Marco y Giuseppe las encontraron camino del ascensor.
—Pero ¿qué haces aquí? —preguntó Giuseppe.
—He cenado con Ana, y lo hemos pasado muy bien.
Marco no hizo ninguna alusión, saludó a Ana con deferencia, y pidió a Sofía y a Giuseppe que le acompañaran a tomar una última copa al bar del hotel.
—¿Qué ha pasado?
—Bonomi metió la pata. Para decirme que estaba guapa casi me insultó, me sentí muy incómoda, y cuando terminó la ópera me vine. Mira, Marco, no quiero estar donde no me corresponde, no pintaba nada allí, me sentía muy humillada.
—¿Y D’Alaqua?
—Se comportó como un caballero, y sorprendentemente el cardenal Visier también. Dejémosles en paz.
—Ya veremos. No pienso dejar ninguna línea de investigación por disparatada que parezca. Esta vez no lo haré.
Sofía sabía que no lo haría.
— o O o —
Sentada en un borde de la cama, el resto lo había ocupado con papeles, notas, y libros, Ana Jiménez reflexionaba sobre la conversación mantenida con Sofía.
¿Cómo sería Romano Lecapeno, el emperador que robó la Sábana Santa a los edesianos? Lo imaginaba cruel, supersticioso, enfermo de poder.
Realmente la historia de la Síndone no había sido un camino de rosas: guerras, incendios, robos… y todo por su posesión, por ese sentimiento arraigado en el corazón de los hombres de creer que hay objetos mágicos.
Ella no era católica, al menos no lo era de verdad; estaba bautizada como casi todo el mundo en España, pero no recordaba haber vuelto a misa desde que hizo la primera comunión.
Apartó los papeles, tenía sueño, y como siempre antes de dormirse cogió un libro de Kavafis y buscó distraídamente uno de sus poemas favoritos:
Amadas voces ideales
De aquellos que han muerto, o de aquellos perdidos como si hubiesen muerto.
Algunas veces en el sueño nos hablan;
Algunas veces la imaginación las escucha.
Y con el suyo otros ecos regresan
Desde la poesía primera de nuestra vida
Como una música nocturna perdida en la distancia.
Se durmió pensando en la batalla librada por el ejército bizantino contra el emir de Edesa. Escuchaba las voces de los soldados, el crujir de la madera quemada, el llanto de los niños que de la mano de sus madres buscaban despavoridos un refugio para salvar la vida. Vio a un anciano venerable, rodeado de otros ancianos y de hombres circunspectos, de rodillas, implorando un milagro que no se produjo.
Luego, el anciano se acercaba a una urna, sacaba una tela cuidadosamente doblada y se la entregaba a un soldado musulmán muy fornido que a duras penas podía contener la emoción al despojar a aquellos hombres de su preciada reliquia.
Habían combatido con fiereza por el Mandylion de los cristianos, porque Jesús era un gran profeta, que Alá lo tuviera en su gloria.
El general de las huestes bizantinas recibió el Mandylion de manos de un noble de Edesa y, victorioso, partió raudo hacia Constantinopla.
El humo oscurecía los muros de las casas, y los soldados bizantinos dedicados a la rapiña cargaban el botín en carros tirados por mulas.
El anciano obispo de Edesa se sentía abandonado por Dios. Más tarde, en la iglesia de piedra que se había mantenido en pie, al lado de la cruz, rodeado por los sacerdotes y los más fieles cristianos, juraron que recuperarían el Mandylion, aunque en ello les fuera la vida.
Ellos, descendientes de Ticio el escriba, Obodas el coloso, de Izaz el sobrino de Josar, de Juan el alejandrino que sacrificaron su vida, y de tantos cristianos por el Mandylion, ellos lo recuperarían, y si no fuera así sus descendientes no descansarían hasta cumplir la misión. Lo juraron ante Dios, ante la imponente cruz de madera que presidía el altar, ante el retrato de la madre de Jesús, ante las Sagradas Escrituras.
Ana se despertó gritando. Sentía que la atenazaba la angustia, tan vívida había sido la pesadilla.
Fue a buscar agua a la nevera y abrió la ventana de la habitación para dejar entrar el aire fresco de la madrugada.
El poema de Kavafis parecía haberse hecho realidad, y las voces de los muertos habían asaltado su sueño. Sintió que lo que había visto y escuchado en sueños había sucedido en realidad. Estaba segura de que había sido así.
Después de la ducha se sintió mejor, no tenía apetito, así que se quedó un rato en la habitación buscando en los libros que había comprado información sobre Balduino de Courtenay, el rey mendigo. No tenía mucho, así que entró en internet, aunque no se fiaba demasiado de la información de la red. Luego buscó información de los templarios y para sorpresa suya encontró una página supuestamente de la propia orden, pero los templarios no existían, de manera que llamó al jefe de informática de su periódico. Le explicó lo que quería.
Media hora más tarde el informático la telefoneó. La dirección de esa web de los templarios estaba en Londres, perfectamente registrada, perfectamente legal.
Addaio entró en su casa procurando no hacer ruido. Estaba cansado del viaje. Había preferido llegar directamente a Urfa, sin quedarse a dormir en Estambul.
Guner se llevaría una sorpresa cuando lo encontrara por la mañana. No le había avisado de su regreso, tampoco al resto de la Comunidad.
Bakkalbasi se había quedado en Berlín, de ahí viajaría a Zurich para disponer del dinero necesario con que pagar a los dos hombres de la cárcel dispuestos a matar a Mendibj.
Sentía que Mendibj tuviera que morir; era un buen chico, amable, listo, pero le seguirían y encontrarían la Comunidad.
Habían logrado sobrevivir a los persas, a los cruzados, a los bizantinos, a los turcos. Llevaban siglos viviendo en la clandestinidad, cumpliendo con la misión encomendada.
Dios debería favorecerlos por ser los cristianos verdaderos, pero no lo hacía, les mandaba pruebas terribles, y ahora Mendibj tenía que morir.
Subió despacio las escaleras y entró en su aposento. La cama estaba preparada. Guner siempre lo hacía, aun cuando como ahora se hubiera marchado de viaje. Su amigo siempre le había servido fielmente, procurando hacerle la vida cómoda, intuyendo sus deseos antes de que los expresara.
Era la única persona que le hablaba con franqueza, que se atrevía a criticarle, incluso a veces creía percibir un cierto desafío en las palabras de Guner. Pero no, Guner no le traicionaría, había sido una estupidez pensarlo. Si no confiara en él no podría soportar la carga que llevaba desde que era apenas un hombre.
Escuchó un golpe suave en la puerta y se apresuró a abrir.
—¿Te he despertado, Guner?
—Hace días que no duermo. ¿Mendibj morirá?
—¿Te has levantado para preguntarme por Mendibj?
—¿Hay algo más importante que la vida de un hombre, pastor?
—¿Te has propuesto atormentarme?
—No, Dios no lo quiera, sólo apelo a tu conciencia para que pares de una vez esta locura.
—Márchate, Guner, necesito descansar.
Guner se dio media vuelta y salió de la estancia, mientras Addaio apretaba los puños y reprimía la ira que le embargaba.
—¿Ha pasado una mala noche? —preguntó Giuseppe a Ana, que mordisqueaba distraída un cruasán.
—¡Ah, es usted! Buenos días. Sí, realmente he pasado una mala noche. ¿Y la doctora Galloni?
—Estará a punto de bajar de la habitación. ¿Ha visto a mi jefe?
—No, no le he visto. Acabo de llegar.
Las mesas de la cafetería del hotel estaban todas ocupadas, así que Giuseppe no se lo pensó dos veces y tomó asiento en la mesa que ocupaba Ana.
—¿Le importa que pida aquí un café?
—En absoluto. ¿Cómo llevan las investigaciones?
—Este trabajo es lento. ¿Y usted cómo va?
—Empapándome en la historia. He leído algunos libros, he buscado documentación en internet, pero le seré sincera, anoche aprendí más escuchando a Sofía que en todo lo que he leído estos días pasados.
—Sí, Sofía explica las cosas de manera que las ves. A mí también me ha pasado. Cuénteme, ¿tiene alguna teoría?
—Ninguna sólida, y hoy tengo la cabeza espesa; he tenido pesadillas.
—Bueno, eso es que no tiene la conciencia tranquila.
—¿Cómo dice?
—Eso me decía mi madre de pequeño cuando me despertaba gritando. Me preguntaba: «Giuseppe, ¿qué has hecho hoy que no deberías haber hecho?». Mi madre decía que las pesadillas eran un aviso de la conciencia.
—Pues no recuerdo haber hecho ayer nada particular para que me zarandee mi conciencia. ¿Usted es sólo policía o también historiador?
—Sólo policía, y ya es bastante. Pero tengo suerte de trabajar en el Departamento del Arte, he aprendido mucho estos años al lado de Marco.
—Veo que todos ustedes adoran a su jefe.
—Sí, su hermano ya le habrá hablado de él.
—Santiago le aprecia mucho, me llevó una noche a cenar a casa de Marco y lo he visto en dos o tres ocasiones más.
Sofía entró en la cafetería y enseguida los vio.
—¿Qué te pasa, Ana?
—Me voy a empezar a preocupar, ¿tan evidente es que he pasado mala noche?
—Como si hubieras librado una batalla.
—En realidad he estado en medio de una batalla, he visto a niños despedazados, a sus madres violadas, hasta he olido el humo negro de los incendios. Lo he pasado fatal.
—Se te nota.
—Sofía, ya sé que te puedo resultar pesada, pero si tienes hoy un rato libre y no te importa, me gustaría volver a hablar contigo.
—Bueno, no sé en qué momento, pero en principio podemos vernos. Marco se acercó a la mesa leyendo una nota.
—Buenos días a todos. Sofía, aquí tengo un mensaje del padre Charny. Bolard nos espera dentro de diez minutos en la catedral.
—¿Quién es el padre Charny? —preguntó Ana.
—El padre Yves de Charny —respondió Sofía.
—No sea curiosa, Ana —replicó Marco.
—Tengo que serlo.
—Bien, si habéis desayunado, cada uno a lo suyo. Giuseppe, tú…
—Sí, voy para allá; luego te llamo.
—Vamos Sofía, si nos damos prisa llegaremos puntuales a la cita con Bolard. Ana, que pase un buen día.
—Lo intentaré.
De camino a la catedral Marco preguntó a Sofía por Ana Jiménez.
—¿Qué sabe?
—No lo sé, pregunta pero no dice nada. Parece desvalida, pero intuyo que tiene más recursos de los que parece, y es inteligente. Ella pregunta, pregunta, pero no suelta prenda. Se diría que no tiene nada, pero yo no estaría segura.
—Es muy joven.
—Pero lista.
—Mejor para ella. He hablado con Europol, nos echarán una mano. Empezarán a sellar las fronteras, aeropuerto, aduanas, estaciones de ferrocarril… Cuando terminemos con Bolard vamos a la central de los
carabinieri
; quiero que veas el dispositivo que ha estado organizando Giuseppe, no contaremos con muchos hombres, pero espero que sean suficientes. Tampoco debe de resultarnos muy difícil seguir a un mudo.
—¿Cómo crees que se comunicará cuando salga?
—No lo sé, pero si pertenece a alguna organización tendrá alguna dirección de contacto, tiene que ir a algún sitio. Caballo de Troya nos guiará, no te preocupes. Tú te quedarás coordinando la operación en la central de los
carabinieri
.
—¿Yo? No, no quiero, prefiero ir con vosotros.
—No sé con qué nos vamos a encontrar, y tú no eres policía, no te veo corriendo por Turín detrás del mudo.
—No me conoce, puedo participar en el seguimiento.
—Alguien tiene que quedarse en la central, y tú eres la persona adecuada. Todos nos comunicaremos contigo a través de los radiotransmisores; estarás informada. John Barry ha convencido a sus colegas de la CIA para que nos echen una mano extraoficialmente prestándonos unas cámaras diminutas para captar la imagen del mudo donde quiera que vaya. Recibirás la señal en la central, será como si estuvieras en la calle. Giuseppe ha acordado con el director de la cárcel que nos deje echar un vistazo a los zapatos del mudo.
—¿Le vais a poner un micrófono?
—Sí. Eso pretendemos. El problema es que no tiene zapatos sino zapatillas de deporte, y ahí es más difícil introducirlo, pero los muchachos de la CIA nos echarán una mano para resolver ese contratiempo. En Estados Unidos están más acostumbrados a las deportivas que en Europa, aquí gastamos más zapatos.
—Vaya, no se me había ocurrido… ¿Tenemos ya permiso judicial para la operación?
—Espero tener ese problema resuelto a lo más tardar mañana.
Llegaron a la catedral. El padre Yves los esperaba para acompañarlos al recinto donde Bolard y el comité Científico examinaba la Síndone, con ellos los dejó. Se excusó diciendo que tenía mucho trabajo.
—Señor, acaba de llegar un mensajero de vuestro tío.
Balduino saltó del lecho y, restregándose los ojos, ordenó a su gentilhombre que hiciera pasar al mensajero.
—Debéis vestiros mi señor, sois el emperador y el mensajero es un noble de la corte del rey de Francia.
—Pascal, si tú no me lo recordaras hasta yo mismo me olvidaría de que soy el emperador. Ayudadme, pues. ¿Tengo algún manto de armiño que no haya empeñado o vendido?
Pascal de Molesmes, un noble francés vasallo del rey de Francia y colocado por éste al lado de su desgraciado sobrino, no respondió a la pregunta del emperador.
En verdad carecía de medios. No hacía tanto que había mandado despojar de plomo los tejados de su palacio para empeñarlos a los venecianos que estaban haciendo grandes negocios a cuenta de los apuros económicos de Balduino.
Cuando el emperador se sentó en el salón del trono sus nobles cuchicheaban nerviosos a la espera de las noticias del rey de Francia.
Robert de Dijon hincó la rodilla en el suelo y bajó la cabeza ante el emperador. Éste le hizo un gesto para que se levantara.
—Y bien ¿qué noticias traes de mi tío?
—Su majestad el rey combate con fiereza en Tierra Santa, para liberar el Sepulcro de Nuestro Señor. Os traigo la buena nueva de la conquista de Damietta. El rey avanza y conquistará las tierras del Nilo camino de Jerusalén. Ahora no os puede ayudar como desearía puesto que el coste de la expedición supera con creces la recaudación anual de la Corona. Os recomienda que tengáis paciencia y fe en el Señor. Pronto os llamará a su lado como sobrino leal y amantísimo que sois, y os ayudará entonces a resolver las tribulaciones que ahora sufrís.