—Sabe, a mí también me intriga el padre Yves, pero le hemos investigado y no hay nada en él que sea extraño, que indique más de lo que se ve. A veces hay gente así, limpia y transparente. Bien, ¿qué piensa hacer?
—Si usted me diera alguna indicación, podríamos intercambiar información…
—No, no puedo ni debo.
—Nadie se enteraría.
—No se confunda, Ana, yo no hago nada a espaldas de nadie, y menos de las personas en las que confío y con las que trabajo. Usted me cae bien, pero yo tengo mi trabajo y usted el suyo. Si Marco decidiera en algún momento que debemos contar con usted estaré encantada, y si no, estaré igualmente encantada.
—Si alguien quiere robar o destruir la Síndone el público tiene derecho a saberlo.
—No lo dudo. Sólo que es usted quien dice que alguien quiere robar o destruir la Síndone. Nosotros estamos investigando las causas de los incendios, cuando hayamos cerrado la investigación la comunicaremos a nuestros superiores y éstos a la opinión pública si fuera de interés.
—No le he pedido que traicione a su jefe.
—Ana, he entendido lo que me ha pedido, y la respuesta es no. Lo siento.
Ana se mordió el labio disgustada y se levantó de la mesa sin haber terminado el capuchino.
—Bueno, qué le vamos a hacer. En todo caso si descubro algo, ¿le importa que le llame?
—No, no me importa.
La joven sonrió y salió con paso rápido de la cafetería del hotel. Sofía se preguntó adónde iría tan decidida. Su móvil sonó y cuando escuchó la voz del padre Yves tuvo ganas de reír.
—Hace unos minutos estaba hablando de usted.
—¿Con quién?
—Con Ana Jiménez.
—¡Ah, la periodista! Es una persona encantadora y muy inteligente. Está investigando los incendios de la catedral. Ya sé que su jefe, Marco, es amigo de su hermano, el representante de España en la Europol de Italia.
—Así es. Santiago Jiménez es amigo de Marco y de todos nosotros. Es una buena persona, y un profesional muy competente.
—Sí, sí, eso parece. Verá, la llamo en nombre del cardenal. Quiere invitarla a usted y al señor Valoni a una recepción.
—¿A una recepción?
—El cardenal recibe a una comisión de científicos católicos que vienen cada cierto tiempo a Turín para examinar la Síndone; se encargan de que esté en buen estado. El doctor Bolard es el presidente de esta comisión. Siempre que vienen, el cardenal organiza una recepción; no es que invite a demasiada gente, treinta o cuarenta personas lo máximo, y quiere que ustedes vengan. El señor Valoni le manifestó en una ocasión su interés por conocer a estos científicos y ahora se da la ocasión.
—¿Yo también estoy invitada?
—Desde luego, doctora, así me lo ha dicho Su Eminencia.
—Bien, dígame dónde y a qué hora.
—Pasado mañana, en la residencia de Su Eminencia, a las siete de la tarde. Además de los miembros del comité, vendrán algunos empresarios que colaboran con nosotros en el sustento de la catedral, el alcalde, representantes del gobierno regional, y puede que acuda monseñor Aubry, ayudante del sustituto de la Secretaría de Estado, y Su Eminencia el cardenal Visiers.
—De acuerdo, muchas gracias por la invitación.
—Les esperamos.
— o O o —
Marco estaba de malhumor. Había pasado buena parte del día en las galerías subterráneas de Turín. Algunos tramos databan del siglo XVI, otros del XVIII, e incluso Mussolini había mandado aprovechar los túneles y ampliarlos en algunos de sus recorridos. Recorrer las galerías subterráneas era una labor ardua. Había otro Turín en el subsuelo, o mejor dichos, varios Turín. El viejo territorio de los turinenses colonizado por Roma, asediados por Aníbal, invadidos por los lombardos, hasta llegar a formar parte de la Casa de Saboya. Era una ciudad donde la historia y la fantasía se cruzaban a cada paso.
Las catas arqueológicas demostraban que algunas de las galerías eran anteriores al siglo XVI, de los primeros siglos de nuestra era.
El comandante Colombaria se había mostrado paciente y amable, pero también inflexible cuando Marco le instaba a tomar por alguna galería en mal estado, o proponía tirar alguna pared para ver si detrás había algún túnel que condujera a alguna parte.
—Me han ordenado que le guíe por las galerías, y no expondré inútilmente ni su vida ni las nuestras metiéndonos por túneles que no están apuntalados y se podrían derrumbar. Y no estoy autorizado a abrir huecos en los muros. Lo siento.
Pero el que lo sentía era Marco, que al final de la tarde tenía la sensación de haber viajado en balde por el subsuelo de Turín.
—Vamos, no te enfades, el comandante Colombaria tiene razón, él sólo ha cumplido con su deber, habría sido una locura que os hubieseis puesto a dar martillazos.
Giuseppe intentaba calmar a su jefe con poco éxito. Tampoco Sofía tenía mejor suerte.
—Marco, lo que tú pretendes sólo es posible si el Ministerio de Cultura, de acuerdo con el Consejo Artístico de Turín, ponen a tu disposición un equipo de arqueólogos y técnicos para excavar más túneles. Pero así, por las buenas, no puedes pretender que te dejen excavar por donde creas conveniente. No es lógico.
—Si no probamos a ir por las galerías cerradas no sabremos si lo que estoy buscando existe o no.
—Pues habla con el ministro y…
—El ministro un día de éstos me va a mandar a la mierda. Está un poco harto del caso de la Síndone.
Sofía y Giuseppe se miraron preocupados por la revelación de Marco, pero no dijeron nada.
—Bueno, te daré novedades. El cardenal nos invita pasado mañana a una recepción.
—¿A una recepción? ¿A nosotros?
—Sí. Me ha llamado el padre Yves. El comité científico que se encarga de mantener en buen estado la Sábana Santa está en Turín y el cardenal les suele agasajar con una recepción a la que invita a los ilustres de la ciudad. Al parecer una vez le manifestaste interés por conocer a estos científicos y por eso nos ha invitado.
—No tengo ganas de fiestas, preferiría hablar con ellos de otra manera, no sé, en la catedral, mientras examinan la Síndone… Pero, en fin, iremos. Mandaré planchar el traje. Y tú, Giuseppe ¿qué novedades tienes?
—El jefe de aquí no tiene hombres para el dispositivo que necesitamos. Tendremos que pedir refuerzos a Roma. Ya he hablado con Europol como me dijiste por si el mudo intenta fugarse. Podrán colaborar con nosotros sobre el terreno tres hombres. Así que tendrás que hablar con Roma para que nos manden refuerzos.
—No me gustaría que nos mandaran policías de Roma. Prefiero echar mano de nuestro equipo. ¿Qué gente podría venir?
—El departamento está saturado de trabajo. No hay nadie con los brazos cruzados —afirmó Giuseppe—, a no ser que alguno deje lo que está haciendo, si es que puede, y lo traslades aquí cuando llegue el momento.
—Sí, lo prefiero. Me siento más cómodo con nuestra gente. Nos conformaremos con el apoyo que nos puedan dar aquí los
carabinieri
. Aunque eso supondrá que todos tendremos que hacer de policías.
—Creía que es lo que éramos —dijo con sarcasmo Giuseppe.
—Bueno, tú y yo sí. Sofía no lo es, Antonino tampoco, ni Minerva.
—¿No se te ocurrirá ponerles a seguir al mudo?
—Haremos todos de todo, ¿está claro?
—Clarísimo jefe, clarísimo. Bien, si no te importa me voy a cenar con un amigo de los
carabinieri
, un buen tipo dispuesto a colaborar con nosotros al que he invitado a cenar. Vendrá dentro de media hora. Me gustaría que os tomarais una copa con nosotros antes de irnos.
—Por mí, de acuerdo —dijo Sofía.
—Está bien —respondió Marco—, me doy una ducha y bajo. ¿Tú qué harás, doctora?
—Nada, si quieres cenamos juntos por aquí.
—Te invito, a ver si se me pasa el malhumor.
—No, te invito yo.
—Vale.
— o O o —
Sofía se había comprado un traje de chaqueta negro de seda. No se había llevado nada adecuado para ir a una recepción, así que buscó en los alrededores de la calle Roma una tienda de Armani, y además del traje compró una corbata para Marco.
Le gustaba Armani por su sencillez, por ese toque informal que tenían sus trajes.
—Serás la más guapa —aseguró Giuseppe.
—Desde luego —corroboró Marco.
—Voy a montar un club de fans con los dos —dijo Sofía riendo.
El padre Yves les recibió en la puerta. No iba vestido de sacerdote, ni siquiera llevaba alzacuellos, sino un traje de un azul casi negro y una corbata de Armani exactamente igual que la que Sofía había regalado a Marco.
—Doctora… señor Valoni… Pasen, Su Eminencia estará encantado de verles.
Marco miró de reojo la corbata del padre Yves, y éste esbozó una sonrisa.
—Tiene usted buen gusto para las corbatas, señor Valoni.
—En realidad el buen gusto lo tiene la doctora, que es quien me la ha regalado.
—¡Ya decía yo! —exclamó riéndose el padre Yves.
Se acercaron al cardenal y éste les presentó a monseñor Aubry, un francés alto y enjuto, elegante y de gesto bondadoso. Tenía alrededor de cincuenta años y parecía lo que era: un experto diplomático. Se mostró inmediatamente interesado por el curso de las investigaciones sobre la Síndone.
Llevaban varios minutos hablando con él cuando percibieron que todas las miradas se concentraban en la entrada.
Su Eminencia el cardenal Visier y Umberto D’Alaqua acababan de llegar. El cardenal de Turín y monseñor Aubry se disculparon ante Sofía y Marco y acudieron a saludarles.
Sofía sintió que se le aceleraba el pulso. No imaginaba que iba a volver a ver a D’Alaqua, y mucho menos allí. ¿La ignoraría con su fría cortesía?
—Doctora, te has puesto colorada.
—¿Yo? Bueno, me he llevado una sorpresa.
—Había muchas posibilidades de que estuviera D’Alaqua.
—No lo había pensado.
—Es uno de los benefactores de la Iglesia, un hombre de confianza. Parte de las finanzas del Vaticano pasan discretamente por sus manos. Y te recuerdo que según el informe de Minerva es él quien paga a este comité científico.
—Sí, tienes razón, pero no pensaba que le veríamos.
—Tranquila, estás guapísima, si a D’Alaqua le gustan las mujeres es imposible que no se rinda ante ti.
—Ya sabes que no se le conoce ninguna mujer a lo largo de su vida. Es extraño.
—Bueno, es que esperaba a conocerte a ti.
No siguieron hablando porque el padre Yves se acercó a ellos acompañado del alcalde y de dos caballeros entrados en años.
—Quiero presentarles a la doctora Galloni y al doctor Valoni, director del Departamento del Arte. El alcalde, el doctor Bolard y el doctor Castiglia…
Iniciaron una animada charla sobre la Síndone en la que Sofía participaba a duras penas.
Se sobresaltó cuando Umberto D’Alaqua se plantó delante de ella acompañando al cardenal Visier.
Después de los saludos de rigor, D’Alaqua la cogió del brazo y la separó del grupo ante el asombro de todos.
—¿Qué tal marchan sus investigaciones?
—No puedo decir que hayamos avanzado mucho. Es cuestión de tiempo.
—No esperaba verla hoy aquí.
—El cardenal nos ha invitado; sabía que deseábamos conocer a los miembros del comité científico, y espero que podamos reunimos con ellos antes de que se vayan.
—Así que han venido a Turín para asistir a esta recepción…
—No, no exactamente.
—En cualquier caso me alegro de verla. ¿Cuánto tiempo se va a quedar?
—Pues unos días, cuatro, cinco, puede que más.
—¡Sofía!
La voz chillona de un hombre interrumpió el momento de intimidad con D’Alaqua. Sofía esbozó una sonrisa al comprobar que quien la llamaba era un viejo profesor de la universidad. Su profesor de arte medieval, un ilustre catedrático con numerosos libros publicados, una estrella del universo académico europeo.
—¡Mi mejor alumna! ¡Qué alegría verla! ¿Qué ha sido de usted?
—¡Profesor Bonomi! Me alegro de verlo.
—Umberto, no sabía que conocías a Sofía. Aunque no me extraña, es una de las mejores especialistas en arte que tenemos en Italia. Lástima que no quisiera dedicarse al mundo académico. Le ofrecí que fuera mi ayudante, pero fueron inútiles mis ruegos.
—¡Por Dios, profesor!
—Sí, sí, nunca tuve un alumno tan inteligente y capaz como usted, Sofía.
—Sí —intervino D’Alaqua—, sé que la doctora Galloni es muy competente.
—Competente y brillante, Umberto, y con una mente especulativa. Perdone mi indiscreción, pero ¿qué hace usted aquí, Sofía?
Sofía se sintió incómoda. No tenía ganas de darle explicaciones a su viejo profesor, aunque sabía que no tenía más remedio.
—Trabajo para el Departamento del Arte y estoy en Turín de paso.
—¡Ah! El Departamento del Arte. No imaginaba que pudiera usted trabajar como investigadora.
—Mi trabajo es más científico, no me dedico a la investigación propiamente dicha.
—Venga, Sofía, le presentaré a algunos colegas, le gustará conocerlos.
D’Alaqua la sujetó del brazo impidiendo que el profesor Bonomi se la llevara.
—Perdona, Guido, pero estaba a punto de presentarle a Sofía a Su Eminencia.
—Siendo así… Umberto, ¿vendrás mañana al concierto de Pavarotti y a la cena que doy en honor del cardenal Visier?
—Sí, naturalmente.
—¿Por qué no traes a Sofía? Me gustaría que viniera, mi querida niña, si es que no tiene ningún compromiso.
—Bueno, yo…
—Estaré encantado de acompañar a la doctora si efectivamente no tiene ningún otro compromiso. Ahora si nos disculpas, el cardenal nos espera… Luego nos vemos.
D’Alaqua se acercó con Sofía al grupo donde se encontraba el cardenal Visier. Éste la miró con curiosidad, como si la estuviera evaluando; se mostró amable pero frío como un témpano. Parecía tener una estrecha relación con D’Alaqua, ambos se trataban con familiaridad, como si un hilo sutil les uniera.
Durante un buen rato hablaron de arte, luego de política, y por último de la Síndone.
Marco observaba cómo Sofía se había integrado de manera natural en el selecto grupo. Hasta el estirado cardenal sonreía ante sus comentarios y mostraba interés por las opiniones de Sofía.
Pensó que Sofía, además de inteligente, era muy guapa y nadie puede permanecer insensible ante la belleza, ni siquiera ese sofisticado cardenal.