Había tomado dos decisiones: hablar con Sofía y presentarse en la sede episcopal a intentar sorprender al padre Yves. Lo primero no lo había conseguido, había pasado buena parte de la mañana y de la tarde intentando conectar con Sofía, pero en el Alexandra le aseguraron que había salido muy temprano. Le dejó varios recados pero no obtuvo respuesta. No había manera de dar con ella. En cuanto al padre Yves, iría a verle al día siguiente.
Elisabeth tenía razón; se estaba acercando a algo aunque aún no sabía a qué.
— o O o —
Los hombres de Bakkalbasi lograron escabullirse de la vigilancia de los
carabinieri
. Uno de ellos se quedó vigilando la entrada del albergue de las Hermanas de la Caridad, los otros se dispersaron. Cuando llegaron al cementerio caía la noche y el guarda les estaba esperando nervioso.
—Daos prisa, tengo que marcharme. Os daré una llave de la verja por si una noche llegáis demasiado tarde y me he tenido que ir.
Les acompañó hasta el mausoleo cuya entrada protegía un ángel con una espada en la mano. Los cuatro hombres entraron iluminando el camino con una linterna, y desaparecieron en las entrañas de la tierra.
Ismet los estaba esperando en la sala subterránea. Les había llevado agua para que se lavaran y algo de cena. Estaban hambrientos y agotados y sólo deseaban dormir.
—¿Dónde está Mehmet?
—Se ha quedado cerca de donde está Mendibj por sí se le ocurre salir de nuevo esta noche. Addaio tiene razón, quieren que Mendibj les lleve hasta nosotros. Han montado un dispositivo impresionante de vigilancia —dijo uno de los hombres, que en Urfa ejercía de policía, al igual que otro de sus compañeros.
—¿Os han descubierto? —preguntó con preocupación Ismet.
—No, no lo creo —respondió otro de los hombres—, pero no lo descarto, ellos son muchos.
—Debemos tener cuidado, y si creéis que os siguen no debéis venir aquí —insistió Ismet.
—Lo sabemos, lo sabemos, no te preocupes porque hasta aquí no nos han seguido.
— o O o —
A las seis de la mañana Marco ya estaba apostado cerca del albergue de las Hermanas de la Caridad. Había ordenado que se reforzara el equipo de
carabinieri
y que siguieran a los «pájaros», a esos dos hombres que había detectado que seguían al mudo.
—Procurad que no os vean porque los quiero vivitos y coleando. Si siguen al mudo es porque son de una organización, es decir son de la organización que buscamos, así que hay que procurar detenerlos, pero aún debemos tirar un poco más de la cuerda.
Sus hombres habían asentido. Pietro había insistido en continuar trabajando a pesar de haber estado toda la noche en vela.
—Te aseguro que aguanto. Cuando no pueda más te lo digo y me largo a echar una cabezada.
Sofía había escuchado la voz angustiosa de Ana en los mensajes que le había dejado en el móvil. En el hotel le habían dicho que la había llamado cinco veces. Tuvo una punzada de remordimiento por no llamarla, pero no era momento de distraerse con las elucubraciones de la periodista. Ya la llamaría cuando cerraran el caso; hasta entonces concentraría todas sus energías en cumplir las órdenes de Marco. Estaba a punto de salir hacia la central de los
carabinieri
cuando un botones se acercó corriendo hacia ella.
—¡Doctora Galloni, doctora!
—Sí, ¿qué pasa?
—La llaman por teléfono, es una llamada urgente.
—Pues ahora no puedo, diga en centralita que tomen el mensaje y…
—La de centralita me ha comunicado que el señor D’Alaqua ha dicho que es urgentísimo.
—¿D’Alaqua?
—Sí, ese señor es el que la llama.
Se dio media vuelta ante la mirada atónita de Minerva, y se dirigió a uno de los teléfonos de recepción.
—Soy la doctora Galloni, creo que tengo una llamada.
—¡Ah, doctora, menos mal! El señor D’Alaqua ha insistido mucho en que la localizáramos. Un momento.
La voz de Umberto D’Alaqua tenía un timbre distinto, como de tensión contenida, que a Sofía le sorprendió.
—Sofía…
—Sí, soy yo. ¿Cómo está?
—Quisiera verla.
—Me encantaría pero…
—No hay peros, mi coche la recogerá en diez minutos.
—Lo siento, pero debo ir a trabajar, hoy me es imposible. ¿Ocurre algo?
—Sí, que quiero hacerle una proposición. Usted sabe que mi gran pasión es la arqueología, pues bien, me voy a Siria. Allí tengo la concesión de un yacimiento y han encontrado unas piezas que me gustaría que usted evaluara. Y por el camino quisiera hablar con usted, quiero hacerle una propuesta de trabajo.
—Se lo agradezco, pero en este momento no puedo irme, lo siento.
—Sofía, hay oportunidades que sólo pasan una vez en la vida.
—Lo sé, pero hay responsabilidades que uno no puede abandonar. Y yo en este momento no puedo dejar lo que estoy haciendo, si usted puede esperar dos o tres días quizá…
—No, no creo que pueda esperar tres días.
—¿Tan urgente es que se vaya a Siria hoy mismo?
—Sí.
—Lo siento, quizá podría ir dentro de unos días…
—No, no lo creo. Le ruego que acepte venir conmigo ahora.
Sofía dudó. La propuesta de Umberto D’Alaqua la desconcertaba tanto como el tono perentorio de su voz.
—¿Qué sucede? Dígamelo…
—Se lo estoy diciendo.
—Lo siento, de verdad que siento no poder ir con usted en este momento. Tengo que marcharme, me están esperando y no puedo hacerles esperar.
—Que tenga suerte.
—Sí, claro, gracias.
¿Por qué le deseaba suerte? Estaba confundida, no entendía la llamada de Umberto D’Alaqua. El tono rendido cuando le había deseado suerte. ¿Suerte por qué? ¿Acaso sabía lo de la operación caballo de Troya?
Cuando terminara lo del mudo le llamaría. Quería entender el porqué de esa llamada, porque estaba segura de que detrás de la oferta de Siria había algo más, y ese algo más no era precisamente una aventura amorosa.
— o O o —
—¿Qué quería D’Alaqua? —le preguntó Minerva camino de la central.
—Que me fuera con él a Siria.
—¿A Siria? ¿Por qué a Siria?
—Porque allí tiene la concesión de una excavación arqueológica.
—O sea, que no te estaba proponiendo una escapada amorosa.
—Creo que me estaba proponiendo una escapada, pero no amorosa. Lo he notado preocupado.
— o O o —
Cuando llegaron a la central, Marco ya había llamado dos veces. Estaba de malhumor. El transmisor que había colocado al mudo no funcionaba. Emitía pitidos, pero no conducían a la dirección por la que iba el mudo, de manera que, o éste había descubierto el aparato o se había estropeado. Pronto se dieron cuenta de que el mudo había cambiado de deportivas. Las que llevaba ahora estaban más viejas y gastadas. También se había puesto unos vaqueros y una cazadora mugrientos. Alguien había hecho un buen negocio con el cambio.
El mudo había salido y se dirigía al parque Carrara. Le vieron pasear por el parque. Quienes no parecían visibles eran los dos «pájaros» del día anterior, al menos hasta ese momento.
El mudo llevaba un trozo de pan e iba haciendo migas que tiraba a los pájaros. Se cruzó con un hombre que llevaba dos niñas de la mano. A Marco le pareció que el hombre clavó durante unos segundos los ojos en el mudo y que luego apretaba el paso.
El asesino llegó a la misma conclusión que Marco. Ése debía de ser un contacto del mudo. Seguía sin poder dispararle. No había manera de hacerlo, estaba protegido por más de una docena de
carabinieri
. Dispararle sería tanto como suicidarse él. Le seguiría dos días más, y si las cosas continuaban igual, rompería el contrato, no estaba dispuesto a jugársela. Su mayor cualidad, además de la de asesinar, era la prudencia, jamás daba un paso en falso.
Ni Marco ni sus hombres, tampoco los «pájaros» ni siquiera esta vez el asesino, se dieron cuenta de que estaban siendo vigilados a su vez por otros hombres.
Arslan llamó a su primo. Sí, había visto a Mendibj se había cruzado con él en el parque Carrara. Parecía tener buen aspecto. Pero no había tirado ningún papel ni hecho ninguna indicación, nada; parecía que quería que supiesen que estaba libre.
Ana Jiménez pidió al taxista que la llevara a la catedral de Turín. Entró por la puerta que daba a las oficinas la sede episcopal y preguntó por el padre Yves.
—No está —indicó la secretaria—. Ha acompañado al cardenal a una visita pastoral; pero además usted no tiene cita con él, ¿me equivoco?
—No, no se equivoca, pero sé que el padre Yves, estará encantado de verme —le espetó Ana sabiendo que estaba siendo impertinente. Pero no soportaba la suficiencia de la secretaria.
No estaba de suerte. Había vuelto a llamar a Sofía tampoco la había encontrado. Decidió quedarse por alrededores de la catedral y hacer tiempo a la espera que regresara Yves de Charny.
Bakkalbasi recibió el informe de uno de sus hombres. Mendibj continuaba vagando por la ciudad, parecía imposible matarlo. Había
carabinieri
por todas partes; si continuaban siguiéndole terminarían siendo descubiertos.
El pastor no sabía qué órdenes dar. La operación podía fracasar y Mendibj provocar la caída de la Comunidad. Debían acelerar la entrada del tío del padre de Mendibj. Hacía días que le habían arrancado todos los dientes, así como la lengua, y quemado las huellas dactilares. Un médico había anestesiado al anciano para que no sufriera. El suyo era un sacrificio como el que hiciera Marcio, el arquitecto de Abgaro.
Mendibj se sentía vigilado. Le había parecido ver una cara conocida, un hombre de Urfa, ¿estaría allí para ayudarle o para matarle? Conocía a Addaio y sabía que éste no permitiría que por su culpa la Comunidad quedara al descubierto. En cuanto cayera la noche volvería al albergue y si era posible se escabulliría hasta el cementerio. Saltaría la tapia y buscaría la tumba. La recordaba muy bien, así como dónde se escondía la llave. Iría por el subterráneo hasta la casa de Turgut y le pediría que le salvara. Si lograba llegar hasta allí sin que lo descubrieran, Addaio podría organizar su fuga. No le importaba esperar dos o tres meses bajo tierra, hasta que los
carabinieri
se cansaran de buscarle. Lo que quería era salvar la vida.
Se dirigió hacia Porta Palazzo, el mercado al aire libre, para comprar algo de comer e intentar perderse entre los puestos. Quienes le siguieran tendrían más dificultad para camuflarse en el mercado, y si lograba verles las caras, más fácil le resultaría esquivarles cuando intentara escapar.
Le habían ido a buscar a su casa. Bakkalbasi le entregó la navaja. El viejo la cogió sin vacilar. Iba a matar al hijo de su sobrino y prefería hacerlo él a que lo profanaran otros. El pitido del móvil del pastor les avisó de que tenían un mensaje: se dirige hacia la piazza della República, a Porta Palazzo, al mercado.
Bakkalbasi ordenó al chófer que se dirigiera a Porta Palazzo y parara cerca de donde le decían que estaba Mendibj. Abrazó al viejo y le despidió. Rezaba para que pudiera cumplir su misión.
Mendibj vio al tío de su padre. Se dirigía hacia él como un autómata. Su mirada angustiada lo alertó. No era la mirada de un honorable anciano sino la de un hombre desesperado. ¿Por qué?
Sus miradas se cruzaron. Mendibj no supo qué hacer, si escapar o acercarse distraídamente, para ver si el anciano le entregaba algún papel o le susurraba algún mensaje. Decidió confiar en su pariente. Seguramente la angustia de sus ojos reflejaba el miedo que sentía, nada más. Miedo a Addaio, miedo a los
carabinieri
.
Sus cuerpos se rozaron y Mendibj sintió un dolor profundo en el costado. Se había golpeado, pensó, luego vio al anciano caer a sus pies, con un cuchillo clavado en la espalda. La gente empezó a correr y a gritar a su alrededor y él hizo lo mismo, echó a correr presa del pánico. Alguien había asesinado al tío de su padre, pero ¿quién?
El asesino corría entre la gente haciéndose el asustado como los demás. Había fallado. En vez de matar al mudo había asestado la puñalada a un viejo. Un viejo que llevaba a su vez otro cuchillo en la mano. Estaba harto, no lo volvería a intentar. El hombre con el que había firmado el contrato no le había contado toda la verdad, y sin la verdad no podía trabajar porque no sabía a qué se enfrentaba. Por él, el contrato estaba roto. No devolvería el adelanto, porque bastantes problemas ya le habían causado este caso.
Marco llegó hasta donde yacía el viejo moribundo. Sus hombres llegaron detrás de él. Mendibj, a lo lejos, pudo verlos, lo mismo que los «pájaros». Los
carabinieri
habían quedado al descubierto, ahora sería más fácil esquivarlos.
—¿Está muerto? —preguntó Pietro.
Marco estaba buscando en vano el pulso del viejo. El hombre abrió los ojos, le miró como si quisiera decirle algo y expiró. Sofía y Minerva habían seguido el suceso a través del radiotransmisor y habían escuchado los pasos apresurados de Marco, las órdenes que daba a los hombres, la pregunta de Pietro.
—¡Marco, Marco! ¿Qué ha pasado? —preguntaba nerviosa Minerva—. ¡Por Dios, dinos algo!
—Alguien ha intentado matar al mudo, no sabemos quién, no le hemos visto, pero ha matado a un viejo que en ese momento se ha cruzado. No lleva documentación, no sabemos quién es. Viene la ambulancia. ¡Dios, qué mierda!
—Cálmate. ¿Quieres que vayamos para allí? —dijo Sofía.
—No, no es necesario, iremos nosotros a la central. Pero, ¿y el mudo? ¿Dónde coño se ha metido el mudo? —gritó Marco.
—Le hemos perdido —se escuchó una voz a través de los walkie-talkies—, le hemos perdido —repitió—. Se ha escabullido en el tumulto.
—Pero ¡qué hijos de puta! ¿Cómo se os ha podido escapar?
—Cálmate, Marco, cálmate… —decía Giuseppe.
Minerva y Sofía seguían angustiadas la escena que sabían que se estaba desarrollando en Porta Palazzo. Después de tantos meses de preparar caballo de Troya, el caballo había huido al galope.
—¡Buscadle! ¡Todos a buscarle!
Mendibj respiraba con dificultad. Tenía una puñalada en un costado. Al principio había sentido que le ardía la carne, pero ahora el dolor se le antojaba insoportable. Lo peor es que iba dejando un rastro de sangre. Se paró y buscó la penumbra de un portal para reponerse. Creía que había logrado despistar a sus seguidores, pero no estaba seguro. Su única oportunidad era lograr llegar al cementerio, pero estaba lejos y debía esperar a que cayera la noche, ¿pero dónde podía hacerlo? ¿Dónde?