En cuanto a Josar y Tadeo no tendría problemas. Les atravesaría con su espada. Estaba harto de sus sermones, de sus palabras reprobatorias porque fornicaba con cualquier mujer que se prestase, y porque en honor a Sin bebía sin moderación en las noches de luna llena hasta perder el sentido. Porque él, Marvuz, conservaba la fe en los dioses de sus padres, en los dioses de su ciudad, no aceptaba la imposición de ese dios virtuoso del que hablaban Josar y Tadeo.
— o O o —
Izaz escribía con destreza cuanto le iba relatando Tadeo. Su tío Josar le había enseñado el arte de la escritura, y soñaba en que algún día se convertiría también él en escriba real.
Se sentía orgulloso, porque Abgaro y la reina habían alabado los pergaminos en los que cuidadosamente había trasladado cuanto Tadeo le contaba de Jesús.
Tadeo le llamaba a menudo para dictarle los recuerdos que tan celosamente conservaban sobre el Nazareno.
El joven se sabía de memoria las peripecias de Tadeo junto a Jesús.
Tadeo cerraba los ojos y parecía sumergirse en un sueño mientras le iba contando, para que lo escribiera, cómo era Jesús, qué cosas decía y hacía.
Josar había escrito sus propios recuerdos, se los había mandado copiar, y una de sus copias se guardaba en los archivos reales. Lo mismo se haría con las historias que le contaba Tadeo. Así lo había dispuesto Abgaro, que soñaba que Edesa pudiera dejar a sus hijos el relato de la verdadera historia de Jesús.
Izaz se alegraba de que Tadeo se hubiera quedado en la ciudad. Su tío Josar se sentía acompañado por alguien que como él había conocido al Nazareno. Respetaba a Tadeo por haber sido discípulo de Jesús, y le consultaba sobre lo que debía decir a los habitantes de Edesa que acudían a su casa para saber de él y orar.
Tadeo no había encontrado el momento de marchar, ya que la reina y Abgaro le pedían que se quedara, que les ayudara a ser buenos cristianos, que ayudara a Josar a extender las enseñanzas de Jesús, haciendo de Edesa un lugar donde tendrían acogida todos aquellos que creyeran en el Nazareno.
El tiempo había ido pasando y Tadeo había hecho definitiva su estancia en Edesa.
Todos los días, junto a Josar, acudía al primer templo que la reina mandó levantar en honor a Jesús; allí hablaba y rezaba con grupos de mujeres y hombres que acudían a buscar consuelo a sus tribulaciones esperando que sus rezos llegaran a aquel Jesús que había salvado a Abgaro de la más cruel enfermedad. También atendía a los fieles que se congregaban en un nuevo templo que había construido el gran Marcio, el arquitecto real.
Tadeo le había pedido a Marcio que el nuevo templo fuera igual de sencillo que el primero, poco más que una casa con un gran atrio donde poder predicar la palabra de Jesús. Había explicado a Marcio cómo el Nazareno había expulsado a los mercaderes del templo de Jerusalén, y cómo el espíritu de Jesús sólo podría estar allá donde hubiera sencillez y paz.
Amanecía sobre el Bósforo cuando el
Estrella del Mar
surcaba las aguas cercanas a Estambul. En cubierta los marineros se afanaban en las tareas previas al atraque.
El capitán observaba al joven moreno que silenciosamente fregaba la cubierta. En Génova uno de sus marineros había enfermado y se había tenido que quedar en tierra, y su segundo le llevó a ese mudo, asegurándole que aunque no podía hablar era un buen marinero. En ese momento, llevado de la necesidad de partir cuanto antes, no se había fijado en que las manos del supuesto marinero no tenían un solo callo. La piel era suave. Eran manos de quien nunca había trabajado con ellas. Pero el mudo cumplió con cuanto le mandó hacer durante la travesía, sus ojos no mostraban ninguna emoción fuera cual fuese el trabajo encargado. Su segundo le aseguró que se lo había recomendado un viejo parroquiano de la taberna del puerto El Halcón Verde, y por eso le había llevado a bordo. El capitán sabía que su segundo le mentía, pero ¿por qué?
El oficial le había dicho que el mudo desembarcaba en Estambul, que no continuaría trabajando en el barco, y se había encogido de hombros cuando le preguntó por qué y cómo lo sabía.
Era genovés, y llevaba cuarenta años surcando el mar, había recalado en mil puertos y conocido todo tipo de gente, pero aquel hombre joven tenía algo especial, llevaba el fracaso escrito en la mirada y la resignación en el gesto, como si supiese que había llegado al final. Pero ¿al final de qué? ¿Por qué?
— o O o —
Estambul se le antojaba más hermosa que nunca. El marinero mudo suspiró calladamente mientras con los ojos escudriñaba el puerto. Sabía que alguien acudiría a recogerle, posiblemente el mismo hombre que le ocultó a su llegada de Urfa. Deseaba regresar a su ciudad, abrazar a su padre, reunirse con su mujer y escuchar la risa alegre de su hija.
Temía el encuentro con Addaio, su decepción. Pero en estos momentos poco le importaba el fracaso, su propio fracaso, sintiéndose vivo y de regreso a casa. Era más de lo que había conseguido su hermano dos años atrás. El hombre de la catedral le había contado que Mendibj aún estaría en prisión, aunque nada había vuelto a saber de él desde la fatídica tarde en que le detuvieron como a un vulgar ratero. Los periódicos habían informado en su día que el misterioso ladrón había sido condenado a tres años de cárcel; si fuese así al cabo de un año recuperaría la libertad.
Bajó del barco sin despedirse de nadie. La noche anterior el capitán le pagó el salario convenido y le preguntó si no quería continuar enrolado con su tripulación. Por gestos le dijo que no.
Salió del puerto y comenzó a caminar sin saber bien adónde dirigirse. Si el hombre de Estambul no aparecía, buscaría la manera de llegar a Urfa por sus propios medios. Tenía el dinero que había ganado como marinero.
Sintió unos pasos presurosos detrás de él, y al volverse se encontró con el hombre que meses atrás le diera cobijo.
—Llevo un rato detrás de ti, observando, tenía que asegurarme de que nadie te seguía. Dormirás esta noche en mi casa, te recogerán mañana al amanecer. Es mejor que no salgas hasta entonces.
Asintió con la cabeza. Le hubiera gustado pasear por Estambul, perderse por las callejuelas del Bazar en busca de un perfume para su mujer y un regalo para su hija, pero no lo haría. Cualquier otro contratiempo encendería más la ira de Addaio, y él, a pesar de su fracaso, se sentía feliz por haber podido regresar. No quería que ningún incidente enturbiara más su vuelta.
— o O o —
—Lo he conseguido.
La voz de Marco sonaba alegre, triunfante. Sofía sonrió mientras hacía señas a Antonino para que se acercara a escuchar por el auricular.
—Me ha costado convencer a los dos ministros, pero al final me han dado carta blanca. Pondrán en libertad al mudo cuando nosotros digamos, y nos autorizan a llevar a cabo una operación de seguimiento hasta donde quiera que vaya.
—¡Bravo, jefe!
—Antonino, ¿estás ahí?
—Estamos los dos —respondió Sofía— y es la mejor noticia que podías darnos.
—Sí, la verdad es que estoy contento, no las tenía todas conmigo. Ahora tenemos que decidir cuándo y cómo le ponen en libertad. Y a vosotros ¿cómo os ha ido?
—Ya te conté lo de D’Alaqua…
—Sí, pero los ministros no me han dicho nada, lo que quiere decir que no ha protestado.
—Estamos investigando de nuevo a los obreros y al personal de la catedral, pero en un par de días estaremos ahí.
—De acuerdo, entonces decidiremos los pasos a dar, pero yo ya tengo un plan.
—¿Cuál?
—No sea curiosa, doctora, todo a su debido tiempo.
Ciao!
—Cómo eres… Bueno,
ciao!
Josar dormía cuando los dedos nerviosos de un hombre golpearon la frágil puerta de su casa.
Aún no había amanecido sobre Edesa, pero el guardia que estaba en la puerta le transmitió órdenes directas de la reina. Antes de que cayera el sol debía, junto a Tadeo, acudir a palacio.
Pensó que la reina, obligada por el insomnio a velar la cabecera de Abgaro, no había caído en la cuenta de lo temprano de la mañana. Pero la mirada nerviosa del guardia le avisó de que algo pasaba.
Avisaría a Tadeo y al caer la tarde subirían a la colina palaciega. Presentía que algo grave podía suceder.
De rodillas, con los ojos cerrados, oró buscando respuesta para la ansiedad que le anegaba el alma.
Horas más tarde, Izaz llegó a su casa, casi al tiempo que Tadeo. Su sobrino, un joven inteligente y robusto, les dio noticias sobre los rumores que circulaban por palacio. Abgaro empeoraba a ojos vistas. Los físicos murmuraban que había pocas esperanzas de que saliera victorioso del que parecía un último envite de la muerte contra su vida.
Consciente de su situación, Abgaro había pedido a la reina que convocara a algunos amigos junto a su lecho. Quería darles instrucciones para después de su muerte. Por eso la reina les había mandado llamar; para sorpresa de lzaz, también él había sido convocado.
Cuando llegaron a palacio fueron conducidos con presteza a los aposentos de Abgaro. Recostado en su lecho parecía más pálido que los días anteriores. La reina, que estaba refrescando la frente del rey con un paño humedecido en agua de rosas, suspiró aliviada cuando les vio entrar.
Al instante otros dos hombres entraron en la estancia, Marcio, el arquitecto real, y Senín, el más rico de los comerciantes de Edesa, emparentado con el rey, del que era fiel amigo.
La reina les hizo un gesto para que se acercaran a Abgaro, al tiempo que despedía a sus sirvientas y ordenaba a sus guardias que cerraran las puertas y no permitieran la entrada de nadie.
—Amigos, quería despedirme de vosotros y daros mis últimas órdenes.
La voz de Abgaro sonaba débil. El rey se moría, lo sabía, y el respeto y afecto que le profesaban les llevó a no decirle palabras con falsas esperanzas. Por eso aguardaron en silencio a escuchar lo que tuviera que decirles.
—Mis espías me han avisado de que en cuanto yo muera mi hijo Maanu desencadenará una cruel persecución contra los cristianos y querrá arrebataros la vida a algunos de vosotros. Tadeo, Josar, y tú, Izaz, debéis abandonar Edesa antes de que yo muera. Después no podré protegeros. Maanu no se atreverá a asesinar a Marcio ni a Senín, aunque les sabe cristianos, porque representan a las familias nobles de Edesa, y el resto de los de su clase juraría venganza.
»Maanu quemará los templos dedicados a Jesús, lo mismo hará con las casas de algunos de mis súbditos más significados con el credo cristiano. Muchos hombres, mujeres y niños serán asesinados para aterrorizar a los cristianos y obligarles a volver a adorar a los dioses antiguos. Temo por la mortaja de Jesús, temo que el lienzo sagrado sea destruido. Maanu ha jurado quemarlo en la plaza del mercado ante todos los edesianos, y lo hará el mismo día de mi muerte. Vosotros, amigos, debéis salvarlo.
Los cinco hombres escuchaban silenciosos las recomendaciones del rey. Josar miró a la reina y por primera vez se dio cuenta de que la apostura de antaño había cedido y el cabello que entreveía entre los pliegues de su velo era de color gris. La mujer había envejecido, aunque conservaba el brillo de la mirada y sus gestos denotaban la misma majestad de siempre. ¿Qué sería de ella? Estaba seguro de que Maanu, su hijo, la odiaba.
Abgaro intuyó la preocupación de Josar. Sabía que su amigo siempre había estado secretamente enamorado de la reina.
—Josar, le he pedido a la reina que se vaya, aún está a tiempo, pero rechaza mis súplicas.
—Señora —dijo Josar—, vuestra vida corre más peligro aún que la nuestra.
—Josar, soy la reina de Edesa, y una reina no huye. Si tengo que morir lo haré aquí junto a quienes como yo creen en Jesús. No abandonaré a quienes han confiado en nosotros, a los amigos junto a los que he orado. Me quedaré junto a Abgaro; no soportaría abandonarle a su suerte en este palacio. Mientras el rey viva, Maanu no se atreverá a hacer nada contra mí. Ahora escuchad todos el plan del rey.
Abgaro se incorporó en el lecho, mientras apretaba la mano de la reina. Los últimos días se habían visto sorprendidos por la salida del sol mientras hablaban y elaboraban el plan que ahora iba a explicar a los más queridos de sus amigos.
—Mi última orden es que salvéis la mortaja de Jesús. En mí obró el milagro de la vida y he podido llegar a la ancianidad. El lino sagrado no me pertenece, es de todos los cristianos, y para ellos debéis salvarlo, pero eso sí, os pido que no salga de Edesa, que la ciudad lo conserve por los siglos de los siglos. Jesús quiso venir aquí y aquí se quedará. Tadeo, Josar, debéis entregar la mortaja a Marcio. Tú, Marcio, sabrás dónde esconderla para salvarla de la ira de Maanu. De ti, Senín, espero que organices la huida de Tadeo y de Josar, y también del joven Izaz. Mi hijo no se atreverá a violentar ninguna de tus caravanas. Les pongo bajo tu protección.
—Abgaro, ¿dónde quieres que oculte la tela sagrada? —preguntó Marcio.
—Eso lo debes decidir tú, mi buen amigo. Ni la reina ni siquiera yo debemos saberlo, aunque has de elegir a alguien para compartir el secreto, y ponerle igualmente a salvo con la ayuda de Senín. Siento que mi vida se apaga. No sé cuántos días me quedan, espero que los suficientes para que podáis llevar a cabo lo que os pido.
Durante la siguiente hora, y sabiendo que podía ser la última ocasión, el rey se despidió afectuosamente de todos ellos.
— o O o —
Amanecía cuando Marcio llegó a la muralla occidental. Los obreros le aguardaban para seguir sus instrucciones. Como arquitecto real, Marcio se ocupaba no sólo de levantar edificaciones que dieran gloria a Edesa; también se encargaba de dirigir todas las obras de la ciudad, como esta de la muralla occidental donde estaban abriendo una nueva puerta.
Se sorprendió al ver a Marvuz hablando con Jeremín, el capataz.
—Te saludo, Marcio.
—¿Qué busca aquí el jefe de la guardia del rey? ¿Acaso Abgaro me manda llamar?
—Me envía Maanu, que pronto será rey.
—Lo será si así lo dispone Dios.
La risotada que emitió Marvuz resonó en el silencio del amanecer.
—Lo será, Marcio, lo será, y tú lo sabes puesto que ayer estuviste con Abgaro y es evidente que le acecha la muerte.
—¿Qué quieres? Dilo pronto, pues debo trabajar.
—Maanu quiere saber qué ha dispuesto Abgaro. Sabe que no sólo tú, sino que también Senín, Tadeo, Josar, incluso Izaz el escriba, estuvisteis hasta entrada la noche junto al lecho del rey. El príncipe quiere que sepas que si le eres leal nada te pasará; de lo contrario, no te garantiza la suerte que puedas correr.