientes, se han sacrificado renunciando a su lengua. Serán mudos hasta que Dios Nuestro Señor les resucite el día del Juicio Final. Nuestra familia no merece tus recriminaciones. Desde hace siglos los mejores de nosotros hemos dedicado nuestra vida a Jesús el Salvador. Somos hombres, Addaio, sólo hombres, por eso fracasamos. Mi hijo cree que hay un traidor entre nosotros, alguien que sabe cuándo vamos a ir a Turín y que conoce los planes que vas pergeñando.
»Zafarín es inteligente, tú lo sabes. Tú mismo te empeñaste en que, al igual que Mendibj, fuera a la universidad. El fallo está aquí, Addaio, debes buscar al traidor que anida entre nosotros. La traición ha pervivido en nuestra comunidad a través del tiempo, sólo así se explica que hayan fracasado hasta el momento todos los intentos de rescatar lo que es nuestro.
Addaio escuchaba sin mover un músculo, con la mirada encendida por la ira que con gran esfuerzo contenía.
El padre de Zafarín se acercó a la mesa y entregó a Addaio más de cincuenta folios escritos por ambas caras.
—Toma, en estos Papeles encontrarás el relato de lo sucedido. También mi hijo te participa sus sospechas.
Addaio no miró los papeles que el padre de Zafarín había depositado sobre la mesa. Se levantó y comenzó a dar vueltas en silencio. Con paso decidido se plantó delante de Zafarín, apretaba los puños, parecía que iba a descargar un golpe sobre la cara del Joven, pero los dejó caer sobre el costado.
—¿Sabes lo que significa este fracaso? ¡Meses, quizá años antes de poder volver a intentarlo! La policía está investigando a fondo, algunos de los nuestros pueden ser detenidos y si hablan ¿entonces, qué?
—Pero ellos no saben la verdad, no saben a qué han ido… —irrumpió el padre de Zafarín.
—¡Calla! ¿Qué sabes tú? Nuestra gente en Italia, en Alemania, en otros lugares, sabe lo que tiene que saber, y si caen en manos de la policía les harán hablar, de manera que podrían llegar hasta nosotros. Entonces, ¿qué haremos? ¿Nos cortaremos todos la lengua para no traicionar a Nuestro Señor?
—Lo que pase será voluntad de Dios —afirmó el padre de Zafarín.
—¡No! No lo será. Será consecuencia del fracaso y estupidez de quienes no son capaces de cumplir con su voluntad. Será mi culpa por no saber elegir a los mejores para cumplir con lo que nos ha mandado Jesús.
La puerta se abrió, y el hombrecillo introdujo a dos hombres jóvenes acompañados a su vez por sus padres.
Rasit, el segundo mudo, y Dermisat, el tercero, se fundieron en un abrazo con Zafarín ante la mirada airada de Addaio.
Zafarín no sabía que sus compañeros habían llegado a Urfa. Addaio habría impuesto el silencio entre familiares y amigos, para que hasta ese momento los tres no se encontraran.
Hablaron los padres de Rasit y de Dermisat en nombre de sus hijos, suplicando comprensión y clemencia.
Addaio parecía no escucharles, estaba como ausente rumiando su propia desesperación.
—Purgaréis el pecado que con vuestro fracaso habéis cometido contra Nuestro Señor.
—¿No te basta con que nuestros hijos hayan sacrificado su lengua? ¿Qué más castigo les quieres imponer? —se atrevió a preguntar el padre de Rasit.
—¡Te atreves a desafiarme! —gritó Addaio.
—No. ¡Dios no lo permita! Sabes que somos fieles a Nuestro Señor, y que te obedeceremos, sólo te pido compasión —respondió el padre de Rasit.
—Tú eres nuestro pastor —se atrevió a interrumpir el padre de Dermisat—, tu palabra es la ley, hágase tu voluntad puesto que tú representas al Señor en la tierra.
Se pusieron de rodillas y comenzaron a rezar con las cabezas agachadas. Sólo les quedaba esperar la decisión de Addaio.
Hasta ese momento los ocho hombres que acompañaban a Addaio no habían despegado los labios. A una señal suya salieron de la habitación y él les siguió. Entraron en otra estancia a deliberar.
—¿Y bien? —preguntó Addaio—. ¿Creéis que hay un traidor entre nosotros?
El silencio ominoso de los ocho hombres irritó sobremanera a Addaio.
—¿No tenéis nada que decir? ¿Nada, después de lo que ha pasado?
—Addaio, eres nuestro pastor, el elegido de Nuestro Señor; tú nos debes iluminar —dijo uno de los hombres de negro.
—Sólo vosotros ocho conocíais el plan completo. Sólo vosotros sabéis quiénes son nuestros contactos. ¿Quién es el traidor?
Los ochos hombres se movieron inquietos mirándose entre sí, incómodos, sin saber si las palabras del pastor eran sólo una provocación o efectivamente les estaba acusando. Ellos eran, junto a Addaio, los pilares de la comunidad, sus linajes se perdían en el tiempo, fieles a Jesús, fieles a su ciudad, fieles a su encomienda.
—Si hay un traidor, morirá.
La afirmación de Addaio sobrecogió a los hombres que le sabían capaz de semejante castigo. Su pastor era un hombre bueno, que vivía con modestia, y todos los años ayunaba durante cuarenta días para recordar el ayuno de Jesús en el desierto. Ayudaba a cuantos acudían a él, ya fuera pidiendo un trabajo, dinero, o que mediara en una disputa familiar. Él sabía imponer su palabra. Era un hombre respetado en Urfa, donde pasaba por ser abogado y como tal le conocían y le reconocían.
Al igual que los ocho hombres que lo acompañaban, Addaio vivía en la clandestinidad desde la infancia, rezando fuera de la vista de sus vecinos y amigos, porque era depositario de un secreto que determinaba sus vidas como había determinado la de sus padres y sus antepasados.
Él hubiera preferido no haber sido designado pastor, pero cuando lo eligieron aceptó el honor y el sacrificio y juró lo que antes otros como él habían jurado, que cumpliría con la voluntad de Jesús.
Uno de los hombres de negro carraspeo. Addaio entendió que quería hablar.
—Habla, Talat.
—No dejemos que las sospechas prendan un fuego que arrase con la confianza que nos tenemos. Yo no creo que haya ningún traidor entre nosotros. Nos enfrentamos a fuerzas poderosas e inteligentes, por eso han impedido que recuperemos lo que es nuestro. Debemos ponernos a trabajar y elaborar un nuevo Plan, y si fracasamos lo intentaremos de nuevo. Será el Señor quien decida cuándo somos dignos de tener éxito en nuestra misión.
Talat quedó en silencio, expectante. Las canas cubrían su cabello como un manto de nieve, las arrugas de su rostro daban un aspecto venerable a su ancianidad.
—Muestra tu benevolencia a los tres elegidos —suplicó otro de los hombres de negro que respondía al nombre de Bakkalbasi.
—¿Benevolencia? ¿Tú crees, Bakkalbasi, que podremos sobrevivir mostrando benevolencia?
Addaio entrecruzó las manos con fuerza y exhaló un suspiro.
—A veces pienso que hicisteis mal en elegirme, que no soy el pastor que Jesús necesita para esta era y circunstancia. Ayuno, hago penitencia y le pido a Dios fortaleza, que me ilumine y enseñe el camino, pero Jesús no responde, ni me envía ninguna señal…
La voz de Addaio traslucía desesperación, pero se recuperó con rapidez.
—Mientras sea el pastor actuaré y decidiré de acuerdo a lo que marque mí conciencia, con un solo objetivo: devolver a nuestra Comunidad lo que Jesús le dio, y procurando el bienestar de todos, pero sobre todo la seguridad. Dios no nos quiere muertos, sino vivos. No necesita más mártires.
—¿Qué harás con ellos? —preguntó Talat.
—Durante un tiempo vivirán retirados en oración y ayuno. Les observaré y cuando crea llegado el momento los devolveré a sus familias. Pero deben penar por el fracaso. Tú, Bakkalbasi, que eres un gran matemático, te encargarás de hacer cálculos.
—¿Qué cálculos quieres que haga, Addaio?
—Quiero que calcules si entre nosotros hay margen para la traición, que pienses en dónde y por qué hay una fuga.