—¿Vienes a amenazarme en nombre de Maanu? ¿Tan poco se respeta el príncipe a sí mismo? Soy viejo para temer nada. Maanu sólo puede quitarme la vida y ésta llega ya a su final. Ahora vete y déjame trabajar.
—¿Me dirás lo que os dijo Abgaro?
Marcio se dio la media vuelta sin responder a Marvuz, y empezó a examinar el mortero de barro que removía uno de los obreros.
—Te arrepentirás, Marcio, te arrepentirás —exclamó Marvuz mientras hacía virar el caballo y al galope emprendía el regreso a palacio.
Durante las siguientes horas Marcio pareció ensimismado con el trabajo. El capataz le observaba de reojo. Marvuz le había sobornado para que espiara al arquitecto real, y él había aceptado. Sentía traicionar al anciano, que siempre había sido bondadoso con él, pero los días de Marcio habían pasado y Marvuz le había asegurado que Maanu le sabría agradecer sus servicios.
El sol brillaba en toda su plenitud cuando Marcio señaló al capataz que había llegado el momento de hacer un descanso. El sudor corría por los cuerpos de los obreros y el mismo capataz se sentía cansado, deseoso de sentarse a descansar.
Dos jóvenes sirvientes de la casa de Marcio llegaron en ese momento con dos cestas, donde el capataz pudo ver que traían fruta fresca y agua, que el arquitecto se dispuso a compartir con los obreros.
Durante una hora todos descansaron, aunque como en tantas otras ocasiones Marcio parecía ensimismado en sus planos, además de subir y bajar por los andamios para comprobar la firmeza de la muralla que iban ampliando y los contornos de la gran puerta, que quería que fuera ornamental.
El capataz cerró los ojos, agotado como estaba, mientras los obreros apenas tenían fuerzas para hablar.
Hasta que el sol no empezó a despedirse por el oeste, Marcio no dio orden de interrumpir el trabajo. Poco podía contar el capataz de la actividad de Marcio, pero se dispuso a acudir a la taberna del Trébol, para reunirse con Marvuz.
El arquitecto se despidió de todos y se dirigió a su casa acompañado de sus sirvientes.
Marcio, viudo desde hacía años y sin hijos, cuidaba de sus dos jóvenes sirvientes como si lo fueran. Eran cristianos como él, y sabía que no le traicionarían.
La noche anterior, antes de abandonar el palacio de Abgaro, había acordado con Tadeo y Josar que cuando supiera dónde iba a esconder la mortaja de Jesús les mandaría recado. Idearon un plan para que Josar se la entregara sin despertar las sospechas de Maanu, ya que, Abgaro se lo advirtió, podían estar siendo vigilados por su hijo. Tomaron también una decisión, Marcio sólo le diría a Izaz dónde escondía el lino, por lo que el sobrino de Josar, en cuanto recibiera la indicación del arquitecto real, debería, con la ayuda de Senín, huir de la ciudad. Tadeo había dispuesto que viajara a Sidón, donde se había constituido una pequeña pero próspera comunidad cristiana. El jefe espiritual de la comunidad, Timeo, había sido enviado por Pedro a predicar. Izaz encontraría amparo en Timeo, y éste sabría qué hacer con la mortaja de Cristo.
A pesar de la petición de Abgaro para que salvaran la vida, Tadeo y Josar habían decidido quedarse en Edesa y correr la misma suerte que el resto de los cristianos. Ninguno de los dos quería abandonar el sudario, por más que no supieran dónde lo guardaría Marcio.
Tadeo y Josar se habían reunido en el templo con muchos de los cristianos de la ciudad. Oraban juntos por Abgaro y pedían a Dios que fuera de nuevo misericordioso con el rey.
Esa mañana Josar había enrollado cuidadosamente el lino, disimulándolo en el fondo de un cesto de acuerdo al plan elaborado por Marcio. Antes de que el sol se hiciera fuerte, acudió al mercado, con el cesto en el brazo, y se entretuvo en distintos puestos hablando con los comerciantes. A la hora convenida vio a uno de los jóvenes sirvientes de Marcio comprando fruta a un anciano, se acercó al puesto, y saludó afectuoso al joven, que llevaba un cesto igual al suyo. Disimuladamente los cambiaron. Nadie se dio cuenta, y los espías de Maanu no vieron nada sospechoso en que Josar saludara a un cristiano como el sirviente de su amigo Marcio.
Como tampoco el capataz sospechó de Marcio cuando éste, en lo alto de un andamio al que había subido con una cesta de fruta, cogió una manzana y distraídamente la mordisqueó mientras iba de un lado a otro comprobando la solidez del muro, al que iría engordando, tapando huecos, con los ladrillos de barro cocido. A Marcio siempre le había gustado colocar ladrillos, allá él si no descansaba siquiera esas hora en que el calor adormecía los sentidos, pensó el capataz.
Marcio se refrescó con agua fría que uno de sus sirvientes le habla llevado hasta su cámara. Aliviado del calor del día, el arquitecto real cambió la túnica por otra limpia. Sentía que sus días se acababan. En cuanto Abgaro muriera Maanu querría saber dónde estaba la Sábana para destruirla. Torturaría a cuantos creyera que podían saber dónde se encontraba, y él estaba entre los amigos de Abgaro de los que Maanu sospecharía que podían conocer el secreto. Por eso había tomado una decisión que esa misma noche comunicaría a Tadeo y a Josar, y que llevaría a cabo en cuanto supiera que Izaz estaba a salvo.
Acompañado de sus dos jóvenes sirvientes se dirigió al templo donde sabía que sus amigos estarían orando. Cuando llegó, ocupó un lugar discreto, lejos de las miradas de la gente. Abgaro les había advertido de los espías de Maanu.
Izaz distinguió al anciano oculto entre las sombras. Aprovechó el momento en que Tadeo y Josar le pidieron que les ayudara a repartir el pan y vino entre los fieles para acercarse a Marcio. Éste le entregó un trozo de pergamino cuidadosamente doblado que Izaz guardó entre los pliegues de su túnica. Después buscó con la mirada la figura de un hombre alto, fuerte, que parecía estar esperando su señal. Izaz salió discretamente del templo y seguido por el coloso se dirigió con presteza al caravansar.
La caravana de Senín estaba preparada para abandonar Edesa. Harran, el hombre encargado por Senín para llevar la caravana hasta Sidón aguardaba impaciente.
Indicó a Izaz y al coloso de nombre Obodas el lugar que les había destinado y dio orden de partir.
Hasta que hubo amanecido Izaz no desplegó el pergamino que le había entregado Marcio, y pudo leer las dos líneas en que con precisión el arquitecto señalaba dónde había ocultado la Sábana Santa. Hizo añicos el pergamino, y fue difuminando sus pequeños trozos por el desierto.
Obodas le observaba atentamente, y observaba a su vez alrededor. Tenía órdenes de Senín de proteger la vida del joven con la suya propia.
Sólo tres noches más tarde Harran y Obodas consideraron que estaban a suficiente distancia de Edesa como para hacer un breve descanso y enviar a un mensajero a casa de Senín. Tardaría otros tres días en llegar, y para entonces Izaz estaría a salvo.
— o O o —
Abgaro agonizaba. La reina mandó llamar a Tadeo y a Josar, para avisarles de que en cuestión de horas, acaso de minutos, la vida del rey se apagaría. Ya no la reconocía ni a ella.
Habían pasado diez días desde que Abgaro reunió en esa misma cámara a sus amigos para hablarles hasta que la negrura de la noche se hizo espesa. Ahora el rey era un cuerpo inerte, no abría los ojos, y sólo su débil aliento sobre un espejo indicaba que aún le quedaba vida.
Maanu no se movía de palacio, aguardando impaciente la muerte de Abgaro. La reina no le dejaba entrar en la cámara real, pero daba lo mismo, sabía cuanto sucedía porque había sobornado a una joven esclava a la que prometió darle la libertad si le contaba lo que pasaba en el aposento de Abgaro.
La reina sabía que era espiada, de manera que cuando Josar y Tadeo llegaron hizo salir a todos los sirvientes y habló a sus amigos en voz baja. Sonrió aliviada al saber que el lino sagrado estaba a salvo. Prometió comunicarles de inmediato cuando Abgaro muriera. Les avisaría a través de un escriba, Ticio, que había profesado el cristianismo y era leal. Se despidieron emocionados sabiendo que no se encontrarían en esta vida, y les pidió a Tadeo y a Josar que la bendijeran y rezaran por ella para que tuviera fuerzas a la hora de enfrentarse a la muerte a la que su hijo Maanu la había condenado.
Con los ojos llenos de lágrimas Josar no encontraba el momento de despedirse de la reina. Ya no era la mujer hermosa que fuera antaño, pero sus ojos brillaban enérgicos, y sus ademanes regios aún hacían de ella una mujer formidable. Consciente de la devoción que le profesaba el antiguo escriba, le apretó la mano, y lo abrazó, en un gesto que quería demostrar que sabía cuánto la había amado y que ella le quería como al más fiel de los amigos.
Tres días más se prolongó la agonía de Abgaro. El palacio estaba sumido en la espesura de la noche, y sólo la reina velaba al rey. Éste abrió los ojos y le sonrió agradecido, la mirada cargada de ternura y amor. Después expiró en paz consigo mismo y con Dios. La reina apretó con fuerza la mano de su marido. Luego le cerró suavemente los ojos y lo besó en los labios. No se permitió más que unos minutos para rezar y pedir a Dios que acogiera a Abgaro.
Con sigilo, se deslizó por los pasillos oscuros hasta llegar a una estancia cercana desde donde hacía días reposaba Ticio, el escriba real.
Dormía, pero se despertó al sentir la mano de la reina presionándole el hombro. Ninguno de los dos dijo nada. Ella regresó a la cámara real oculta por la noche, mientras que Ticio se deslizó con cuidado fuera de palacio para llegar a casa de Josar.
Aún no había amanecido cuando Josar sumido en la desolación escuchaba de Ticio la noticia de la muerte de Abgaro. Debía mandar recado a Marcio; así se lo había pedido el arquitecto real para llevar a cabo su plan. También debía avisar con prontitud a Tadeo, puesto que la vida de ambos, estaba seguro, había llegado al final.
—Vamos, Marco, cuéntanos qué te preocupa.
La pregunta directa de Santiago Jiménez cogió desprevenido a Marco.
—¿Tan evidente es que estoy preocupado?
—¡Hombre, que nosotros somos del oficio, no nos puedes engañar!
Paola sonrió. Marco le había pedido que invitara a cenar en casa a John, agregado cultural de la embajada estadounidense, y a Santiago Jiménez, representante de Europol en Roma.
John había acudido con su mujer, Lisa. Santiago estaba soltero, así que siempre les sorprendía acudiendo a las cenas con alguna acompañante ocasional. En esta ocasión había acudido con su hermana, Ana, una joven morena y vivaracha, periodista, que se encontraba en Roma cubriendo una cumbre de jefes de Gobierno de la Unión Europea.
—Ya sabéis que ha habido otro accidente en la catedral de Turín —explicó Marco.
—¿Y crees que ha sido intencionado?
—Sí, John, sí lo creo. La historia de accidentes en la catedral en los últimos siglos es impresionante, ya lo sabéis, incendios, intentos de robo, inundaciones. Como lo son todas las vicisitudes por las que ha pasado la Sábana. En nuestro oficio sabemos que hay que desconfiar de las casualidades.
—La historia de la Sábana es interesante, sus apariciones y desapariciones en distintas épocas, los peligros a los que ha estado expuesta, pero ¿crees que alguien quiere hacer daño a la Sábana Santa o simplemente robarla? —dijo Lisa.
—¿Robarla? No, no hemos pensado nunca que nadie quisiera robarla. Más bien destruirla, puesto que los accidentes que ha sufrido han podido ser fatales para su supervivencia.
—La Sábana Santa está en la catedral de Turín desde que la Casa de Saboya decidió depositarla allí, después de que el entonces cardenal de Milán, Carlos Borromeo, prometiera ir andando desde su ciudad hasta Chambéry, donde estaba la Síndone, para pedir que desapareciera la peste que asolaba la ciudad. Los Saboya, conmovidos por la piedad del cardenal, decidieron trasladar la Sábana a mitad de camino, hasta Turín, para evitarle un viaje tan largo. Y allí sigue. Es evidente que si la catedral ha sufrido tantos accidentes, y por lo que se ve tú no crees en las casualidades, tienes que pensar que no es posible que sea el mismo quien provocó un incendio hace quince días que el que lo hizo el siglo pasado, luego…
—Lisa, no seas impertinente —la regañó John—. Marco tiene razón, puede haber algo raro en tanto accidente.
—Sí, lo que me pregunto es qué, por qué, y no logró encontrar un motivo. Puede que haya un loco que quiera destruir la Síndone.
—Sí, pero ese loco podrá haber provocado los accidentes de los últimos diez, quince, veinte años, pero ¿y los anteriores? —preguntó Ana—. ¡Menuda historia! Me gustaría escribirla…
—¡Ana! ¡No estás aquí como periodista!
—Déjala, Santiago, déjala. Estoy seguro de que puedo contar con la discreción de tu hermana aunque sea periodista. Os pido que me ayudéis a pensar, a salir de este atolladero. No sé si mi gente y yo estamos demasiado metidos en el problema y no somos capaces de ver más allá de nuestras narices y nos estamos empeñando, bueno, sobre todo yo, en que hay un móvil detrás de los accidentes, y a lo mejor no hay nada salvo un cúmulo de casualidades. Me gustaría pediros algo, y es que dierais un repaso a un informe que he preparado con todo lo que ha pasado en la catedral y en torno a la Síndone en los últimos cien años. Sé que es aprovecharme de vuestra amistad y que andáis fatal de tiempo, pero me gustaría que lo leyerais y una vez que saquéis vuestras propias conclusiones nos volviéramos a reunir.
—Cuenta conmigo para echarte una mano en lo que pueda. Además, sabes que si quieres echar un vistazo a los archivos de Europol no hay problema.
—Gracias, Santiago.
—Amigo mío, yo estudiaré tu informe y te diré francamente cuál es mi opinión. Sabes que cuentas con mi ayuda para lo que necesites, la oficial y la extraoficial —se ofreció John.
—A mí también me gustaría leer el informe.
—Ana, tú no eres poli, ni tienes nada que ver con estas cosas; por tanto Marco no te puede dar un informe oficial que es confidencial.
—Lo siento, Ana —empezó a excusarse Marco.
—Peor para vosotros, porque mi intuición me dice que si hay algo, lo que sea, tenéis que abordarlo desde una perspectiva histórica, no policial, pero allá vosotros.
Quedaron para cenar una semana después. Lisa se ofreció a ser la anfitriona.
— o O o —
—¿Sabes, hermanito, que estoy por quedarme contigo unos días más?
—Ana, sé que lo que ha contado Marco puede ser una buena historia para tu periódico, pero resulta que Marco es mi amigo; además, me crearías un problema profesional si se supiera que mi hermana se dedica a publicar asuntos que están siendo investigados por la policía y que sólo ha podido conocer a través de mí. Te cargarías mi carrera, así de simple.