—¿Qué más tenemos? —preguntó Marco sin dirigirse a nadie en concreto.
—Nada, no tenemos nada —dijo Giuseppe—. Estamos otra vez en punto muerto. Sin pistas, y lo que es peor, sin móvil. Investigaremos lo de la puerta si tú crees que puede ser una pista falsa, pero entonces ¿por dónde demonios entran y salen? Hemos revisado la catedral de arriba abajo, y te aseguro que no hay entradas secretas. El cardenal se rió cuando le preguntamos por esa posibilidad. Ha asegurado que la catedral no tiene pasadizos secretos. Tiene razón, hemos comprobado una y otra vez los planos de los túneles que comunican la ciudad subterránea y en esa zona no hay ninguno. Por cierto, los turineses están haciendo negocio llevando a los turistas a visitar los túneles, explicándoles la historia de su héroe Pietro Mieca.
—El móvil es la Sábana —recalcó Marco en tono malhumorado—. Van a por la Sábana, aún no sé si quieren robarla o destruirla, pero el objetivo es la Sábana Santa, estoy seguro. Bien, ¿alguna sugerencia?
Se hizo un silencio incómodo. Sofía buscó la mirada de Pietro, pero éste, cabizbajo, se entretenía encendiendo un cigarro, así que decidió hablar, decirles lo que había estado pensando.
—Marco, yo soltaría al mudo.
Todas las miradas se clavaron en Sofía. ¿Habían oído bien?
—El mudo puede ser nuestro caballo de Troya. Verás, Marco, si tú tienes razón y alguien va a por la Síndone, está claro que es una organización que manda a sicarios mudos, con las huellas dactilares quemadas, de manera que si son detenidos, como el de la cárcel de Turín, pueden mantenerse en silencio, aislarse, no caer en la tentación de hablar. Sin huellas dactilares es imposible conocer la identidad, el origen de estos hombres. Y en mi opinión, Marco, tus amenazas al mudo no van a servir de nada; estoy segura de que no pedirá hablar contigo. Esperará a cumplir condena, y le falta sólo un año.
»Podemos hacer dos cosas, esperar un año o tú, Marco, convences a los jefes para que aprueben una nueva línea de investigación que pasa por que suelten al mudo, y una vez que esté en la calle nos pegamos a sus talones. Tendrá que ir a alguna parte, ponerse en contacto con alguien.
»Es el hilo que nos puede conducir al corazón del ovillo, nuestro caballo de Troya. Si te decides por este plan hay que prepararlo bien. No lo pueden soltar inmediatamente, habría que esperar yo diría que por lo menos un par de meses, y además hacer una buena puesta en escena para que no sospeche por qué le dejamos en libertad.
—¡Dios! ¡Qué estúpidos hemos sido! —exclamó Marco dando un puñetazo sobre la mesa—. ¡Pero cómo es posible que hayamos sido tan tontos! Nosotros, los carabinieri, todos. Teníamos ahí la solución y hemos estado dos años haciendo el bobo.
Le miraron expectantes. Sofía no sabía si estaba aprobando su plan o sencillamente se acababa de dar cuenta de algo que a los demás les había pasado inadvertido, pero las siguientes palabras de Marco disiparon sus dudas.
—¡Lo haremos Sofía, lo haremos! Tu plan es perfecto, es lo que teníamos que haber hecho. Hablaré con los ministros y se lo expondré, necesitamos que hablen con los jueces, con el fiscal, con quien sea, pero que le dejen en libertad y a partir de ese momento pondremos en marcha un dispositivo para seguirle donde quiera que vaya.
—Jefe —le interrumpió Pietro—, no te precipites, pensemos primero cómo vender al mudo que le dejan libre. Dos meses, como propone Sofía, me parece poco tiempo teniendo en cuenta que acabas de estar con él y le has dicho que se pudrirá en la cárcel. Si le dejamos suelto sabrá que es una trampa y no se moverá.
Minerva se revolvió incómoda en la silla, mientras que Giuseppe parecía abstraído. Antonino permanecía inmóvil. Ahora les tocaba a ellos opinar, lo sabían. Marco siempre exigía a los miembros de su equipo que se mojaran expresando su opinión. Las decisiones las tomaba él, pero nunca antes de haberles escuchado.
—Antonino, ¿por qué no dices nada? —le inquirió Marco.
—El plan de Sofía me parece brillante. Creo que debemos ponerlo en marcha, pero estoy con Pietro en que al mudo no se le puede dejar en libertad demasiado pronto; casi me inclino a que dejemos que cumpla el año que le falta.
—¡Y mientras tanto qué, nos cruzamos de brazos a esperar que vuelvan a intentar algo contra la Síndone! —exclamó Marco.
—La Síndone —respondió Antonino— está en la cámara acorazada del banco y allí puede seguir en los próximos meses. No es la primera vez que pasa una larga temporada sin estar expuesta al público.
—Tiene razón —apostilló Minerva— y tú lo sabes. Entiendo que ahora que hemos encontrado el caballo de Troya dé rabia tener que esperar, pero si no lo hacemos podemos perder la única pista que tenemos, porque a mí no me cabe la menor duda de que no dará un paso en falso si le sueltas ahora.
—¿Giuseppe?
—Verás, jefe, a mí me da rabia, lo mismo que a ti, que ahora que hemos encontrado la manera de empezar a investigar de verdad este asunto tengamos que cruzarnos de brazos.
—No quiero esperar —afirmó Marco con rotundidad—; no podemos esperar un año como dice Pietro.
—Pues es lo más sensato —argumentó Giuseppe.
—Yo haría algo más.
Todas las miradas volvieron a confluir en Sofía. Marco levantó las cejas y las manos invitándola a hablar.
—En mi opinión hay que volver a investigar a los obreros hasta estar convencidos de que el cortocircuito ha sido realmente un accidente. También tenemos que investigar a COCSA, e incluso entrevistarnos con D’Alaqua. Puede que detrás de tanta normalidad haya algo que se nos escapa.
—¿Qué sospechas, Sofía? —inquirió Marco.
—Exactamente nada, pero mi intuición me dice que debemos volver a investigar a los obreros.
Pietro la miró contrariado. Él se había encargado de interrogarlos, y lo había hecho exhaustivamente. Tenía una carpeta con datos de todos ellos, de los italianos y de los otros, y en los ordenadores de la policía no había encontrado nada, así como tampoco en los de Interpol. Estaban limpios.
—¿Vas a desconfiar de ellos porque son extranjeros? —Sofía sintió las palabras de Pietro como un golpe bajo.
—Tú sabes que no, y me parece una insinuación hecha con mala fe. Simplemente creo que debemos volver a investigarlos a todos, a los extranjeros y a los italianos, y si me apuras incluso al cardenal.
Marco se dio cuenta del duelo que mantenía la pareja y le fastidió. Apreciaba a los dos, si acaso más a Sofía Galloni, por la que sentía cierta admiración. Además pensaba que tenía razón, que a lo mejor se les estaba escapando algo, y por tanto no pasaba nada por volver a insistir en la investigación. Pero tenía que dar la razón a Sofía sin herir a Pietro, al que veía fastidiado sin saber por qué. ¿Acaso celos del brillante plan de Sofía? ¿O habrían tenido una disputa de pareja y estaban librando una batalla sentimental allí, delante de todos y a cuenta del trabajo? Si era así lo cortaría de raíz. Ellos sabían que no toleraría que los problemas personales se mezclaran con el trabajo.
—Todos revisaremos lo que hemos hecho hasta ahora, y no cerraremos ninguna línea de investigación.
Pietro se revolvió en su asiento.
—¿Qué pasa, que vais a convertir a todo el mundo en sospechoso?
A Marco le empezaba a fastidiar la situación, y el tono de Pietro le resultó ofensivo.
—Vamos a continuar investigando. Yo me vuelvo a Roma ahora mismo. Quiero hablar con los ministros para que den luz verde al caballo de Troya. Pensaré en cómo no tener que esperar un año para soltar al mudo sin que sospeche. En Roma tenemos trabajo, así que algunos de vosotros os quedáis aquí unos días más y otros regresáis, sabiendo que quien regresa no es que deje el caso, simplemente lo combinará con el trabajo de la oficina. ¿Quién se queda?
—Yo —dijo Sofía.
—Y yo —dijeron al tiempo Giuseppe y Antonino.
—Bien, pues entonces Minerva y Pietro regresan conmigo. Creo que hay un avión a las tres, así que a Pietro y a mí nos da tiempo a recoger nuestro equipaje en el hotel.
—A mí me parece —comentó Minerva— que os seré más útil con mis ordenadores en Roma.
El hombre levantó la trampilla y con el halo de luz de su linterna iluminó el sótano. Allí estaban los tres mudos, mirándole impacientes. Bajó la destartalada escalera que conducía a aquel sótano oculto, y sintió un leve estremecimiento. Tenía ganas de que los mudos se marcharan, pero también sabía que cualquier decisión precipitada podía dar con los huesos de todos ellos en la cárcel y, lo que era peor, con la vergüenza de un nuevo fracaso y el desprecio eterno de Addaio, que hasta podría dictar su excomunión.
—Los policías de Roma se han marchado. Hoy se han despedido del cardenal y el jefe, el tal Marco, ha estado un buen rato con el padre Yves. Creo que ya podéis salir de aquí, porque por lo que he podido escuchar los
carabinieri
no sospechan de que además de vuestro compañero muerto hubiera nadie más. De acuerdo con las instrucciones de Addaio tenéis que seguir cada uno vuestro plan de fuga.
El mayor de los mudos, un hombre de unos treinta y pocos años, asintió mientras en un papel escribía una pregunta:
«¿Estás seguro de que no hay peligro?».
—Todo lo seguro que puedo estar. Escríbeme en ese papel si necesitáis algo.
El mudo que parecía el jefe volvió a escribir en el papel:
«Necesitamos asearnos, no podemos salir así. Tráenos más agua, un barreño donde podamos lavarnos a fondo, y ¿qué pasa con los camiones?».
—Pasada la medianoche, hacia la una, bajaré a buscarte. Te acompañaré por el túnel hasta el cementerio monumental. Allí saldrás tú solo al exterior. Un camión esperará en la estación de Merci Vanchiglia, al otro lado de la plaza, no se detendrá más de cinco minutos. Ésta es la matrícula —le dio un papel con un número apuntado—, a ti te llevará hasta Génova; allí embarcas como marinero en el
Estrella del Mar
y en un una semana estarás en casa.
El jefe asintió con la cabeza. Sus dos compañeros habían permanecido expectantes. Eran más jóvenes, apenas en la veintena, el uno con el pelo negro cortado estilo militar, ancho de espaldas, brazos musculosos, alto. El otro de complexión más endeble, y más bajo, cabello castaño y un destello permanente de impaciencia en la mirada.
El hombre se dirigió al del pelo negro.
—Tu camión pasará a recogerte la madrugada de mañana. Haremos el mismo recorrido por el túnel hasta el cementerio. Cuando salgas a la calle tuerce a la izquierda, camina hacia el río; el camión te estará esperando. Pasaréis la frontera con Suiza, de allí a Alemania. En Berlín te esperan; ya conoces la dirección de los que te llevarán a casa.
El joven de complexión débil se le quedó mirando fijamente. El hombre sintió miedo porque percibió ira en los ojos castaños del joven mudo.
—Te toca salir el último. Tienes que estar otros dos días aquí. El camión te recogerá también de madrugada, a las dos, vas directamente a casa. Que tengáis suerte. Os traeré el agua.
El mudo con el pelo cortado estilo militar le agarró fuerte del brazo y le indicó que quería hacer una pregunta que escribió rápido en el papel.
—¿Quieres saber de Mendibj? Está en prisión, ya lo sabéis. Se comportó como un loco, no quiso esperar a que llegaran sus compañeros, se introdujo en la catedral y llegó hasta la capilla. No sé lo que hizo, pero la alarma empezó a sonar. Tengo órdenes de Addaio de no correr riesgos, de manera que no puedo ayudarle. Le cogieron corriendo por la Piazza del Castelo. Seguid las instrucciones y no habrá problemas, no tiene por qué haberlos. Nadie sabe de este sótano, ni del túnel. En el subsuelo de Turín se cruzan decenas de túneles, pero no se conocen todos; éste no ha sido descubierto, sería una catástrofe que lo hicieran. Nos obligarían a desaparecer de la faz de la tierra.
Cuando el hombre entrado en años abandonó el sótano, se miraron. El jefe empezó a escribir en un papel las instrucciones que había de seguir cada uno. Dentro de unas horas iniciarían un largo viaje y o bien lograban llegar a casa o eran detenidos. La suerte no les había abandonado del todo, la prueba es que estaban vivos, pero huir de Turín no sería tan fácil. No es fácil que tres mudos pasen inadvertidos. Que Dios escuchara sus oraciones y pudieran llegar hasta Addaio.
Espontáneamente se abrazaron, las lágrimas de los tres se fundieron con el abrazo.
—¡Josar, Josar!
El joven entró corriendo en la estancia donde Josar descansaba. El sol acababa de dibujarse en el horizonte, y Josar aún dormitaba, cansado.
Le costaba abrir los ojos. Cuando lo hizo se encontró con la figura espigada de Izaz, su sobrino.
Izaz estaba aprendiendo el oficio de escriba. Él le enseñaba, así que pasaban mucho tiempo juntos, aunque también recibía lecciones de un filósofo, Marción, del que aprendía griego, latín, matemáticas, retórica y filosofía.
—Llega una caravana, y un mercader ha mandado recado a palacio preguntando por ti. Dice que le acompaña Tadeo, un amigo de Jesús, y que te traen noticias de Tomás.
Josar se levantó sonriendo, y se apresuró a refrescarse mientras preguntaba a Izaz.
—¿Estás seguro de que Tadeo ha llegado a Edesa? ¿No te habrás confundido?
—Me ha enviado la reina a buscarte; ha sido ella quien me ha dicho lo que debía decirte a mi vez.
—¡Ay, Izaz! No puedo creer que sea posible tanta alegría. Tadeo era uno de los seguidores de Jesús. Y Tomás… Tomás contaba con la confianza del Salvador, era uno de los discípulos más cercanos, de los doce elegidos. Tadeo traerá noticias de Jerusalén, de Pedro, de Juan…
Josar se vistió con rapidez. Deseaba llegar a donde descansaban las caravanas después de sus largos recorridos. Llevaría consigo a Izaz para que su joven sobrino conociera a Tadeo.
Salieron de la modesta casa donde vivía Josar. Desde su regreso de Jerusalén Josar había vendido sus pertenencias, casa y enseres, y repartió las ganancias entre los más necesitados de la ciudad. Había encontrado acomodo en una casa tan pequeña como humilde, donde todo cuanto tenía era, además del lecho, una mesa, asientos y pergaminos, cientos de rollos que él leía y escribía a su vez.
Josar e Izaz se apresuraron por las calles de Edesa hasta llegar a los límites de la ciudad. Allí se encontraba el caravansar, y a esas horas de la mañana los mercaderes preparaban sus mercancías para acercarse a la ciudad, mientras un enjambre de esclavos se movía de un lado a otro dando de comer y beber a los animales, sujetando fardos, alentando el fuego de las hogueras.