»Naturalmente todo el mundo disculpó a los guardias de lord McCall. Yo era una intrusa que había saltado el muro que rodea la fortaleza.
—Lo siento.
—Sí, me he quedado paralítica para el resto de mi vida y todo por una estupidez. Pero verás, estoy convencida de que el bondadoso lord McCall es más de lo que parece. Le pedí a mi padre que me diera una lista detallada de toda la gente que supiera que tenía relación con McCall. No quería hacerlo, pero al final lo convencí. Mi padre ha sufrido mucho con mi accidente. Nunca le gustó que fuera periodista, y mucho menos que me dedicara a estos asuntos. Lord McCall es un personaje peculiar. Soltero, amante del arte sacro, riquísimo. Cada cien días acuden al castillo unos caballeros que llegan en coche o en helicóptero y se quedan dos o tres días. Nadie sabe quiénes son, sólo intuyen que son tan importantes como el propio McCall. He seguido la pista de sus múltiples negocios hasta donde he podido, que no ha sido mucho. Pero sus empresas tienen intereses en otras empresas, y te diría que no hay acontecimiento económico en el mundo que no tenga que ver con él y sus amigos.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que hay un grupo de hombres que mueven los hilos, que su poder económico es casi más grande que el poder de los gobiernos, de manera que influyen en éstos.
—¿Y eso qué tiene que ver con los templarios?
—Desde hace cinco años vengo estudiando todo lo que se ha escrito de los templarios. Tengo mucho tiempo, no puedo moverme de esta silla. He llegado a algunas conclusiones: además de todas las organizaciones que se dicen herederas del Temple, hay otra secreta, formada por hombres discretos, importantes todos, incrustados en el corazón de lo mejor de la sociedad. No sé ni cuántos ni quiénes son, o al menos no estoy segura de que lo sean todos de los que sospecho. Pero creo que los verdaderos templarios, los herederos de Jacques de Molay están ahí, y que McCall es uno de ellos. He averiguado todo sobre su castillo, y es curioso, a lo largo de los siglos va pasando por distintas manos, siempre de caballeros solitarios, ricos y bien relacionados, y todos con una obsesión: impedir la presencia de extraños. Creo que hay un ejército templario, un ejército silencioso, bien estructurado, cuyos integrantes ocupan posiciones relevantes en todos los países.
—Pareces referirte a una organización masónica.
—Bueno, ya sabes que algunas organizaciones masónicas se dicen herederas del Temple. Pero a la que yo me refiero es la auténtica, de la que nada se sabe. Llevo cinco años en esta silla de ruedas. Con la lista que me dio mi padre y la ayuda de un excelente periodista de investigación he logrado hacer un organigrama de lo que yo creo que es la verdadera organización del Temple. Pero te diré que no ha sido fácil. Michael, el periodista del que te hablo, está muerto, hace tres años sufrió un fatal accidente de coche. Sospecho que lo mataron ellos. Si alguien se acerca demasiado se juega la vida. Lo sé, he seguido de cerca lo que les ha pasado a unos cuantos curiosos como nosotros.
—Tienes una visión conspirativa de la realidad.
—Ana, creo que hay dos mundos, el que vemos y en el que la inmensa mayoría vivimos, y otro subterráneo del que nada sabemos, que es desde donde mueven los hilos distintas organizaciones, económicas, masónicas, o lo que sea. Y en ese submundo está el nuevo Temple.
—Aunque tuvieras razón, eso no me aclara qué relación tienen hoy los templarios con la Síndone.
—Yo tampoco lo sé. Lo siento. Te he contado esto porque pudiera ser que tu padre Yves…
—Dilo.
—A lo mejor es uno de ellos.
—¿Un templario de esa organización secreta que tú crees que existe?
—Crees que te estoy contando una historia tonta, pero soy periodista como tú, Ana, y distingo perfectamente la ficción de la realidad. Te he dicho lo que creo. Ahora tú actúa en consecuencia. Si la Sábana perteneció a los templarios, y el padre Yves viene de la familia de Geoffroy de Charney…
—Pero la Sábana no es la mortaja de Cristo. El carbono 14 no ha dejado lugar a dudas. No sé por qué la tuvieron escondida los Charny, ni por qué apareció; en realidad, no sé nada.
— o O o —
Se sentía desanimada. Escuchando a Elisabeth se daba cuenta de que el efecto que la escocesa causaba en ella debía de ser el mismo que ella provocaba en los demás cada vez que les exponía sus teorías sobre la Sábana Santa.
En aquel momento sintió que no se gustaba a sí misma, que había perdido la cabeza metiéndose en una historia absurda, intentando demostrar que era más lista que los del Departamento del Arte.
Se acabó
, pensó, se iba a Barcelona inmediatamente. Llamaría a Santiago. Menuda alegría se iba a llevar cuando le dijera que había decidido pasar de la Síndone.
Elisabeth y Paul la dejaron que se sumiera en sus pensamientos. Notaban su confusión, veían la incredulidad reflejada en su rostro. En realidad eran muy pocas las personas a las que habían hablado del nuevo Temple y que sabían de sus investigaciones porque temían por su vida y la de todos aquellos que les ayudaban.
—Elisabeth, ¿se lo vas a dar?
Las palabras de Paul sacaron a Ana de su ensimismamiento.
—Sí, se lo voy a dar.
—¿Qué me vas a dar? —preguntó Ana.
—Toma este dossier; es un resumen de mi trabajo en los últimos cinco años. Del mío y del de Michael. Ahí están los nombres y las biografías de los que creemos que son los nuevos maestres del Temple. En mi opinión lord McCall es el gran maestre. Pero léelo. Te quiero pedir un favor. Estamos confiando en ti porque creemos que estás a punto de hacer un descubrimiento importante, no sabemos muy bien qué, ni en qué dirección, pero sí que tiene que ver con
Ellos
. Si estos papeles caen en las manos que no deben, moriremos, tenlo por cierto. Por eso te pido que no confíes en nadie, absolutamente en nadie.
Ellos
tienen oídos en todas partes, en la judicatura, en la policía, en los parlamentos, en las bolsas… en todas partes. Ya saben que has estado con nosotros, lo que no saben es qué te hemos contado. Hemos invertido mucho en seguridad y tenemos aparatos para detectar micrófonos. Aun así, no es imposible que los tengamos,
Ellos
son poderosos.
—Perdonad, pero ¿no os habéis vuelto un poco paranoicos?
—Cree lo que quieras, Ana. Tú te has puesto a investigar la existencia de los templarios porque has creído detectar su presencia. ¿Harás lo que te estamos pidiendo?
—No te preocupes, no le hablaré a nadie de este dossier. ¿Quieres que te lo devuelva cuando termine de leerlo?
—Destrúyelo. Es sólo un resumen, pero te aseguro que te será útil, mucho, sobre todo si decides continuar adelante.
—¿Qué te hace pensar que me voy a volver atrás?
Elisabeth suspiró antes de responder.
—Eres bastante más transparente de lo que tú te imaginas.
La iglesia olía a incienso. No hacía mucho que la misa había terminado. Addaio se dirigió con paso rápido hacia el confesionario más alejado del altar, situado en un recodo que lo mantenía a salvo de las miradas curiosas.
Llevaba una peluca y vestía con alzacuellos. En las manos sostenía un devocionario. Había citado al hombre a las siete. Aún faltaba media hora, pero había preferido llegar con tiempo. En realidad llevaba más de dos horas dando vueltas por los alrededores, intentando averiguar si le seguían.
Sentado en el confesionario, pensó en Guner. Le notaba nervioso, incómodo con él y consigo mismo. En realidad le sabía harto, como también él lo estaba.
Nadie conocía de su estancia en Milán, ni siquiera Guner. El pastor Bakkalbasi tenía órdenes específicas para organizar la operación que debía acabar con la vida de Mendibj, pero él a su vez iba a montar otra de la que ninguno de los suyos tenía noticias. El hombre al que esperaba era un asesino. Un profesional que trabajaba solo, y que nunca fallaba; al menos hasta el momento no había fallado.
Había sabido de él a través de un hombre de Urfa, un miembro de la Comunidad que unos años atrás fue a solicitarle el perdón de sus pecados. El hombre había emigrado a Alemania y de allí a Estados Unidos, no había tenido suerte, le dijo, y había torcido su camino llegando a ser un próspero narcotraficante que inundaba de heroína las calles de Europa. Había pecado, pero nunca había traicionado a la Comunidad. Su vuelta a Urfa estaba motivada por una penosa enfermedad. Iba a morir, el diagnóstico era claro, tenía un tumor que le corroía las entrañas y no cabían más operaciones. Por eso decidió regresar a su casa, a su infancia, y buscar el perdón del pastor, además de hacer una importante donación a la Comunidad para ayudar a garantizar su subsistencia. Los ricos siempre creen que pueden pagar su salvación en el más allá.
Se ofreció para ayudar en la sagrada misión de la Comunidad, pero Addaio rechazó su ayuda. Jamás un hombre impío, aunque fuera miembro de la Comunidad, podía participar en aquella sagrada misión, aunque su obligación como pastor fuese darle consuelo en los últimos días de su vida.
Durante una de aquellas charlas que le servían de confesión, el hombre le entregó un papel con el número de un apartado de correos de Rotterdam, diciéndole que si algún día necesitaba a alguien para hacer un trabajo difícil, imposible, escribiera a ese apartado de correos. Y eso es precisamente lo que había hecho. Envió un papel en blanco y el número de teléfono de un móvil que se había comprado nada más llegar a Frankfurt. Dos días después le llamó un desconocido. Él ya había pensado dónde se verían, así que se lo dijo. Y allí estaba, en el confesionario, aguardando la llegada del asesino.
—Ave María Purísima.
La voz del hombre lo sobresaltó. No se había dado cuenta de que alguien se había arrodillado en el confesionario.
—Sin pecado concebida.
—Debería ser más cuidadoso, estaba distraído.
—Quiero que mate a un hombre.
—A eso me dedico. ¿Ha traído un dossier sobre él?
—No, no hay dossiers, ni fotos. Le tendrá que encontrar usted solo.
—Eso aumentará el precio del trabajo.
Durante quince minutos Addaio explicó al asesino lo que esperaba de él. Luego éste se levantó y desapareció en la penumbra de la iglesia.
Addaio salió del confesionario y se dirigió a uno de los bancos frente al altar. Allí, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar.
— o O o —
Bakkalbasi se sentó en el borde del sofá. La casa de Berlín era segura. La Comunidad nunca la había utilizado. Ahmed le había dicho que era de una amiga de su hijo que estaba de vacaciones en el Caribe, y le había dejado la llave a éste para que fuera de vez en cuando a dar de comer y beber al gato.
El gato de angora le había recibido maullando. No le gustaban los gatos, le producían alergia, así que enseguida empezó a toser y a sentir picores por todo el cuerpo. Pero se aguantó. Los hombres estarían a punto de llegar.
A aquellos hombres los conocía desde la infancia. Tres de ellos eran hombres de Urfa, de la Comunidad y trabajaban en Alemania. Los otros dos habían llegado de Urfa por distintas vías. Todos eran miembros leales de la Comunidad dispuestos a dar su vida si fuera necesario, como sus hermanos y otros familiares la habían entregado en el pasado.
Les dolía la misión que debían afrontar: la muerte de uno de los suyos, pero el pastor Bakkalbasi les aseguraba que de lo contrario la Comunidad sería descubierta. No quedaba otra salida.
El pastor Bakkalbasi les explicó que el tío del padre de Mendibj se había comprometido a asestar al mudo la puñalada mortal. Le darían esa oportunidad, pero ellos debían asegurarse de que así fuera. Había que organizar un dispositivo para seguir a Mendibj desde el momento en que recuperara la libertad, y averiguar si le estaban utilizando para que les guiara hasta la Comunidad.
Contarían con la ayuda de dos miembros de la Comunidad de Turín, pero no debían correr riesgos, ni exponerse a que los detuvieran; su misión era no perder de vista al joven, nada más. Sólo que si alguno tenía la oportunidad de matarlo debía hacerlo sin dudar, aunque ese honor, recalcó Bakkalbasi, le estaba reservado a su pariente.
Cada uno debería llegar a Turín por sus propios medios, preferiblemente en coche. La ausencia de fronteras gracias a la Unión Europea les permitía pasar de un país a otro sin dejar rastro. Luego debían dirigirse al Cementerio Monumental de Turín y buscar la tumba 117. Una pequeña llave escondida en un macetero, junto a la puerta de entrada del mausoleo, les permitiría acceder al mismo.
Una vez dentro, debían accionar el mecanismo oculto que dejaba al descubierto unas escaleras secretas, situadas debajo de uno de los sarcófagos, y enlazar con el subterráneo que les conduciría hasta la catedral, hasta la mismísima vivienda de Turgut. El subterráneo sería su hábitat mientras estuvieran en Turín. No debían registrarse en ningún hotel, tenían que permanecer invisibles. El cementerio era poco frecuentado, aunque algunos turistas curiosos se acercaban a ver las tumbas barrocas. El guarda del cementerio era miembro de la Comunidad. Un viejo, hijo de padre emigrado de Urfa y madre italiana, un buen cristiano como ellos, y su mejor aliado.
El viejo Turgut había preparado la sala del subterráneo con ayuda de Ismet. Allí nadie les encontraría porque nadie sabía de la existencia de ese túnel, que comenzaba en una tumba del cementerio y llegaba hasta la mismísima catedral. Ningún plano daba cuenta de ese laberinto secreto. Sería allí donde tendrían que depositar el cadáver de Mendibj. El mudo descansaría en Turín el resto de la eternidad.
—¿Lo tenéis todos claro? —preguntó.
—Sí, Marco —repitieron casi al unísono Minerva, Sofía y Giuseppe. Antonino y Pietro asintieron con la cabeza.
Eran las siete de la mañana y la huella del sueño se dibujaba en el rostro de todos ellos. A las nueve el mudo quedaría en libertad.
Marco había preparado minuciosamente el dispositivo para seguir a Mendibj. Contarían con la ayuda de un grupo de
carabinieri
, y con la Interpol, pero sobre todo el jefe del Departamento del Arte contaba con los suyos, con el núcleo de su equipo.
Estaban esperando que les trajeran el desayuno. La cafetería del hotel acababa de abrir y ellos habían sido los primeros en entrar.
Sofía, no sabía por qué, estaba nerviosa y creía notar que tampoco Minerva estaba muy tranquila. Incluso a Antonino se le notaba la tensión en cómo apretaba los labios. Sin embargo Marco, Pietro y Giuseppe estaban tranquilos. En eso se notaba que los tres eran policías y que para ellos una operación de seguimiento no era más que parte de la rutina.