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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (23 page)

BOOK: La Historia Interminable
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Los dedos de la Emperatriz Infantil jugueteaban con ÁURYN.

—¿Qué lugar es ése?

—No necesitas saberlo ahora. Llegarás allí en sueños. Día vendrá en que podrás saber dónde estuviste.

—Pero, ¿cómo podré dormir —exclamó Atreyu, y su preocupación hizo que olvidara toda forma respetuosa— sabiendo que puedes morir en cualquier momento?

La Emperatriz Infantil se rió otra vez en voz baja.

—No estoy tan desamparada como crees. Ya te digo que hay muchas cosas que para ti son invisibles. Tengo conmigo mis siete poderes, que me pertenecen como a ti tu memoria, tu valor o tus pensamientos. Tú no puedes verlos ni oírlos y, sin embargo, están conmigo en este momento. A tres de ellos los dejaré con Fújur y contigo, para que os cuiden. A cuatro los llevaré conmigo para que me acompañen. Tú, sin embargo, Atreyu, puedes dormir tranquilo.

Con esas palabras de la Emperatriz Infantil, todo el cansancio que había sentido Atreyu durante la Gran Búsqueda cayó de repente sobre él como un velo oscuro. Pero no era el cansancio de piedra del agotamiento, sino un deseo de dormir, tranquilo y apacible. Hubiera querido preguntar muchas cosas aún a la Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados, pero era como si ella, con sus palabras, hubiera paralizado todos los deseos de su corazón, dejando sólo uno prepotente: dormir. Los ojos se le cerraron y, sentado, sin recostarse, se deslizó hacia la oscuridad.

El reloj de la torre dio las once.

Como muy lejos, Atreyu oyó que la Emperatriz Infantil daba una orden con su voz suave y dulce, y luego se sintió cuidadosamente levantado y transportado por unos brazos poderosos.

Durante mucho tiempo estuvo en la oscuridad, bien abrigado. Mucho, muchísimo después, se despertó a medias cuando un sabroso líquido mojó sus labios resecos y agrietados y pasó por su garganta. Vagamente vio a su alrededor algo así como una gran cueva cuyas paredes parecían hechas sólo de oro. Y vio al blanco dragón de la suerte echado a su lado. Y luego vio o sintió más bien que en el centro de la caverna brotaba una fuente y que alrededor de esa fuente había dos serpientes, una clara y otra oscura, que se mordían mutuamente la cola…

Pero entonces una mano invisible pasó por sus ojos, haciéndole un bien indescriptible, y Atreyu se hundió otra vez en un sueño profundo y sin pesadillas.

Al mismo tiempo, la Emperatriz Infantil salía de la Torre de Marfil. Iba echada sobre blandos cojines de seda, en una litera de cristal, y era transportada por cuatro sirvientes invisibles, de modo que parecía como si la litera se desplazase lentamente por sí sola, flotando en el aire.

Atravesaron el laberinto del jardín o, más bien, lo que quedaba de él, y a menudo tuvieron que dar rodeos, porque muchos senderos desembocaban ya en la Nada.

Cuando finalmente llegaron al borde exterior de la llanura y salieron del Laberinto, los porteadores invisibles se detuvieron. Parecían esperar órdenes.

La Emperatriz Infantil se incorporó en sus cojines y echó una mirada hacia atrás, a la Torre de Marfil.

Y mientras volvía a reclinarse en sus almohadas, dijo:

—¡Adelante! ¡Siempre adelante… a cualquier parte!

Una ráfaga de viento agitó su cabello blanco como la nieve, que tremolaba, largo y pesado como una bandera, tras la litera de cristal.

XII

El Viejo de la Montaña Errante

os aludes se precipitaban atronando por las escarpadas laderas de las montañas. Tempestades de nieve se desencadenaban entre las torres de roca de las acorazadas crestas de hielo, caían aullando por cuevas y quebradas y barrían de nuevo las amplias superficies de los glaciares. En aquella comarca no era un tiempo insólito, porque las Montañas del Destino —que ése era su nombre— eran las mayores y más altas de toda Fantasia, y su cumbre más formidable llegaba literalmente hasta los cielos.

En aquella región de hielos eternos no se atrevían a adentrarse ni los más arriesgados alpinistas. O, dicho más exactamente: hacía ya tantísimo tiempo que alguien había conseguido escalarlas que nadie lo recordaba. Porque ésa era una de las leyes incomprensibles de las que tantas había en el reino fantásico: las Montañas del Destino sólo podían ser vencidas por un escalador cuando el anterior hubiera sido olvidado por completo y no hubiera tampoco inscripción alguna, en piedra o en bronce, que lo recordara. Por eso, todo el que lo lograba era siempre el primero.

Allí arriba no podía existir ningún ser viviente, salvo algunos gigantescos gelidones… si es que éstos podían considerarse como seres vivos, porque se movían con una lentitud tan inconcebible que necesitaban años para dar un solo paso y siglos para un pequeño paseo. Por eso era evidente que sólo podían relacionarse con sus congéneres y no tenían la más mínima idea de la existencia de los restantes seres del mundo fantásico. Se creían los únicos seres vivientes del universo.

Y por eso miraban desconcertados, con ojos saltones, aquel diminuto puntito de allí abajo que, por caminos serpenteantes, por salientes de roca apenas transitables de paredes verticales relucientes de hielo, por crestas agudas como cuchillos y por barrancos y grietas profundos, se iba acercando cada vez más a la cumbre.

Era la litera de cristal en que descansaba la Emperatriz Infantil y que era transportada por sus invisibles poderes. Apenas se destacaba del entorno, porque el cristal de la litera

parecía un trozo de hielo claro, y la túnica blanca y los cabellos de la Emperatriz Infantil no podían distinguirse casi de la nieve de alrededor.

Llevaba ya mucho tiempo viajando; muchos días y muchas noches, con lluvia y bajo el ardor del sol, en tinieblas y al claro de luna habían llevado los cuatro poderes su litera, siempre adelante, como ella les había ordenado, siempre adelante, a cualquier parte. Ella no hacía diferencia alguna entre lo que le era soportable y lo que le podía resultar insoportable, lo mismo que antes, en su reino, había permitido por igual las tinieblas y la luz, lo hermoso y lo feo. Estaba dispuesta a exponerse a todo, porque el Viejo de la Montaña Errante podía estar en todas partes y en ninguna.

Sin embargo, la elección del camino que recorrían los cuatro poderes invisibles no era totalmente casual. Cada vez con mayor frecuencia, la Nada, que se había tragado ya países enteros, les dejaba un solo sendero como única escapatoria. A veces era un puente, una cueva o una puerta, a través de los cuales podían escabullirse; a veces eran incluso las olas de un lago o de un brazo de mar, sobre las que los poderes transportaban la litera con su moribunda, porque para aquellos porteadores no había diferencia entre mar y tierra.

Y así habían subido finalmente al mundo de picachos erizados de hielo de las Montañas del Destino, y seguían subiendo, irresistible e incansablemente. Y mientras la Emperatriz Infantil no les diera otra orden, seguirían subiendo. Pero ella estaba echada en sus cojines, tenía los ojos cerrados y no se movía. Así estaba ya desde hacía tiempo. Y lo último que había dicho era aquel «¡a cualquier parte!» que había ordenado al despedirse de la Torre de Marfil.

La litera se movía ahora a través de una profunda garganta, un paso entre dos paredes de roca que apenas distaban entre sí más que la anchura de la litera. El suelo estaba cubierto de nieve esponjosa, que podría tener un metro de profundidad, pero los porteadores invisibles no se hundían en ella ni dejaban huellas siquiera. El fondo de aquella hendidura entre las rocas estaba muy oscuro, porque la luz del día era sólo una delgada franja allá arriba. El camino ascendía poco a poco y cuanto más alto subía la litera tanto más se aproximaba la franja de luz. Luego, casi de una forma inesperada, las paredes de roca se separaron de pronto por completo, dejando ver una amplia llanura blanca y brillante. Aquel era el punto más alto, porque las Montañas del Destino no acababan en punta, como la mayoría de las otras montañas, sino en aquella meseta, tan extensa como un país.

Ahora, sin embargo, se alzaba en medio de aquella superficie, sorprendentemente, una pequeña montaña de aspecto peculiar. Era bastante estrecha y alta, semejante a la Torre de Marfil, pero de un azul luminoso. Se componía de varios picachos de formas extrañas, que se elevaban hacia el cielo como gigantescos carámbanos de hielo invertidos. Aproximadamente a la mitad de la altura de la montaña, descansando sobre tres de aquellas puntas, había un huevo del tamaño de una casa.

Formando un semicírculo en torno a ese huevo y detrás de él, subían hacia lo alto, como los tubos de un inmenso órgano, unas agujas azules mayores que constituían la verdadera cumbre. El gran huevo tenía una abertura circular que parecía una puerta o una ventana. Y en aquella abertura apareció un rostro que miró a la litera.

Como si la Emperatriz Infantil hubiera sentido aquella mirada, abrió los ojos y miró también.

—¡Alto! —dijo en voz baja.

Los poderes invisibles se detuvieron. La Emperatriz Infantil se incorporó.

—Es él —continuó—. El último trecho del camino tengo que hacerlo sola. Esperadme aquí, suceda lo que suceda.

El rostro de la abertura redonda del huevo había desaparecido.

La Emperatriz Infantil bajó de la litera y se puso a caminar por la extensa llanura de nieve. Era una marcha fatigosa, porque iba descalza y la nieve estaba endurecida. A cada paso, se rompía la costra de hielo y la nieve dura como el cristal hería sus pies delicados. Un viento helado sacudía su pelo blanco y su túnica.

Finalmente llegó a la montaña azul y se detuvo ante los picos lisos como el cristal.

De la abertura redonda y oscura del gran huevo surgió una larga escala, mucho, muchísimo más larga que la que hubiera podido contener realmente el huevo. Por fin la escala llegó hasta el pie de la montaña azul y, cuando la Emperatriz Infantil la cogió, vio que se componía totalmente de letras que colgaban unas de otras, y que cada uno de sus peldaños era una línea. La Emperatriz Infantil comenzó a subir por ella y, mientras trepaba escalón por escalón, iba leyendo al mismo tiempo las palabras:

¡VUELVE ¡VUELVE! ¡VETE! ¡VETE!

ESTO NO ES NINGÚN JUGUETE.

¡NO ME SUBAS! ¡VUELVE ATRÁS!

¡NO PODRÁS LLEGAR JAMÁS!

EL CAMINO ESTÁ CERRADO

Y YO BIEN TE HE ACONSEJADO.

SI TE ENCUENTRAS CON EL VIEJO,

TARDE LLEGARÁ EL CONSEJO.

LOS PRINCIPIOS SON LOS FINES:

¡VUELVE ATRÁS! ¡NO DESATINES!

PUES SI ALCANZAS LA ABERTURA

¡LLEGARÁS A LA LOCURA!

La Emperatriz se detuvo para reunir fuerzas y miró hacia arriba. Todavía faltaba mucho. No había recorrido ni la mitad.

—Viejo de la Montaña Errante —dijo en alta voz—: si no quieres que nos encontremos no hubieras tenido necesidad de enviarme al abismo esta escala. Tu prohibición es la que me lleva a ti.

Y siguió subiendo.

LO QUE HACES Y LO QUE ERES

ESTÁ ESCRITO EN CARACTERES.

SI TE ACERCAS CON AUDACIA,

¡OCURRIRÁ UNA DESGRACIA!

NO TENDRÁ UN FINAL FELIZ

TU CARRERA, EMPERATRIZ.

NUNCA HE SIDO NIÑO YO,

POR ESO TODO ACABÓ.

AL VIVO LE ESTÁ PROHIBIDO

VERSE MUERTO COMO HA SIDO.

Otra vez tuvo que detenerse la Emperatriz para tomar aliento.

Ahora estaba muy alta y la escala se balanceaba en la tormenta de nieve como una rama. La Emperatriz Infantil se aferró a los helados renglones de letras y subió el último tramo de la escalera.

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