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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La horda amarilla (10 page)

BOOK: La horda amarilla
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—Ni el auto planeta ni nuestros aparatos van a tornar parte en ninguna otra batalla aérea, general Duxon.

—¡Oh! —exclamó Duxon con desencanto—. ¿Quiere decir que nos retiran su apoyo? ¡Yo creí…!

—Acabo de descubrir que necesitaríamos cien veces el número de aviones que tenemos y no menos de diez autoplanetas como el Rayo para derrotar al Imperio Asiático de una forma rápida y rotunda. En consecuencia, he decidido no perder el tiempo derribando aviones asiáticos a tontas y a locas. Hay una manera de poner fin a esta guerra y voy a tratar de ponerla en práctica.

—¡No será convenciendo a Tarjas-Kan para que firme la paz! —exclamó el mariscal con burla.

—Creo que Tarjas-Kan se dejaría desollar vivo antes de acceder a firmar una tregua con las naciones cristianas —repuso Ángel sin mostrarse ofendido.

—Se ve que le han hablado bien de él —sonrió el mariscal.

—Sí. La coronela Ina Peattie ha estado hablándome de Tarjas-Kan, y por lo que ella me ha contado he sacado la deducción de que Tarjas es el cerebro supremo de este movimiento anticristiano. El encarna el Anticristo, ¿no es cierto?

—Ese título le damos nosotros.

—Luego si se quitara de en medio a Tarjas-Kan…

—Sé a dónde quiere usted ir a parar, míster Aznar —le interrumpió el general—. Lo que está pensando usted lo hemos pensado ya nosotros también. Evidentemente, el defecto de todo sistema dictatorial reside en la centralización del poder. Tarjas-Kan no tiene gobierno alguno. El es el único mando en el Imperio Asiático. Los ayudantes que le rodean son meros títeres que periódicamente son suplantados por otros. Si Tarjas-Kan muriera hoy mismo, la guerra tal vez continuara, pero también es muy probable que el Imperio Asiático fuera derrotado. Los buitres que rodean a Tarjas-Kan se pelearían entre sí por el poder sobre el cadáver del caído ídolo. La guerra pasaría a ser un elemento de segunda importancia para los asiáticos, y nosotros aprovecharíamos esa oportunidad para hacerles retroceder… Sí, todo eso lo hemos pensado nosotros antes, así como en la posibilidad de que la antigua Europa, donde la raza blanca sojuzgada y absorbida por la amarilla suspira por la libertad, se rebelara contra el Imperio creando una escisión interior que nos favorecería…

—Puesto que lo han pensado, también habrán intentado capturar o quitar de en medio a Tarjas-Kan.

—Lo hemos intentado algunas veces, pero en todas fracasamos. Como es lógico, Tarjas-Kan se hace rodear de un ejército de fieles servidores. Habita en Jakutsk. Esta es quizás la mejor ciudad subterránea del globo y está situada en la Siberia, junto al lago Jege. En la ciudad sólo habitan militares adictos a Tarjas-Kan. Allí tiene el caudillo amarillo su Estado Mayor. Raramente sale Tarjas de su fortaleza. Desde sus profundos subterráneos dirige la guerra y la política del mundo y de los planetas vecinos. Jakutsk es, a la vez, el centro del poder asiático y la mejor de las bases militares. El lago Jege sirve de amarradero a los mejores aparatos de la Flota Imperial. Las defensas antiaéreas son las más poderosas del mundo… No. No es posible alcanzar a Tarjas-Kan.

—Hábleme acerca de esa imposibilidad —rogó Miguel Ángel.

—¿Quiere que le diga más? No hay manera de destruir Jakutsk. Podríamos tal vez dejar caer sobre la ciudad de Tarjas una lluvia de proyectiles dirigidos, pero ¿y qué? Arrasaríamos todo el territorio y el viejo zorro siberiano se reiría a carcajadas de nosotros a cinco mil metros de profundidad, en sus subterráneos de acero.

—¿Pero todavía no han encontrado ustedes un medio de bombardear las ciudades subterráneas? —preguntó el profesor Stefansson.

—¿Lo ha inventado usted acaso? —preguntó a su vez el mariscal del Aire mirando agresivamente al pequeño profesor.

—Es muy fácil —sonrió míster Stefansson—. Se coge un torpedo, se le pone un taladro en la punta y ya está.

Duxon se volvió hacia Miguel Ángel.

—¿Qué broma es ésta? —preguntó enrojeciendo—. ¿Pretende este hombre burlarse de mi?

—Nada de eso, general. Es verdad lo que míster Stefansson dice. Nosotros tenemos esa clase de torpedos. ¿No les dije antes que podíamos volar el actual Nueva York con nuestros torpedos terrestres?

—Me gustaría verlos con mis propios ojos —gruñó Duxon—. Hace siglos que buscamos nosotros un medio de construir un torpedo semejante.

—No es difícil de fabricar… teniendo «dedona» a mano. La «dedona» es el metal de que está construido este auto planeta y las corazas de nuestros aviones —explicó Miguel Ángel—. Es cien veces más duro que el diamante cuarenta mil veces más pesado que el hierro. El más fuerte atleta no podría levantar del suelo un solo tornillo hecho de este metal. El torpedo terrestre es un huso de veinte metros de largo y cuatro y medio de grosor. A lo largo del fuselaje corren varias aletas de un metro de altura. Tiene en la proa un disco armado de algunos centenares de puntas de «dedona». El disco gira como un taladro velozmente y el polvo de roca sale por entre las aletas del fuselaje y es proyectado hacia atrás con gran fuerza por los gases que empujan al torpedo hacia adelante.

—¿Y «eso» es capaz de llegar hasta una ciudad subterránea?

—¡Ya lo creo! El torpedo es, en realidad, una bomba atómica. Los instrumentos de a bordo le guían bajo tierra hacia el objetivo que se le ha señalado. Cuando tropieza con roca la progresión del torpedo no pasa de un metro por minuto, según la dureza del granito. Cuando el terreno es de roca caliza avanza a razón de un metro por cada dos segundos, y si el subsuelo es de tierra pura, avanza a mucha mayor velocidad —dijo el profesor Stefansson.

—Me propongo presentarme por sorpresa sobre Jakutsk, dar la batalla a las baterías antiaéreas y a las fuerzas aéreas y soltar unos cuantos de nuestros torpedos terrestres para que corten en seco las carcajadas de Tarjas-Kan. Si el viejo zorro siberiano está en Jakutsk no es fácil que escape. La dificultad, naturalmente, consiste en saber si Tarjas-Kan estará en su fortaleza en el momento que la ataquemos. También necesitamos un plano detallado de la ciudad subterránea para localizarla y situar su profundidad. ¿Querrá el Estado Mayor norteamericano colaborar con nosotros?

—¿Solamente necesita un plano de Jakutsk y una buena información sobre el paradero del dictador Tarjas-Kan?

—Otra dificultad será abrirnos paso hasta el lago Jege. Sería conveniente que nos acompañaran algunas fuertes escuadras de aviones de caza y bombarderos norteamericanos.

Duxon se acarició la barbilla reflexionando.

—Creo que puede contar con el apoyo del Estado Mayor General —dijo finalmente—. La empresa no es tan sencilla como parece. Es un golpe de mano en el que vamos a jugarnos la flor y nata de nuestras fuerzas aéreas, pero la consecución del fin bien merece que corramos algún riesgo.

Capítulo 8.
La horda amarilla

M
ientras esperaban un informe rotundo del Servicio de Inteligencia aliado transcurrieron cinco días. La guerra envolvió en rojas llamas al globo terráqueo por los cuatro costados. Cada mañana Ángel se trasladaba a Washington para discutir con los altos jefes del Estado Mayor las minucias del pretendido golpe de mano contra Jakutsk, y cada día se enteraba de nuevos desastres.

La horda amarilla, después del retroceso de su primera jornada de operaciones, volvía a progresar hacia el corazón de los Estados Unidos después de haber invadido por completo Alaska y toda la parte central y sudeste del Canadá. En los macizos montañosos de la costa del Pacífico las tropas americanas resistían con tesón. Iba a ser muy difícil que los amarillos les echaran de allí, pero, en cambio, Otawa, con sus cinco millones de habitantes, había perecido junto con las demás populosas ciudades del centro y sudeste del antiguo Canadá.

El cuarto día de operaciones, después de haber sometido a Otawa a un intenso bombardeo atómico con proyectiles dirigidos, los asiáticos habían envuelto los espacios de la capital con densas nubes de gases tóxicos. Otawa se vio forzada a vivir exclusivamente del oxígeno que guardaba en sus reservas subterráneas. Tras esto, y después de haber reducido al silencio a las defensas antiaéreas de Otawa, oleadas masivas de aviones amarillos, derrotaron a la aviación norteamericana en una larga y furiosa batalla y dejaron caer una división de ingenieros zapadores paracaidistas, los cuales se dedicaron a la sistemática voladura de los caparazones de acero que protegían la entrada, mientras otros grupos ponían barrenos de carga atómica en la gruesa capa de hormigón armado que cubría a la ciudad varios metros bajo tierra.

Los zapadores introdujeron por el hueco de los ascensores cargas atómicas poderosas, y a continuación vertieron toneladas de líquidos venenosos.

Consumada su labor de zapa, los ingenieros se retiraron. Misiles de aire líquido estallaron sobre el cielo de Otawa.

El súbito descenso de temperatura acumuló negras nubes y éstas descargaron una lluvia torrencial sobre Otawa. La lluvia disolvió las substancias venenosas y las arrastró consigo a través de las resquebrajaduras hasta el seno de la urbe subterránea.

La gente comenzó a morir entre espantosos sufrimientos. El gas venenoso mataba por simple contacto, corroía casi todos los metales, entre éstos los de las caretas antigás, y sembró el espanto y la muerte por los profundos subterráneos. Al día siguiente, las bases americanas de los Grandes Lagos estaban bajo el fuego directo de la artillería asiática. Nueva York, Washington, Chicago, Pittsburg y las principales ciudades norteamericanas eran bombardeadas con proyectiles dirigidos. Después del intenso bombardeo, al amparo de las tinieblas de la noche, tropas aerotransportadas descendían sobre los principales centros industriales norteamericanos y se dedicaban a destruir las defensas antiaéreas.

Cuando Miguel Ángel Aznar llegó al mediodía de la sexta jornada a Washington, acompañado de Ina Peattie y del profesor Louis Frederick Stefansson, se sorprendió encontrando totalmente cambiada la fisonomía exterior de la capital de los Estados Unidos. Lo que antes fueran jardines y parques había quedado convertido en un desierto. Ni rastro quedaba de las limpias avenidas, encantadores lagos y coquetonas casitas y terrazas. Un palio funeral de humos se cernía sobre aquella devastación impresionante. Debajo de aquel erial, la ciudad subterránea esperaba con los nervios en tensión la llegada inminente de los bombarderos asiáticos para hacerle correr la misma suerte que la sacrificada Otawa.

Ángel recibió por radio el aviso de que aterrizara en Richmond. Desde esta localidad, un rápido ferrocarril subterráneo llevó al español y a sus acompañantes hasta Washington. El primer objetivo de los bombarderos amarillos habían sido, como es natural, las grandes centrales hidroeléctricas. Podía decirse, con razón, que no quedaba en todo el territorio de los Estados Unidos un solo embalse en pie, y aunque esto no significaba la inmediata ruina de la nación, era un detalle digno de tomarse en cuenta. Las centrales eléctricas que consumían energía atómica continuarían funcionando durante mucho tiempo, pero se hacía indispensable una medida drástica para economizar electricidad. Sólo funcionaban los servicios públicos verdaderamente indispensables. Ocho de las diez partes de los ascensores estaban parados. La televisión y la radio sólo funcionaban para las fuerzas armadas. Los túneles estaban casi completamente a oscuras. El «metro» no funcionaba. Los ciudadanos habían sido invitados por el Gobierno a no salir de sus casas y a revestirse de paciencia y energía.

Miguel Ángel tardó dos horas en poder ser recibido por el general Duxon. Cuando finalmente fue introducido en el despacho del general, el español estaba enojado y nervioso.

—¿Qué demonios ocurre? —fue su primera pregunta—. ¿Es que la iniciativa la tienen toda los amarillos?

—No me torture usted también con sus quejas, míster Aznar —repuso Duxon, por cuya cara pasaba una nube sombría—. Estamos haciendo lo posible para contener a la horda amarilla. No me negará usted que, para tomar la iniciativa, necesitamos antes pararles los pies a los asiáticos y recuperar fuerzas.

—¿Pero no preveían lo que iba a ocurrir?

—Sí, más de nada ha servido. Tarjas-Kan es el amo absoluto de su pueblo y puede hacer y deshacer a su antojo. En los Estados Unidos es diferente. Hemos estado supeditando nuestras necesidades guerreras a la comodidad de nuestro pueblo. El pueblo norteamericano ha sido hasta ahora el más feliz del mundo. Para conseguirlo tuvimos que sacrificar buena parte de los gastos bélicos. ¿Y ahora qué? Ahora el pueblo americano comprende que ha estado malgastando su tiempo y entregado a una excesiva comodidad. Está dispuesto a sacrificar esas comodidades a cambio de seguir siendo libre y soberano… pero temo que sea demasiado tarde. Una potencia bélica como la de Tarjas-Kan no se improvisa en dos días ni en dos años. Ni siquiera en dos siglos. En Asia hay todavía muchos hombres que pasan hambre y muchas ciudades a la intemperie, donde el pavimento es deficiente, donde la luz es escasa, donde la gente vive hacinada en cabañas y expuesta a ser aniquilada con una sola bomba termonuclear. En vez de edificar la felicidad y seguridad de su pueblo, Tarjas-Kan ha estado años y años edificando una máquina guerrera de fuerza irresistible. ¿Qué le importa que millones y millones de asiáticos vivan como las bestias o mueran en una hora? Lo importante para él es aplastarnos… ¡y por Cristo! que está muy cerca de conseguirlo.

—¿Pero tan grave es la situación? —preguntó Ina Peattie.

—Muy grave. Doscientos mil aviones perdidos en seis días, cincuenta ciudades bombardeadas, toda Alaska y casi todo Canadá en manos del Imperio Asiático son el balance a favor del enemigo en lo que va de lucha. La Federación Ibérica está dándonos una lección de constancia y economía. Los países hispanos siempre supieron supeditando nuestras necesidades guerreras apañárselas con menos que los norteamericanos. Nosotros somos un pueblo mimado con exceso. La Aviación española, sin recibir refuerzos de sus países americanos, está dando la gran paliza al Imperio Asiático. En seis días dice haber derribado setenta mil aviones amarillos. Las tropas españolas, portuguesas y brasileñas han ocupado media Europa y prosiguen su avance. La resistencia de los asiáticos es cada vez mayor en Europa. Creíamos que la victoriosa invasión ibérica obligaría a Tarjas-Kan a retirar efectivos de los Estados Unidos. Pero no es así. El Imperio Asiático parece tener incalculables reservas de aviones. Golpea ahora con tanta dureza como el primer día de hostilidades. Sin duda quiere aplastarnos primero a nosotros y luego ajustar las cuentas a la Federación Ibérica.

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